– No -dijo Dunworthy-. Hay algunas cosas que nadie debería tener que soportar, ni siquiera en una epidemia. ¿Le ha dicho a William que ha venido su madre?
– No, señor. Lo intenté, pero no está en el colegio. Tom Gailey me dijo que estaba visitando a una jovencita en Shrewsbury, así que la telefoneé, pero no me contestaron.
– Seguramente estarán estudiando a Petrarca en alguna parte -ironizó Dunworthy, preguntándose qué sucedería si la señora Gaddson se tropezara con la desprevenida pareja camino de Balliol.
– No comprendo por qué debe hacer eso, señor -comentó Finch, con voz preocupada-. O por qué su tutor le ha asignado Petrarca. Estudia literatura moderna.
– Sí, bueno, cuando llegue la señora Gaddson, alójela en Warren -la enfermera alzó la cabeza bruscamente mientras terminaba de limpiarle las gafas-. Está al otro lado del patio de todas formas. Ofrézcale una habitación que no dé a ningún sitio. Y compruebe nuestro suministro de pomada contra los sarpullidos.
– Sí, señor -dijo Finch-. Hablé con la administradora del New College. Dijo que antes de marcharse, el señor Basingame le comentó que quería estar «libre de distracciones», pero suponía que le habría dicho a alguien adonde iba y que intentaría telefonear a su mujer en cuanto las líneas queden libres.
– ¿Preguntó por sus técnicos?
– Sí, señor. Todos ellos se han ido a casa a pasar las vacaciones.
– ¿Cual de nuestros técnicos vive más cerca de Oxford?
Finch reflexionó durante un momento.
– Andrews, en Reading. ¿Quiere su número?
– Sí, y prepáreme una lista con los números y direcciones de los demás.
Finch recitó el número de Andrews.
– He tomado medidas para remediar la situación del papel higiénico. He colocado carteles con la siguiente frase: «El derroche conduce a la necesidad.»
– Maravilloso -dijo Dunworthy. Colgó e intentó llamar a Andrews. Comunicaba.
La estudiante de enfermería le tendió sus gafas y un nuevo fardo de RPE, y él se las puso, procurando colocarse la mascarilla antes que la gorra y dejar los guantes para lo último.
Con todo, tardó una considerable cantidad de tiempo en prepararse. Esperaba que la enfermera fuera muchísimo más rápida si Badri tocaba el timbre pidiendo ayuda.
Entró de nuevo. Badri estaba dormido, inquieto. Miró las pantallas. Su temperatura era de treinta y nueve coma cuatro.
Le dolía la cabeza. Se quitó las gafas y se frotó entre los ojos. Entonces se sentó en el taburete y miró la lista de contactos que había preparado hasta el momento. Apenas podía considerarse una lista, pues había muchos agujeros en ella. El nombre del pub al que había ido Badri después del baile. Dónde había estado Badri el lunes por la noche. Y el domingo por la tarde. Había llegado de Londres en metro a las doce, y Dunworthy le había llamado para pedirle que dirigiera la red a las dos y media. ¿Dónde había estado durante esas dos horas y media?
¿Y dónde había ido el martes por la tarde después de ir a Balliol y dejar una nota diciendo que había hecho una comprobación de sistemas en la red? ¿De vuelta al laboratorio? ¿O a otro pub? Se preguntó si tal vez alguien de Balliol había hablado con Badri mientras estuvo allí. Cuando Finch volviera a llamar para informarle de las últimas novedades acerca de las campaneras americanas y el papel higiénico, le diría que preguntara a todos los que estuvieran en el colegio si habían visto a Badri.
La puerta se abrió, y la estudiante de enfermería, enfundada en RPE, entró. Dunworthy miró automáticamente las pantallas, pero no detectó ningún cambio dramático. Badri seguía dormido. La enfermera introdujo algunas cifras en la pantalla, comprobó el gotero, y tiró de una esquina de las sábanas. Descorrió la cortina y se quedó allí, retorciendo el cordón en sus manos.
– No pude evitar oír lo que decía por teléfono -comentó-. Mencionó a la señora Gaddson. Sé que es una falta de educación por mi parte, ¿pero es posible que estuvieran hablando de la madre de William Gaddson?
