– ¿Dirección?
– Las ciudades se componen de direcciones, las direcciones de letras y las letras de rostros. El 12 de octubre de 1963, lunes, describías Kurtulus diciendo que era uno de tus Ancones preferidos de Estambul; su antiguo nombre era Tatavla; un barrio armenio. Lo leí con mucho agrado.
– ¿Leer?
– En cierta ocasión, si es necesario que te dé la fecha, en uno de esos inquietos días de febrero de 1962 en que te aplicabas a los preparativos del golpe militar que habría de llevar al país de la miseria, una tarde de invierno, en una de las oscuras calles de Beyoglu, viste cómo un enorme espejo de marco dorado que llevaban de uno de esos cabarets en los que trabajan danzarinas del vientre y prestidigitadores, quién sabe con qué extraño propósito, se rajó por el frío o por cualquier otra razón y que luego, ante tus propios ojos, se hizo pedazos; fue en ese preciso instante en el que comprendiste que no era una casualidad que en turco se le llame «secreto» a la sustancia química que convierte el cristal en espejo. Después de contar ese momento de inspiración en uno de tus artículos, decías lo siguiente: leer es mirar al espejo; los que conocen el «secreto» que hay detrás, pasan al otro lado y los que ignoran el secreto de las letras no encuentran en este mundo nada más que sus insulsas caras.
– ¿Cuál era ese secreto?
– Yo soy el único que lo sabe aparte de ti. Y tú sabes que no es algo que se pueda contar por teléfono. Dame tu dirección.
– ¿Cuál era ese secreto?
– ¿Acaso piensas que para hacerse con el secreto un lector debería consagrarte su vida entera? Pues bien, eso es lo que yo he hecho. Para poder imaginarme cuál era el secreto me he leído todo lo que sospechaba que era tuyo temblando de frío sentado en bibliotecas del Estado en las que no funcionaba la calefacción, con el abrigo encima, el sombrero en la cabeza y guantes de lana en las manos, todo lo que hacías en los años en los que no firmabas con tu nombre, los folletines que escribías en lugar de otros, los crucigramas, los retratos, los reportajes políticos y sentimentales. Si tenemos en cuenta que a lo largo de treinta años has escrito ocho páginas diarias de media sin falta, eso hace cien mil páginas o trescientos volúmenes de trescientas treinta y tres páginas cada uno. Sólo por eso esta nación debería erigirte una estatua.
– Y a ti también, por haberlo leído -dijo Galip.
– ¿Estatuas?
– En uno de mis viajes por Anatolia, en una pequeña ciudad cuyo nombre he olvidado, mientras esperaba en el parque de la plaza la hora de salida del autobús, un joven se sentó a mi lado y comenzamos a hablar. Primero hablamos de la estatua de Atatürk, que señalaba con el dedo la estación de autobuses como si dijera que lo único que se podía hacer con aquella triste cuidad era abandonarla. Luego, yo le encarrilé en esa dirección, hablamos de un artículo tuyo sobre las más de diez mil estatuas de Atatürk que hay en nuestro país. Habías escrito que la noche del Juicio Final, mientras rayos y relámpagos rasgaran la oscuridad del cielo y temblara la tierra, aquellas terribles estatuas de Atatürk cobrarían vida. Según lo que escribías, se moverían lentamente de sus emplazamientos, algunas en traje occidental cubiertas por excrementos de paloma, otras en uniforme de mariscal con sus medallas, otras en terroríficos caballos encabritados con enormes genitales, otras con sombreros de copa y capas fantasmales, bajarían de sus pedestales, alrededor de los cuales llevaban años dando vueltas viejos autobuses polvorientos, carros de caballos y moscas y se reunían soldados con uniformes que olían a sudor y alumnas de instituto, con vestidos que olían a naftalina, que cantaban el himno nacional y los cubrían con flores secas y coronas, y desaparecerían en la oscuridad. El joven que se sentaba a mi lado también había leído en su momento aquel artículo en el que contabas cómo nuestros pobres compatriotas, que estarían oyendo el estruendo del exterior tras las ventanas cerradas de sus casas mientras la tierra temblaba y el cielo se arrasaba, escucharían aterrorizados el sonido de botas y herraduras de bronce y mármol por las aceras de los suburbios, y le había entusiasmado de tal manera que de inmediato te escribió impaciente una carta en la que te preguntaba cuándo llegaría el Día del Juicio. Y si lo que decía era cierto, le enviaste una breve respuesta en la que le pedías una foto de carnet y, después de que te la enviara, le confesaste el secreto «de los signos que precederían a ese día». No, el secreto que le revelaste no era «el secreto», porque el muchacho, gran decepción tras años de espera, me contó aquel secreto, que debía haber sido personal, en ese parque con la fuente seca y el césped siempre claros. Le habías descrito el doble significado de ciertas pistas y le habías pedido que considerara como una señal una frase que un día encontraría en uno de tus artículos. Cuando leyera esa frase descifraría la clave de la columna y nuestro joven pasaría a la acción.
