Abrigo. Botones. El hervidor de agua de la tetera. Galip no se cansaría demasiado la mente sobre por qué se le vinieron a la cabeza aquellas palabras después del interrogatorio familiar. Celâl había escrito en un artículo, que había redactado con una furia barroca, que las zonas oscuras de las profundidades de la mente no nos pertenecían, sino que eran algo visto en los protagonistas de las pomposas películas y novelas del incomprensible Mundo Occidental. (Por aquel entonces Celâl acababa de ver De repente, el último verano, película en la que Elizabeth Taylor era incapaz de alcanzar la zona oscura de Montgomery Clift.) No obstante, cuando Galip descubriera que Celâl había formado un museo y una biblioteca particulares de su propia vida comprendería que anteriormente había escrito artículos, bajo la influencia de las traducciones resumidas de algunos libros de psicología adornados con detalles obscenos, en los que todo, incluyendo nuestras miserables vidas, lo explicaba gracias a esas incomprensibles y terribles zonas oscuras.
Galip iba a decir «En su artículo de hoy, Celâl…» para cambiar de conversación; pero, temeroso de seguir la costumbre, dijo otra cosa que se le ocurrió de repente: «¡Tía Hâle, se me ha olvidado ir a la tienda de Aladino!». En ese momento estaban esparciendo la nuez machacada en el antiguo almirez que habían traído de la confitería sobre el dulce de calabaza que la señora Esma había llevado con tanto cuidado como si transportara un niño color naranja. Un cuarto de siglo antes Galip y Rüya habían descubierto que aquel almirez sonaba como una campanilla si se le golpeaba la boca con el extremo más delgado de la maja: ¡chin-chin! «¡No nos mareéis dándole a eso como un campanero, tan-tan!» ¡Dios mío, qué difícil era aguantarse! No había «suficientes nueces para todos» y la Tía Hâle, mientras el cuenco morado pasaba de mano en mano, se las apañó magistralmente para servirse la última (no me apetece), pero luego le echó una mirada al fondo del cuenco vacío y después, de repente, comenzó a maldecir a un antiguo competidor comercial al que hacía responsable no sólo de que les faltara aquello, sino de toda su pobreza en generaclass="underline" iba a denunciarle en la comisaría. No obstante todos temían la comisaria como a un fantasma azul marino. Después de que Celâl escribiera aquel artículo en el que decía que la comisaría era la zona oscura de nuestro subconsciente, un policía de la comisaría se presentó con un escrito en el que le llamaban a declarar ante el fiscal. Sonó el teléfono y contestó el padre de Galip con su actitud más seria. Llaman de la comisaría, pensó Galip. Mientras su padre hablaba, y como dirigía la misma mirada vacía tanto a los objetos (resultaba un consuelo que el papel de las paredes fuera el mismo que el del edificio Sehrikalp: brotes verdes que caían al suelo entre hierba) como a los comensales (al Tío Melih le había dado una crisis de tos, el sordo Vasif parecía escuchar la conversación telefónica, el cabello de la madre de Galip por fin tenía el mismo color que el de la hermosa Tía Suzan a fuerza de teñirlo), Galip, escuchando como todos los demás la mitad audible del diálogo, intentaba adivinar quién hablaba en la otra mitad que no se oía.
– No está aquí, no ha venido. ¿Quién es usted? -decía su padre-. Gracias… Soy su tío. Por desgracia esta noche no nos acompaña…
«Alguien que pregunta por Rüya», pensó Galip.
– Una que preguntaba por Celâl -dijo su padre después de colgar. Estaba contento-. Una anciana, una admiradora, toda una señora, le ha gustado mucho su artículo y quería hablar con Celâl, preguntaba por su dirección y su número de teléfono.
– ¿Qué artículo? -preguntó Galip:
– ¿Sabes, Hâle? -continuó su padre-. Es muy raro. La voz de la pobre mujer se parecía mucho a la tuya.
– No hay nada más natural que el que mi voz se parezca a la de una vieja -contestó la Tía Hâle. Pero de repente estiró su cuello color pulmón como lo hace una oca-. ¡Pero mi voz no es así, de ninguna manera!
– ¿Cómo que no?