– Sí -contestó él, sorprendido-. William estudia en Balliol. ¿Le conoce?
– Es amigo mío -asintió ella, sonrojándose tanto que él lo notó a través de la máscara impermeable.
– Ah -Dunworthy se preguntó cuándo tenía tiempo William para estudiar a Petrarca-. La madre de William está aquí, en el hospital -comentó, sintiendo que debía advertirla, pero sin tener muy claro el motivo-. Ha venido a visitarle durante la Navidad.
– ¿Está aquí? -preguntó la enfermera, sonrojándose todavía más-. Creía que estábamos en cuarentena.
– Su tren fue el último que llegó de Londres -explicó Dunworthy tristemente.
– ¿Lo sabe William?
– Mi secretario está intentando notificárselo -dijo él, omitiendo la parte de la joven de Shrewsbury.
– Está en el Bodleian, estudiando a Petrarca -dijo ella. Soltó el cordón de la cortina y salió, sin duda para telefonear al Bodleian.
Badri se agitó y murmuró algo que Dunworthy no pudo distinguir. Parecía acalorado y su respiración se había vuelto más dificultosa.
– ¿Badri? -llamó.
Badri abrió los ojos.
– ¿Dónde estoy?
Dunworthy miró los monitores. La fiebre le había bajado medio grado y parecía más alerta que antes.
– En el hospital -respondió-. Te desmayaste en el laboratorio de Brasenose mientras operabas la red. ¿Te acuerdas?
– Recuerdo que me notaba raro. Frío. Fui al pub para decirle que tenía el ajuste… -una expresión extraña y asustada asomó a su cara.
– Me dijiste que algo fallaba. ¿De que se trataba? ¿Del deslizamiento?
– Algo fallaba -repitió Badri. Intentó apoyarse en un codo-. ¿Qué me está pasando?
– Estás enfermo. Tienes la gripe.
– ¿Enfermo? Nunca he estado enfermo -se esforzó por sentarse-. Murieron, ¿verdad?
– ¿Quiénes?
– Los mató a todos.
– ¿Viste a alguien, Badri? Es muy importante. ¿Tenía alguien más el virus?
– ¿Virus? -dijo él, y había un claro alivio en su voz-. ¿Tengo un virus?
– Sí. Un tipo de gripe. No es fatal. Te han estado dando antimicrobiales, y un análogo viene de camino. Te recuperarás enseguida. ¿Sabes quién te la contagió? ¿Tenía alguien más el virus?
– No -volvió a acomodarse sobre la almohada-. Creía… ¡Oh! -miró a Dunworthy, alarmado-. Algo falla -repitió desesperadamente.
– ¿Qué es? -extendió la mano hacia el timbre-. ¿Qué va mal?
Los ojos de Badri estaban espantados.
– ¡Duele!
Dunworthy pulsó el timbre. La enfermera y un médico de guardia entraron inmediatamente y ejecutaron la misma rutina, sondeándolo con el estetoscopio helado.
– Se quejaba de frío -explicó Dunworthy-. Y de que le dolía algo.
– ¿Dónde le duele? -preguntó el médico, mirando la pantalla.
– Aquí -contestó Badri. Se llevó la mano a la parte derecha del pecho. Empezó a tiritar de nuevo.
– Pleuritis inferior derecha -dijo el médico.
– Me duele cuando respiro -añadió Badri. Los dientes les castañeteaban-. Algo falla.
Algo falla. No se refería al ajuste. Se refería a sí mismo. ¿Qué edad tenía? ¿La misma edad que Kivrin? Habían empezado a suministrar rinovirus antivirales rutinarios hacía casi treinta años. Era muy posible que cuando dijo que nunca había estado enfermo quisiera decir que no había sufrido ni siquiera un resfriado.
– ¿Oxígeno? -preguntó la enfermera.
– Todavía no -dijo el médico mientras salía-. Comience con doscientas unidades de cloramfenicol.
La enfermera volvió a acostar a Badri, unió una nueva bolsa al gotero, vio cómo la temperatura bajaba durante un momento, y se marchó.