– No soy una bruja -dijo, y de inmediato una mano surgió de ninguna parte y se posó sobre su frente.
– Shh -dijo una voz.
– No soy una bruja -insistió ella, intentando hablar despacio para que la comprendieran. El asesino no la había entendido. Había intentado decirle que no debían marcharse de aquel lugar, pero él no le hizo caso. La colocó sobre su caballo blanco y la sacó del claro, atravesando el macizo de abedules de tronco blanco, hacia la parte más profunda del bosque.
Ella había intentado prestar atención a la dirección en la que iban para así poder encontrar el camino de vuelta, pero la oscilante antorcha del hombre sólo iluminaba unos cuantos centímetros de terreno a sus pies, y la luz la deslumbraba. Cerró los ojos, y eso fue un error, porque el molesto paso del caballo la mareó y se cayó al suelo.
– No soy una bruja -repitió-. Soy historiadora.
– Hawey fond enyowuh thissla dey? -dijo la voz de la mujer, muy lejana. Debía de haber avanzado para poner leña al fuego y luego se apartó del calor.
– Enwodes fillenun gleydund sore destrayste -replicó una voz de hombre, y parecía la del señor Dunworthy-. Ayeen mynarmehs hoor alle op hider ybar.
– Sweltes shay dumorte blauen? -preguntó la mujer.
– Señor Dunworthy, ¡he caído entre asesinos! -exclamó Kivrin, extendiendo los brazos hacia él. Pero a través del humo no pudo verlo.
– Shh -dijo la mujer.
Kivrin intuyó que era más tarde, que aunque pareciera imposible había dormido. ¿Cuánto se tarda en arder?, se preguntó. El fuego era tan caliente que ella ya debería ser cenizas, pero cuando levantó la mano parecía intacta, aunque pequeñas llamas rojas fluctuaban en los bordes de sus dedos. La luz de las llamas le hería los ojos. Los cerró.
Espero no volver a caerme del caballo, pensó. Se había estado agarrando al cuello del animal con los dos brazos, aunque su paso inestable hacía que la cabeza le doliera aún más, y no se soltó, pero se cayó, a pesar de que el señor Dunworthy había insistido en que aprendiera a cabalgar, se había encargado de que tomara lecciones en un picadero cerca de Woodstock. El señor Dunworthy le había advertido que todo aquello sucedería. Le había predicho que acabarían quemándola en la hoguera.
La mujer le acercó una copa a los labios. Debe de ser vinagre en una esponja, pensó Kivrin; se lo daban a los mártires. Pero no lo era. Se trataba de un líquido cálido y amargo. La mujer tuvo que inclinar la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera, y ella comprendió por primera vez que estaba tendida.
Tendré que decirle al señor Dunworthy que quemaban a la gente acostada, pensó. Intentó llevarse las manos a los labios en la posición de rezo para activar el grabador, pero el peso de las llamas se lo impidió.
Estoy enferma, pensó Kivrin, y comprendió que el líquido cálido era una poción medicinal de algún tipo, y que le había bajado un poco la fiebre. No estaba tendida en el suelo, después de todo, sino en una cama en una habitación oscura; y la mujer que le había mandado callar y le había dado el líquido estaba junto a ella. Oía su respiración. Kivrin intentó mover la cabeza para verla, pero el esfuerzo hizo que volviera a dolerle. La mujer debía de estar dormida. Su respiración era regular y ruidosa, casi como si roncara. A Kivrin le dolía la cabeza al escucharla.
Debo de estar en la aldea, pensó. El hombre pelirrojo me habrá traído aquí.
Se había caído del caballo y el asesino la había ayudado a montar de nuevo, pero cuando ella lo miró a la cara no le pareció un asesino. Era joven, con el cabello rojo y expresión amable, y se inclinó sobre ella cuando estaba sentada contra la rueda de la carreta, apoyándose sobre una rodilla a su lado, y preguntó:
– ¿Quién sois?
Ella le había comprendido perfectamente.