– ¿Cuál era la frase?
– «Toda mi vida estaba repleta de este tipo de malos recuerdos», ésa era la frase. No sé a ciencia cierta si se lo inventó o si realmente se lo escribiste, pero lo más curioso es que ahora, que afirmas que la memoria te flaquea o que la has perdido por completo, he leído esa misma frase, y otras muchas, en un antiguo artículo que han vuelto a publicar hace unos días. Dame tu dirección y te explicaré de inmediato lo que significa eso.
– ¿Otras frases?
– ¡Dame tu dirección! Dame tu dirección porque sé que ya no te interesan ni otras frases ni otras historias. Has perdido de tal manera la esperanza en este país que ya nada te interesa. La falta de amigos, de compañeros, la soledad, están a punto de provocar que pierdas un tornillo en ese nido de ratas en el que te escondes. Dame tu dirección y te contaré en qué rincón del mercado de libros de segunda mano podrás encontrar estudiantes de institutos de Imanes y Predicadores que se intercambian tus fotos dedicadas y árbitros de lucha a los que les gustan los jovencitos. Dame tu dirección y te me mostraré grabados de los últimos ocho sultanes otomanos haciéndoselo con las mujeres de su harén, a las que han vestido de putas occidentales y con las que se han citado en un rincón secreto de Estambul. ¿Sabías que en las sastrerías y burdeles de lujo de París le llamaban a esa enfermedad que requería tanto de ropa y de accesorios «el mal turco»? ¿Sabías que en el grabado en el que se muestra a Mahmut II fornicando disfrazado en un callejón oscuro de Estambul nuestro sultán lleva en sus piernas desnudas las botas que calzaba Napoleón en su expedición a Egipto y que su favorita Bezmiálem, la madre del heredero -abuela, por cierto, de ese príncipe cuya historia tanto te gusta y madrina de un barco otomano-, está representada llevando con todo descaro una cruz de rubíes y diamantes?
– ¿Y la cruz? -preguntó Galip con cierta alegría y sintiendo por primera vez en los seis días y siete horas desde que su mujer lo había abandonado que saboreaba la vida.
