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¿Improvisaba todas esas frases aquella voz, que Galip imaginaba con un cuello de camisa blanco, una ajada chaqueta y una cara pálida, con el entusiasmo de la memoria, o las estaba leyendo de algún sitio? Galip meditó un momento. Y la voz, viendo una señal en el silencio de Galip, lanzó una carcajada de victoria. Luego, con la sensación de fraternidad de compartir, como si fuera el mismo cordón umbilical, los extremos de la misma línea telefónica, que pasaba bajo quién sabe qué colinas de la ciudad, por quién sabe qué pasajes subterráneos repletos de monedas bizantinas de oro y calaveras otomanas, tensa como cuerda de tender entre postes oxidados, plátanos y castaños y trepando como hiedra negra por las paredes de viejos edificios deslucidos, le susurró algo como si le revelara un secreto: quería mucho a Celâl, lo respetaba mucho, lo conocía mucho; y a Celâl no debía quedarle la menor duda de aquello, ¿no?

– No sé -repuso Galip.

– Entonces deshagámonos de estos teléfonos negros que hay entre nosotros -dijo la voz. Porque el timbre de aquellos teléfonos, que de vez en cuando sonaba por sí solo, asustaba más que avisar; porque los auriculares del color de la pez eran pesados como pequeñas pesas de gimnasia; porque al marcar, el disco emitía unos melódicos chasquidos como los de los viejos torniquetes del muelle de los transbordadores Karakóy-Kadikoy; porque a veces establecían la comunicación no con el número que se había marcado sino con donde querían-. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Dame tu dirección y voy enseguida.

Galip dudó al principio, como el profesor indeciso ante las maravillas del estudiante maravilloso, y luego, sorprendido por las flores que cada respuesta abría en el jardín de su memoria, por la falta de límites del jardín de la memoria del otro ante cada pregunta y por la trampa en la que estaba cayendo lentamente, le preguntó:

– ¿Y las medias de nailon?

– En un artículo de 1958 escribiste que dos años antes, o sea, en la época en que te veías obligado a firmar tus columnas con desafortunados seudónimos que te inventabas, un caluroso día de verano en que te encontrabas deprimido por el trabajo y la soledad, te metiste en un cine de Beyoglu (el Rüya) para olvidar tu tristeza y escapar del calor de mediodía y cuando comenzaste a ver, ya empezada, la primera película del programa doble, te sobrecogió un sonido cercano por entre las carcajadas de los gángsteres de Chicago, turquizadas los lamentables doblajes de Beyoglu, los tableteos de las metralletas y los chasquidos de botellas y cristales rotos: cerca ti una mujer se rascaba las piernas con sus largas uñas por encima de sus medias de nailon. Cuando la primera película se acabó y se encendieron las luces, viste dos filas por delante de ti a una madre guapa y elegante y a su hijo, inteligente y bueno, que hablaban amigablemente. Contemplaste largo rato cómo se escuchaban con atención, cómo se hablaban, su amistad. En el artículo que escribirías dos años más tarde, hablarías de cómo, mientras veías la segunda película, no escuchabas el entrechocar de los sables ni las tormentas marinas que brotaban de los altavoces, sino el rumor que la mano inquieta de largas uñas producía al pasar por las piernas convertidas en cebo de los mosquitos de las noches veraniegas de Estambul y que no pensabas en las conspiraciones de los piratas de la pantalla, sino en la amistad entre madre e hijo. Como explicabas en otro artículo, doce años después de éste, el jefe del periódico te sermoneó inmediatamente después de que se publicara la columna sobre las medias de nailon: ¿no te dabas cuenta de que resaltar el aspecto sexual de una mujer casada y con hijos era un comportamiento peligroso, muy peligroso? ¿No sabías que el lector turco no lo toleraría? ¿Que si querías seguir viviendo como columnista debías tener cuidado con las mujeres casadas y con tu estilo?

– ¿El estilo? Una respuesta breve, por favor.

– El estilo era la vida para ti. El estilo era la voz para ti. El estilo eran tus ideas. El estilo era tu verdadera personalidad, la que hacías vivir en tu interior, pero no era una sola personalidad, ni dos, sino tres…

– ¿Cuáles?

– La primera, a la que llamabas mi personalidad simple, era tu voz: la voz que le revelabas a todo el mundo, la voz con la que te sentabas con los demás en las comidas famliares, con Ia que cotilleabas con los demás entre nubes de humo después de comer. A esta personalidad le debes los detalles que se refieren a tu vida cotidiana. La segunda es la persona que te hubiera gustado ser: una máscara copiada de las personas admirables que no pueden encontrar la paz en este mundo y viven en otro impregnándose de su magia. En cierta ocasión escribiste, lo leí con lágrimas en los ojos, que de no haber tenido la costumbre de hablar entre susurros con aquel «héroe» al que primero habías querido imitar y quien luego habrías querido ser, de no haber sido por tu costumbre de repetir los juegos de palabras, las adivinanzas, las burlas y los sarcasmos de ese héroe, como un viejo chocho que repite un estribillo que se le ha metido en la cabeza, no habrías podido resistir tu vida cotidiana y, como tantos infelices, te habrías retirado a un rincón a esperar la muerte. La tercera te transportaba, a mí también, por supuesto, a universos que las dos primeras, a las que llamabas «estilo objetivo y estilo subjetivo», no podían alcanzar: la personalidad oscura; ¡el estilo oscuro! Sé mejor que tú lo que escribías las noches en las que te sentías tan desgraciado que no te bastaban imitaciones ni máscaras, pero tú sabes mejor que yo lo que hacías, hermano mío. Vamos a comprendernos, vamos a descubrirnos, vamos a disfrazarnos juntos; dame tu dirección.