El tifus producía dolor de cabeza y fiebre alta, y se transmitía por los piojos y las pulgas de las ratas, que sí eran endémicas en Inglaterra en la Edad Media y probablemente en la cama donde ahora yacía, pero el período de incubación era demasiado largo, casi de dos semanas.
El período de incubación de la fiebre tifoidea era de sólo unos pocos días, y causaba dolor de cabeza, en las articulaciones, y también fiebre alta. No creía que fuera fiebre recurrente, pero recordaba que por lo general era más alta de noche, así que eso debía de significar que bajaba durante el día y luego subía durante la noche.
Kivrin se preguntó qué hora sería. «Anochece», había dicho Eliwys, y la luz de la ventana cubierta de lino era levemente azulada, pero los días eran cortos en diciembre. Tal vez sólo fuera media tarde. Tenía sueño, pero eso tampoco era ninguna señal. Había dormido intermitentemente todo el día.
El mareo era un síntoma evidente de la fiebre tifoidea. Intentó recordar los otros síntomas del «cursillo» de medicina medieval de la doctora Ahrens. Hemorragias nasales, lengua hinchada, sarpullidos rosáceos. Se suponía que los sarpullidos no salían hasta el séptimo u octavo día, pero Kivrin se levantó la camisa y se miró el estómago y el pecho. No había ningún sarpullido, así que no podía ser tifoidea. Ni viruela. Con la viruela, las pústulas empezaban a aparecer al segundo o tercer día.
Se preguntó qué le habría sucedido a Agnes. Tal vez alguien había tenido el buen sentido de prohibirle que entrara en el cuarto, o tal vez la poco fiable Maisry la estaba vigilando de verdad. O, más probable, se había ido a ver a su cachorrito en el establo y se había olvidado de ir a enseñarle su chavette a Kivrin.
La peste empezaba con dolor de cabeza y fiebre. No puede ser la peste, pensó Kivrin. No tienes ninguno de los síntomas. Bubas que crecen hasta el tamaño de naranjas, una lengua que se hincha hasta llenar toda la boca, hemorragias subcutáneas que oscurecían todo el cuerpo. No tienes la peste.
Debía de ser algún tipo de gripe. Era la única enfermedad que aparecía tan repentinamente, y la doctora Ahrens estaba molesta porque el señor Gilchrist había adelantado la fecha y los antivirales no harían pleno efecto hasta el día quince, y Kivrin sólo tendría inmunidad parcial. Tenía que ser la gripe. ¿Cuál era el tratamiento para la gripe? Antivirales, descanso y líquido.
Entonces descansa, se dijo, y cerró los ojos.
No recordaba haberse quedado dormida, pero al parecer lo había hecho, porque las dos mujeres estaban de nuevo en la habitación, hablando, y Kivrin no recordaba haberlas visto entrar.
– ¿Qué dijo Gawyn? -preguntó la anciana. Hacía algo con un cuenco y una cuchara, batiendo la cuchara contra el lado. El cofre estaba abierto a su lado, y metió la mano dentro, sacó una pequeña bolsa, vertió su contenido en el cuenco, y volvió a batir.
– Entre sus pertenencias no encontró nada que pudiera decirnos los orígenes de la dama. Le robaron todos los bienes, abrieron sus cofres y los vaciaron de todo lo que pudiera identificarla. Pero Gawyn dijo que la carreta era de buena calidad. En efecto, procede de buena familia.
– Y desde luego, su familia la estará buscando -dijo la anciana. Había soltado el cuenco y rasgaba una tela haciendo mucho ruido-. Debemos enviar a alguien a Oxenford y decirles que está a salvo con nosotras.
– No -repitió Eliwys, y Kivrin pudo oír la resistencia en su voz-. A Oxenford, no.
– ¿Qué has oído?
– No he oído nada, excepto que mi señor nos indicó que nos quedáramos aquí. Volverá esta semana si todo va bien.
– Si todo hubiera ido bien, ya estaría aquí.
– El juicio apenas ha comenzado. Tal vez ya está en camino.
– O tal vez… -otro de aquellos nombres intraducibles, ¿Torquil?-, espera a ser ahorcado, y mi hijo con él. No tendría que haber mediado en ese asunto.