– Canstawd ranken derwyn? -dijo la mujer, e inclinó la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera más del amargo líquido. Apenas pudo tragarlo. El fuego estaba ahora dentro de su garganta. Sentía las pequeñas llamas anaranjadas, aunque el líquido debería haberlas extinguido. Se preguntó si el hombre la habría llevado a alguna tierra extranjera, España o Grecia, donde la gente hablaba un idioma que no habían incluido en el intérprete.
Había comprendido al pelirrojo perfectamente.
– ¿Quién sois? -le había preguntado, y ella pensó que el otro hombre debía de ser un esclavo que había traído de las Cruzadas, un esclavo que hablaba turco o árabe, y por eso no entendía sus palabras.
– Soy historiadora -respondió, pero cuando miró su amable rostro no era él. Era el asesino.
Buscó desesperadamente al hombre pelirrojo, pero no lo encontró. El asesino recogió trozos de madera y los colocó sobre algunas piedras para encender una hoguera.
– ¡Señor Dunworthy! -llamó Kivrin, desesperada, y el asesino se acercó y se arrodilló ante ella. La luz de su antorcha aleteó sobre su cara.
– No temáis -dijo-. Regresará pronto.
– ¡Señor Dunworthy! -gritó ella, y el pelirrojo volvió y se arrodilló de nuevo a su lado-. No tendría que haberme marchado del lugar -le dijo, observando su rostro para que no se convirtiera en el asesino-. Algo debe de haber fallado con el ajuste. Tengo que volver allí.
Él se desabrochó la capa, se la pasó por encima de los hombros, y la colocó sobre ella, y Kivrin supo que la comprendía.
– Tengo que ir a casa -le dijo mientras se inclinaba sobre ella. El hombre tenía una linterna que iluminaba su amable rostro y aleteaba como llamas sobre su cabello rojo.
– Godufadur -llamó, y ella pensó que ése era el nombre del esclavo: Gauddefaudre. Le pedirá al esclavo que le diga dónde me encontró, y entonces me llevará al lugar. Y el señor Dunworthy. El señor Dunworthy se pondría frenético cuando abrieran la red y no la encontraran allí. No pasa nada, señor Dunworthy, dijo en silencio. Ya voy.
– Dreede nawmaydde -dijo el pelirrojo, y la cogió en brazos-. Fawrthah Galwinnath coam.
– Estoy enferma, por eso no les entiendo -le dijo Kivrin a la mujer, pero esta vez nadie surgió de la oscuridad para apaciguarla. Tal vez se habían cansado de verla arder y se habían marchado. Desde luego, estaba tardando un buen rato, aunque el fuego parecía más caliente ahora.
El hombre pelirrojo la había colocado sobre el caballo blanco y se internó en el bosque, y ella supuso que la estaba llevando de regreso al lugar. El caballo tenía silla, y campanillas que sonaban mientras cabalgaba, tocando una canción. Era Adeste Fideles y las campanas sonaban más y más fuerte a cada verso, hasta que sonaron como las campanas de St. Mary the Virgin.
Cabalgaron largo rato, y ella pensó que seguramente ya estarían cerca del lugar del lanzamiento.
– ¿A qué distancia está? -le preguntó al pelirrojo-. El señor Dunworthy estará muy preocupado.
Pero él no le contestó. Salió del bosque y descendió una colina. La luna estaba alta en el cielo, brillando pálida sobre las ramas de un bosquecillo de estrechos árboles sin hojas, y sobre la iglesia al pie de la colina.
– Éste no es el lugar -señaló ella, y trató de tirar de las riendas del caballo para que volvieran por donde habían venido, pero no se atrevió a retirar los brazos del cuello del hombre pelirrojo por miedo a caer. Y entonces se encontraron ante una puerta, y ésta se abrió, y se abrió de nuevo, y había fuego y luz y el sonido de campanas, y ella supo que, después de todo, la habían llevado de vuelta al lugar del lanzamiento.
– Shay boyen syke nighonn tdeeth -dijo la mujer. Kivrin sintió sus manos ásperas y arrugadas sobre la piel. La arropó. Piel, Kivrin pudo sentir el suave pelaje contra el rostro, o tal vez era su pelo.