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La puerta se abrió, y The Holly and the Ivy empezó otra vez.

– Debe de ser él, para preguntar qué les da de almorzar.

– Carne hervida y verduras pasadas -le dijo Mary-. A los americanos les encanta contar historias sobre nuestra pésima cocina. Dios mío.

Dunworthy miró hacia la puerta; Gilchrist y Latimer estaban allí, envueltos en un halo de luz grisácea procedente del exterior. Gilchrist sonreía de oreja a oreja y decía algo por encima de la música de las campanas. Latimer se esforzaba por cerrar un gran paraguas negro.

– Supongo que tendremos que ser civilizados e invitarlos a que se unan a nosotros.

Dunworthy recogió su abrigo.

– Sé civilizada tú si quieres. Yo no tengo ninguna intención de escuchar a esos dos felicitándose por haber enviado al peligro a una joven sin experiencia.

– Vuelves a hablar como ya sabes quién -señaló Mary-. No estarían aquí si algo hubiera salido mal. Tal vez Badri tiene ya el ajuste.

Al parecer, Gilchrist lo había visto cuando se levantaba. Estuvo a punto de volverse como para marcharse, pero Latimer ya estaba junto a la mesa. Gilchrist lo siguió, sin sonreír ya.

– ¿Está terminado el ajuste? -preguntó Dunworthy.

– ¿El ajuste? -preguntó Gilchrist, vagamente.

– El ajuste. La determinación de dónde y cuándo está Kivrin, lo que hace posible volver a recogerla.

– Su técnico dijo que tardaría al menos una hora en determinar las coordenadas -replicó Gilchrist, envarado-. ¿Siempre tarda tanto? Dijo que vendría a decírnoslo cuando hubiera terminado, pero que las lecturas preliminares indicaban que el lanzamiento había ido a la perfección y que el deslizamiento era mínimo.

– ¡Qué buena noticia! -suspiró Mary, aliviada-. Siéntense. También estamos esperando el ajuste y tomando una pinta mientras tanto. ¿Quieren tomar algo? -preguntó a Latimer, que había terminado de plegar el paraguas y abrochaba la cinta.

– Bueno, creo que sí -asintió Latimer-. Después de todo, éste es un gran día. Un poco de coñac, creo. «Strong was the wyn, and wel to drinke us leste» -dijo citando a Chaucer, y se debatió con la cinta, liándola en las varillas del paraguas-. Al fin tendremos la oportunidad de observar de primera mano la pérdida de inflexión adjetival y el cambio del nominativo singular.

Un gran día, pensó Dunworthy, pero se sentía aliviado a su pesar. El deslizamiento era su mayor preocupación.

Era la parte más impredecible de un lanzamiento, incluso con comprobaciones de parámetros.

La teoría decía que se trataba del propio mecanismo de seguridad e interrupción de la red, la forma que tenía el Tiempo de protegerse a sí mismo de las paradojas del continuum. El salto hacia delante en el tiempo se suponía que impedía colisiones, encuentros o acciones que pudieran afectar a la historia, deslizando al historiador más allá del momento crucial en que pudiera matar a Hitler o rescatar al niño ahogado.

Pero la teoría de la red nunca había podido decidir cuáles eran esos momentos críticos o cuánto deslizamiento produciría un lanzamiento determinado. Las comprobaciones de parámetros daban probabilidades, pero Gilchrist no había hecho ninguna. El lanzamiento de Kivrin podría haberse desviado en dos semanas o un mes. Por lo que Gilchrist sabía, ella bien podría haber llegado en abril, con su capa forrada de piel y su saya de invierno.

Pero Badri había dicho que el deslizamiento era mínimo. Eso significaba que Kivrin sólo se había desviado unos pocos días, con tiempo de sobra para averiguar la fecha y establecer el encuentro.

– ¿Señor Gilchrist? -decía Mary-. ¿Puedo invitarle a un coñac?

– No, gracias.

Mary rebuscó otro billete arrugado y se dirigió a la barra.