– Es su amigo, e inocente de los cargos.
– Es un idiota, y mi hijo aún más idiota por testificar a su favor. Un amigo le habría hecho dejar Bath -volvió a meter la cuchara en el cuenco-. Necesito mostaza para esto -dijo, y se dirigió a la puerta-. ¡Maisry! -llamó, y siguió rompiendo la tela-. ¿Encontró Gawyn algo de los sirvientes de la dama?
Eliwys se sentó junto a la ventana.
– No, ni sus caballos ni el de ella.
Una muchacha con la cara picada de viruelas y el pelo grasiento entró en la habitación. Seguro que no podía ser Maisry, que tonteaba con los muchachos del establo en vez de vigilar a las niñas. Dobló la rodilla en una cortesía que casi fue un tropezón y dijo:
– Wotwardstu, Lawttymayeen?
Oh, no, pensó Kivrin. ¿Qué le pasa al intérprete ahora?
– Tráeme el bote de mostaza de la cocina y no tardes -dijo la anciana, y la muchacha se encaminó hacia la puerta-. ¿Dónde están Agnes y Rosemund? ¿Por qué no están contigo?
– Shiyrouthamay -respondió la muchacha hoscamente.
Eliwys se levantó.
– Habla -dijo con brusquedad.
– Ocultan (algo) de mí.
No era el intérprete después de todo. Era simplemente la diferencia del inglés normando que hablaban los nobles y el dialecto aún sajón de los campesinos, ninguno de los cuales sonaba como el inglés medieval que el señor Latimer le había enseñado tan alegremente. Era sorprendente que el intérprete entendiera algo.
– Las estaba buscando cuando lady Imeyne llamó, buena señora -se justificó Maisry, y el intérprete lo captó todo, aunque tardó varios segundos. Aquello le daba un tono de estupidez a las palabras de Maisry, lo cual podía ser apropiado, o tal vez no.
– ¿Dónde las has buscado? ¿En el establo? -dijo Eliwys, y unió las dos manos a cada lado de la cabeza de Maisry como si fueran un par de címbalos. Maisry aulló y se llevó una mano sucia a la oreja izquierda. Kivrin se encogió contra las almohadas.
– Ve y trae la mostaza para lady Imeyne y encuentra a Agnes.
Maisry asintió; no parecía particularmente asustada pero todavía se sujetaba la oreja. Hizo otra torpe reverencia y salió no más rápidamente de lo que había entrado. Parecía menos trastornada por la súbita violencia que Kivrin, quien se preguntó si lady Imeyne recibiría pronto la mostaza.
Lo que la había sorprendido era la rapidez y tranquilidad de la violencia. Eliwys ni siquiera parecía furiosa, y en cuanto Maisry se fue, volvió al asiento junto a la ventana.
– La dama no podría moverse aunque viniera su familia -dijo-. Puede quedarse con nosotras hasta que regrese mi esposo. Seguro que estará aquí para Navidad.
Hubo un ruido en las escaleras. Al parecer se había equivocado, pensó Kivrin, y el tirón de orejas había servido de algo. Agnes entró corriendo, apretando algo contra el pecho.
– ¡Agnes! -dijo Eliwys-. ¿Qué haces aquí?
– He traído mi… -el intérprete no lo entendió. ¿Charette?-, para enseñárselo a la señora.
– Eres una niña mala por esconderte de Maisry y venir aquí a molestar a la señora -la regañó Imeyne-. Sufre mucho por sus heridas.
– Pero me dijo que deseaba verlo -Agnes alzó un carrito de juguete de dos ruedas, pintado de rojo y dorado.
– Dios castiga a quienes dan falso testimonio con tormentos eternos -dijo lady Imeyne, agarrando bruscamente a la niñita-. La dama no puede hablar. Lo sabes muy bien.
– Me habló -replicó Agnes, obstinada.
Bien por ti, pensó Kivrin. Tormentos eternos. Qué cosa tan horrible con la que amenazar a una niña pequeña. Pero esto era la Edad Media, cuando los sacerdotes hablaban constantemente de los últimos días y el Juicio Final, y los tormentos del infierno.