– Esa supuesta señora ya llamó esta mañana -le contestó la Tía Hâle -. Y tenía la voz, más que como la de una señora, como la de una cotilla que intenta que le salga la voz de una señora. Incluso parecía la voz de un hombre intentando imitar a la de una anciana.
Entonces Galip le preguntó a su padre: ¿Cómo había encontrado esa anciana señora este número de teléfono? ¿Se lo había preguntado Hâle?
– No -respondió la Tía Hâle -, no lo consideré necesario. Como ya no me sorprende nada de Celâl desde el día en que comenzó a publicar en su periódico nuestros trapos sucios como quien escribe un cuento de nunca acabar, pensé que quizás, quizás al final de uno de esos artículos en los que se burla de nosotros habría incluido nuestro número de teléfono para que sus curiosos lectores se divirtieran aún más. De hecho, ahora comprendo, cuando pienso en lo que sufrieron mis difuntos padres por su causa, que lo único que me sorprendería no sería que le diera nuestro número de teléfono a sus lectores para que se divirtieran, sino enterarme de la razón por la que lleva odiándonos tantos años.
– Nos odia porque se ha vuelto comunista -dijo el Tío Melih encendiendo victorioso un cigarrillo tras haber vencido a la tos-. Por aquel entonces, cuando por fin se les metió en la cabeza que no podrían engañar ni a los trabajadores ni a la nación, los comunistas quisieron engañar a los militares y llevar a cabo la revolución bolchevique a la manera de un levantamiento de jenízaros. Y él se convirtió en un instrumento de esa fantasía con sus columnas que apestan a sangre y rencor.
– No -contestó la Tía Hâle -. Tampoco es para tanto.
– Me lo ha dicho Rüya, lo sé -le replicó el Tío Melih. Lanzó una carcajada, pero no tosió-. Como le habían engañado prometiéndole que sería ministro de Exteriores o embajador en París de ese nuevo régimen jenízaro-bolchevique a la turca que se establecería después del golpe militar, comenzó a estudiar francés él solo en su casa. Y no es que al principio me desagradara aquella especie de oración a una revolución imposible porque al menos el francés le serviría para algo a ese hijo mío que de joven fue incapaz de aprender siquiera una lengua extranjera porque se pasaba el día con maleantes. Pero cuando la cosa se salió de madre le prohibí a Rüya que lo viera.
– ¡Pero si eso nunca ha pasado, Melih! -terció la Tía Suzan -. Rüya y Celâl siempre se han visto, se han buscado, se han querido no como hermanastros sino como auténticos hermanos.
– Sí que ha pasado, sí que ha pasado, pero yo intervine demasiado tarde. Como no pudo engañar a la nación y al ejército turcos, engañó a su hermana. Y así Rüya se volvió anarquista. Si Galip, hijo mío, no la hubiera sacado de entre esos intrigantes, de ese nido de ratas, Rüya no estaría ahora en su casa, en la cama. ¡Quién sabe dónde estaría!
Galip, al meditar por un momento en que todos se imaginaban a la vez a la pobre Rüya enferma yaciendo en su cama, se miraba las uñas y pensaba si el Tío Melih añadiría algo nuevo a la lista que recitaba cada dos o tres meses.
– Quizás entonces Rüya estuviera en la cárcel porque no es tan prudente como Celâl -y el Tío Melih prosiguió dejándose llevar por el entusiasmo de su lista y sin que le importaran los «Dios nos libre»-. Entonces quizá Rüya se mezclara con esos bandidos en compañía de Celâl. La pobre Rüya se mezclaría con los gángsteres de Beyoglu, los fabricantes de heroína, los chulos de cabaret, rusos blancos cocainómanos, entre toda esa panda de disolutos con la excusa de una entrevista. Nos veríamos obligados a buscar a nuestra hija entre ingleses que han llegado hasta el mismo Estambul persiguiendo sucios placeres, homosexuales interesados en historias de lucha turca y en luchadores, americanas que se apuntan a las orgías de los baños, timadores, con esas estrellas de cine nuestras que en cualquier país europeo no podrían ser, no ya artistas, sino ni siquiera putas, oficiales expulsados del ejército por desobediencia y deudas, entre cantantes hombrunas de voz rota por la sífilis, entre bellas de arrabal que se creen mujeres de la alta sociedad. Dile que tome Isteropiramicina.