– Sé que no es una casualidad que justo debajo del artículo del 18 de enero de 1958 en el que hablabas algo pretenciosamente de la geometría egipcia primitiva, del álgebra árabe y del neoplatonismo siríaco para probar que, como forma, la cruz era lo opuesto a la media luna, su negación y su «negativo», se publicara la noticia de la boda de Edward G. Robinson, «el duro mascador de puros de la pantalla y la escena», que tanto me gustaba, con la diseñadora de modas neoyorquina Jane Adler y una fotografía en la que los recién casados aparecían bajo la sombra de una cruz. Dame tu dirección. Una semana inmediatamente después de ese artículo, escribiste otro en el que afirmabas que el hecho de que a nuestros niños se les enseñe el miedo a la cruz y el entusiasmo por la Media luna produce como resultado una represión que en sus años de madurez les impide descifrar los rostros mágicos de Hollywood y una indecisión sexual que les lleva a pensar que todas las mujeres con cara de luna son sus madres o sus tías, y para demostrar tu idea decías que si las noches de los días en que se habían enseñado las Cruzadas se hiciera un control en los dormitorios de los internados para becarios, se descubrirían cientos de estudiantes que habían mojado la cama. Esto no es nada, dame tu dirección y te llevaré todas las historias de cruces que me he encontrado en periódicos provincianos mientras rebuscaba en las bibliotecas para leer tus artículos. El correo de Erciyes, Kayseri, 1962, el condenado a la pena capital que regresó del país de la muerte cuando se partió la cuerda que le rodeaba el cuello habla sobre las cruces que se encontró en su breve viaje por el Infierno; Verde Konya, Konya, 1951, «Nuestro editor ha enviado hoy un telegrama al presidente de la República comunicándole que sería más acorde a la educación turca utilizar el signo del punto (.) en lugar de esa letra en forma de cruz». Y si me das tu dirección cuántas más podré llevarte enseguida… No digo que lo uses como material de tus artículos porque sé que odias a los columnistas que consideran la vida un material. Pero te llevaré ahora mismo el que tengo en unas cajas delante de mí; lo leeremos juntos, nos reiremos juntos, lloraremos juntos. Vamos, dame tu dirección y te llevaré una serie de artículos publicados en los periódicos de Iskenderun sobre hombres de la ciudad que sólo en los cabarets dejaban de tartamudear porque sólo a las chicas de alterne podían contarles cuánto odiaban a sus padres; dame tu dirección y te llevaré los augurios de amor y muerte del camarero que, aunque era analfabeto y no sabía hablar turco correctamente, así que no digamos ya persa, recitaba poemas desconocidos de Omar Hayyam porque eran almas gemelas; dame tu dirección; te llevaré los sueños de un periodista y editor de Bayburt que cuando comprendió que estaba perdiendo la memoria se dedicó a publicar hasta la misma noche de su muerte en la última página del periódico del que era propietario todo lo que sabía, toda su vida y sus recuerdos: sé que encontrarás tu propia historia entre las rosas marchitas, las hojas caídas y el pozo seco del amplio jardín descrito en su último sueño, hermano mío. También sé que tomas vasodilatadores para evitar que se te seque la memoria y que cada día te pasas horas tumbado con los pies en alto apoyados en la pared para conseguir un mejor riego en el cerebro sacando uno a uno los recuerdos de ese pozo ciego e ingrato. Tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza colgando, la cara congestionada, te esfuerzas en recordar: «El 16 de marzo de 1957, el 16 de marzo de 1957, mientras comía albóndigas con los compañeros del periódico en el restaurante cercano a la diputación, les hablé de las máscaras que a uno le obliga a llevar la envidia». Y esforzándote de nuevo te dices «Sí, sí, en mayo del año 1962 cuando me desperté después de una increíble sesión de calor a mediodía en una casa de una calle lateral de Kurtulug, le dije a la mujer desnuda que estaba acostada junto a mí que los grandes lunares de su piel se parecían a los de mi madrastra», pero enseguida te dejas llevar por esa duda a la que llamas «despiadada», ¿se lo dijiste a ella o a la de piel blanca de la casa de piedra en la que se oía el incesante alboroto del mercado de Besiktas por entre las ventanas que no acababan de cerrar del todo, o a la de ojos nublados que, sólo por lo mucho que te quería, se arriesgaba a regresar tarde junto a su marido y a sus hijos y salía de aquella casa de una sola