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Pasó la tarde. Dunworthy oyó la lluvia y el repicar de los cuartos de hora en St. Hilda y, más distante, los de Christ Church. La enfermera le informó sombríamente de que su turno acababa, y una enfermera rubia, mucho más alegre y más menuda, con las insignias de estudiante, entró a comprobar los goteros y observar las pantallas.

Badri se debatía entre la vigilia y el sueño con un esfuerzo que Dunworthy difícilmente habría calificado de «oscilante». Parecía cada vez más exhausto cuando recuperaba el conocimiento, y cada vez menos capaz de responder a las preguntas de Dunworthy.

Pero Dunworthy continuó haciéndolas, implacable. El baile de Navidad se había celebrado en Headington. Badri había ido a un pub después. No recordaba el nombre. La mañana del lunes había trabajado solo en el laboratorio, comprobando las coordenadas de Puhalski. Había llegado de Londres a mediodía. En metro. Era imposible. Pasajeros del metro y asistentes a la fiesta, y toda la gente con quien había contactado en Londres. Nunca podrían localizarlos y estudiarlos a todos, aunque Badri supiera quiénes eran.

– ¿Cómo llegaste a Brasenose esta mañana? -le preguntó Dunworthy la siguiente vez que Badri despertó.

– ¿Mañana? -dijo Badri, mirando la ventana corrida como si pensara que ya era de día-. ¿Cuánto tiempo he dormido?

Dunworthy no supo qué contestar. Había dormido de forma intermitente toda la tarde.

– Son las diez -dijo, mirando su digital-. Te trajimos al hospital a la una y media. Dirigiste la red esta mañana y enviaste a Kivrin. ¿Recuerdas cuándo empezaste a encontrarte mal?

– ¿Qué fecha es hoy? -dijo Badri, de pronto.

– Veintidós de diciembre. Sólo has estado aquí parte de un día.

– El año -replicó Badri, intentando incorporarse-. ¿Qué año es?

Dunworthy miró ansiosamente las pantallas. La temperatura era de casi cuarenta.

– El año es el 2054 -respondió, inclinándose para calmarlo-. Es veintidós de diciembre.

– Apártese -dijo Badri.

Dunworthy se enderezó y se apartó de la cama.

– Apártese -repitió Badri. Se incorporó más y contempló la habitación-. ¿Dónde está el señor Dunworthy? Tengo que hablar con él.

– Estoy aquí, Badri -Dunworthy avanzó un paso hacia la cama y luego se detuvo, temiendo sobresaltarlo-. ¿Qué querías decirme?

– ¿Sabe entonces dónde podría estar? ¿Quiere darle esta nota?

Le tendió una hoja de papel imaginaria, y Dunworthy advirtió que debía de estar reviviendo la tarde del martes, cuando fue a verle a Balliol.

– Tengo que volver a la red -consultó un digital imaginario-. ¿Está abierto el laboratorio?

– ¿De qué querías hablar con el señor Dunworthy? ¿Del deslizamiento?

– No. ¡Apártese! Va a dejarla caer. ¡La tapa! -miró fijamente a Dunworthy, con los ojos brillantes de fiebre-. ¿A qué espera? ¡Vaya y recójalo!

Entró la estudiante de enfermería.

– Está delirando -comentó Dunworthy.

Dirigió a Badri una rápida mirada y luego contempló las pantallas. A Dunworthy le parecían siniestras, veloces números que cruzaban frenéticamente las pantallas y zigzagueaban en tres dimensiones, pero la enfermera no parecía especialmente preocupada. Miró por turnos cada una de las pantallas y empezó a ajustar tranquilamente el flujo de los goteros.

– Tiéndase, ¿quiere? -dijo, todavía sin mirar a Badri, y sorprendentemente él obedeció.

– Creía que se había marchado -dijo él, recostado contra la almohada-. Gracias a Dios que está aquí -continuó, y pareció desplomarse de nuevo, aunque esta vez no había ningún sitio al que caer.

La estudiante de enfermería no se dio cuenta. Todavía estaba ajustando los goteros.

– Se ha desmayado -advirtió Dunworthy.