– Su técnico parece haber hecho un trabajo aceptable -dijo Gilchrist, volviéndose hacia Dunworthy-. A Medieval le gustaría contar con él para nuestro próximo lanzamiento. Enviaremos a la señorita Engle a 1355 para observar los efectos de la Peste Negra. Los relatos de los contemporáneos no son dignos de crédito, sobre todo en lo referente a la tasa de mortalidad. La cifra aceptada de cincuenta millones de muertes es claramente inexacta, y las estimaciones de que mató de entre un tercio hasta la mitad de la población europea son evidentes exageraciones. Estoy ansioso por que la señorita Engle haga observaciones entrenadas.

– ¿No se está precipitando un poco? -dijo Dunworthy-. Tal vez debería esperar a ver si Kivrin consigue sobrevivir a este lanzamiento a 1320.

La cara de Gilchrist asumió su expresión contraída.

– Me molesta que presuponga usted constantemente que Medieval es incapaz de llevar a cabo un lanzamiento con éxito. Le aseguro que hemos previsto cuidadosamente todos los aspectos. El método de la llegada de Kivrin ha sido estudiado con todo detalle.

»Probabilidad coloca la frecuencia de viajeros en la carretera Oxford-Bath en uno cada seis horas, e indica que hay un noventa y dos por ciento de posibilidades de que su historia del asalto sea creída, debido a la frecuencia de esos asaltos. Un viajero en Oxfordshire tenía un 42,5 por ciento de probabilidades de ser robado en invierno, y del 58,6 en verano. Es la media, por supuesto. Las posibilidades aumentaban en partes de Otmoor y Wychwood y en los caminos más pequeños.

Dunworthy se preguntó cómo demonios había obtenido Probabilidad esas cifras. El Libro del Día del Juicio Final no mencionaba a los ladrones, con la posible excepción de los propios agentes censales del rey, quienes a veces tomaban algo más que el censo, y los asesinos de la época seguro que no llevaban un registro de a quiénes habían robado y asesinado, marcando claramente su emplazamiento en un mapa. Las pruebas de las muertes fuera de casa eran enteramente de facto: la persona no regresaba. ¿Y cuántos cadáveres yacían en los bosques, sin ser descubiertos ni reconocidos por nadie?

– Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones posibles para proteger a Kivrin -repitió Gilchrist.

– ¿Como comprobaciones de parámetros? ¿Y tests de simetría y no tripulados?

Mary regresó.

– Aquí tiene, señor Latimer -dijo, colocando un vaso de coñac ante él. Colgó el paraguas mojado de Latimer en el respaldo del asiento y se sentó a su lado.

– Le estaba asegurando al señor Dunworthy que todos los aspectos de este lanzamiento se han estudiado exhaustivamente -dijo Gilchrist. Alzó la figurita de plástico de un rey mago con un cofre dorado-. El cofre de su equipaje es una reproducción exacta de un joyero que está en el Ashmolean -soltó al rey-. Incluso su nombre fue estudiado a conciencia. Isabel es el nombre de mujer que aparece listado con más frecuencia en los Pergaminos Jurídicos y el Regista Regum desde 1295 hasta 1320.

– En realidad es una derivación de Elizabeth -explicó Latimer, como si fuera una de sus conferencias-. Se cree que su extendido uso en Inglaterra a partir del siglo XII tiene por origen a Isabel de Angoulême, esposa del Rey Juan.

– Kivrin me dijo que le habían dado una identidad real, que Isabel de Beauvrier era una de las hijas de un noble de Yorkshire.

– Así es -confirmó Gilchrist-. Gilbert de Beauvrier tenía cuatro hijas de la edad adecuada, pero sus nombres no aparecían en los pergaminos. Era una práctica habitual. Las mujeres sólo aparecían por el apellido y el parentesco, incluso en los registros parroquiales y las tumbas.

Mary colocó una mano sobre el brazo de Dunworthy, conteniéndolo.

– ¿Por qué eligieron Yorkshire? -preguntó rápidamente-. ¿No estará un poco lejos de casa?

Está a setecientos años de casa, pensó Dunworthy, en un siglo que no valora a las mujeres lo suficiente para registrar sus nombres cuando morían.