habitación que daba a los árboles desnudos del parque de Cihangir e iba hasta Beyoglu para comprarte el mechero que le habías pedido insistentemente, según luego confesaste en un artículo, por puro capricho? Dame tu dirección y te llevaré Mnemonics, el último fármaco europeo que abre con toda facilidad los vasos cerebrales obstruidos por la nicotina y los malos recuerdos y en un instante devuelve a nuestra vida cotidiana el paraíso Perdido. En cuanto comiences a echarte veinte gotas de ese líquido violeta, y no dos como escribe en el prospecto, en el té de la mañana, volverán muchos recuerdos que habías olvidado para siempre y que habías olvidado haber olvidado, como si los lápices de colores, los peines y las canicas violetas de tu infancia aparecieran de repente detrás de un viejo armario. Si me das tu dirección, recordarás el artículo en el que escribías que en la cara de todos nosotros se puede ver un mapa repleto de señales que nos indican los lugares a los que no podemos renunciar de la ciudad en que vivimos y recordarás por qué escribiste. Si me das tu dirección, recordarás por qué te he obligado a publicar en tu columna la historia de Mevlâna y el concurso de pintores famosos. Si me das tu dirección, recordarás también por qué escribiste aquel incomprensible artículo en el que decías que nunca existiría una soledad sin esperanza porque, incluso en los momentos en que nos encontramos más solos, las mujeres de nuestros sueños nos acompañan y que además esas mujeres, que intuitivamente siempre notan que nos forjamos dichos sueños, nos esperan, nos buscan y, a veces, nos encuentran. Dame tu dirección, y te recordaré lo que no recuerdas. Hermano mío, estás perdiendo lentamente todo el Paraíso y el Infierno que has vivido y soñado. Dame tu dirección, que iré de inmediato y te salvaré antes de que tu memoria se hunda por completo en el pozo sin fondo del olvido. Lo sé todo de ti, he leído todo lo que has escrito: nadie sino yo podría ayudarte a recrear ese universo, y a volver a escribir esos mágicos artículos que de día planean como águilas depredadoras y de noche vagan como astutos fantasmas por todo el país. Cuando esté a tu lado comenzarás de nuevo a escribir esos prodigiosos artículos que encienden los corazones de los muchachos en los cafés de los pueblos más remotos de Anatolia, que hacen que caigan a chorros las lágrimas de maestros y estudiantes en las escuelas primarias de la laderas de las montañas, que despiertan el entusiasmo por la vida en las jóvenes madres que languidecen leyendo fotonovelas en sus casas en callejuelas de las ciudades pequeñas. Dame tu dirección: hablaremos hasta el amanecer y podrás volver a encontrar tu amor por este país y su gente así como el pasado que has perdido. Piensa en los desesperados que te escriben desde nevadas aldeas montañesas por las que el camión del correo sólo pasa una vez cada quince días, piensa en los asediados por las dudas que te escriben pidiéndote consejo antes de separarse de sus prometidas, de ir a la peregrinación, de votar en las elecciones, piensa en los estudiantes desdichados que te esperan sentados en el último banco de la clase de geografía, en los lastimosos burócratas que echan un vistazo a tu crónica mientras esperan su jubilación después de haber sido arrojados a una mesa en un rincón, en los infelices que de no ser por tus artículos no tendrían otro tema de conversación que los programas de radio que escuchan por las tardes en los cafés. Piensa en los que te leen al sol en las paradas de autobuses, en los tristes y sucios vestíbulos de los cines, en remotas estaciones de tren. Todos ellos esperan un milagro de ti, ¡todos! Estás obligado a darles el milagro que te piden. Dame tu dirección, entre dos lo haremos mejor. Escríbeles que se acerca el día de su liberación, que pronto se acabarán los días de hacer colas ante las fuentes de los barrios con los bidones de plástico en la mano esperando que brote el agua; escribe que las estudiantes de instituto que se escapan de casa podrán ser estrellas de cine en lugar de caer en los burdeles de Gálata, escribe que muy pronto, después del milagro, no habrá billetes de lotería sin premio, que los maridos borrachos ya no golpearán a sus mujeres al regresar a casa por las tardes, que después del día del milagro se añadirán vagones a los trenes de cercanías, que algún día en todas las plazas habrá bandas tocando, como en las de Europa; escribe que algún día todos serán héroes famosos y que un día, un día cer