Ella asintió y empezó a leer la pantalla. Ni siquiera miró a Badri, que parecía mortalmente pálido bajo su piel oscura.

– ¿No cree que debería llamar a un médico? -dijo Dunworthy, y la puerta se abrió y entró una mujer alta vestida con RPE.

Tampoco miró a Badri. Leyó los monitores uno a uno, y entonces preguntó:

– ¿Indicaciones de implicación pleural?

– Cianosis y escalofríos -dijo la enfermera.

– ¿Qué le están dando?

– Mixabravina.

La doctora cogió un estetoscopio de la pared, y desenrolló la pieza del cable.

– ¿Alguna hemoptisis?

Ella sacudió la cabeza.

– Tengo frío -murmuró Badri desde la cama. Ninguna de ellas le prestó la más mínima atención. Badri empezó a tiritar-. No lo deje caer. Era de porcelana, ¿verdad?

– Cincuenta centímetros cúbicos de penicilina acuosa y una dosis de ASA -ordenó la doctora. Sentó a Badri en la cama y abrió las tiras de velero de su bata de papel. Badri tiritaba más que nunca. La doctora presionó el estetoscopio contra la espalda de Badri en lo que Dunworthy consideró un castigo cruel e inusitado.

– Respire hondo -dijo la doctora, los ojos fijos en la pantalla. Badri obedeció, castañeteando los dientes.

– Consolidación pleural menor inferior izquierda -anunció la doctora crípticamente, y movió el aparato un centímetro-. Otra vez -movió el aparato varias veces más-. ¿Tenemos ya una identificación?

– Mixovirus -respondió la enfermera, llenando una jeringuilla-. Tipo A.

– ¿Secuenciado?

– Todavía no -insertó la jeringuilla en la cánula y la vació. En el exterior sonó un teléfono.

La doctora cerró la bata de Badri, lo volvió a acostar y le cubrió las piernas descuidadamente.

– Déme un gramo -dijo, y se marchó. El teléfono siguió sonando.

Dunworthy ansiaba tapar bien a Badri, pero la estudiante de enfermería estaba colocando otro gotero en la percha. Esperó hasta que ella hubo terminado y se marchó, y luego alisó la sábana y arropó cuidadosamente a Badri hasta los hombros, remetiendo la tela por debajo de la cama.

– ¿Estás mejor? -preguntó, pero Badri ya había dejado de tiritar y se había quedado dormido. Dunworthy miró las pantallas. Su temperatura era ya de treinta y nueve coma dos, y las anteriores líneas frenéticas de las otras pantallas eran firmes y fuertes.

– Señor Dunworthy -dijo la voz de la estudiante de enfermería desde algún lugar de la pared-, hay una llamada para usted. Un tal señor Finch.

Dunworthy abrió la puerta. La enfermera, sin su RPE, le indicó que se quitara la bata. Él la obedeció, y tiró las ropas en la gran bolsa que ella le señaló.

– Sus gafas, por favor.

Se las tendió, y ella las roció con desinfectante. Dunworthy cogió el teléfono, entornando los ojos ante la pantalla.

– Señor Dunworthy, le he estado buscando por todas partes -dijo Finch-. Ha ocurrido algo terrible.

– ¿De qué se trata? -Dunworthy miró su digital. Eran las diez. Demasiado pronto para que alguien hubiera aparecido con el virus si el período de incubación era de doce horas-. ¿Hay alguien enfermo?

– No, señor. Mucho peor que eso: la señora Gaddson. Está en Oxford. De algún modo ha logrado cruzar el perímetro de la cuarentena.

– Lo sé. Cogió el último tren. Les hizo sujetar las puertas.

– Sí, bueno, llamó desde el hospital. Insiste en alojarse en Balliol, y me acusa de no haber cuidado adecuadamente de William porque fui quien designó a los tutores, y por lo visto su tutor le hizo quedarse durante las vacaciones para estudiar a Petrarca.

– Dígale que no tenemos sitio, que los dormitorios están siendo esterilizados.

– Ya se lo dije, señor, pero respondió que en ese caso se alojaría con William en su habitación. No me gusta hacerle eso, señor.