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o una represión que en sus años de madurez les impide descifrar los rostros mágicos de Hollywood y una indecisión sexual que les lleva a pensar que todas las mujeres con cara de luna son sus madres o sus tías, y para demostrar tu idea decías que si las noches de los días en que se habían enseñado las Cruzadas se hiciera un control en los dormitorios de los internados para becarios, se descubrirían cientos de estudiantes que habían mojado la cama. Esto no es nada, dame tu dirección y te llevaré todas las historias de cruces que me he encontrado en periódicos provincianos mientras rebuscaba en las bibliotecas para leer tus artículos. El correo de Erciyes, Kayseri, 1962, el condenado a la pena capital que regresó del país de la muerte cuando se partió la cuerda que le rodeaba el cuello habla sobre las cruces que se encontró en su breve viaje por el Infierno; Verde Konya, Konya, 1951, «Nuestro editor ha enviado hoy un telegrama al presidente de la República comunicándole que sería más acorde a la educación turca utilizar el signo del punto (.) en lugar de esa letra en forma de cruz». Y si me das tu dirección cuántas más podré llevarte enseguida… No digo que lo uses como material de tus artículos porque sé que odias a los columnistas que consideran la vida un material. Pero te llevaré ahora mismo el que tengo en unas cajas delante de mí; lo leeremos juntos, nos reiremos juntos, lloraremos juntos. Vamos, dame tu dirección y te llevaré una serie de artículos publicados en los periódicos de Iskenderun sobre hombres de la ciudad que sólo en los cabarets dejaban de tartamudear porque sólo a las chicas de alterne podían contarles cuánto odiaban a sus padres; dame tu dirección y te llevaré los augurios de amor y muerte del camarero que, aunque era analfabeto y no sabía hablar turco correctamente, así que no digamos ya persa, recitaba poemas desconocidos de Omar Hayyam porque eran almas gemelas; dame tu dirección; te llevaré los sueños de un periodista y editor de Bayburt que cuando comprendió que estaba perdiendo la memoria se dedicó a publicar hasta la misma noche de su muerte en la última página del periódico del que era propietario todo lo que sabía, toda su vida y sus recuerdos: sé que encontrarás tu propia historia entre las rosas marchitas, las hojas caídas y el pozo seco del amplio jardín descrito en su último sueño, hermano mío. También sé que tomas vasodilatadores para evitar que se te seque la memoria y que cada día te pasas horas tumbado con los pies en alto apoyados en la pared para conseguir un mejor riego en el cerebro sacando uno a uno los recuerdos de ese pozo ciego e ingrato. Tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza colgando, la cara congestionada, te esfuerzas en recordar: «El 16 de marzo de 1957, el 16 de marzo de 1957, mientras comía albóndigas con los compañeros del periódico en el restaurante cercano a la diputación, les hablé de las máscaras que a uno le obliga a llevar la envidia». Y esforzándote de nuevo te dices «Sí, sí, en mayo del año 1962 cuando me desperté después de una increíble sesión de calor a mediodía en una casa de una calle lateral de Kurtulug, le dije a la mujer desnuda que estaba acostada junto a mí que los grandes lunares de su piel se parecían a los de mi madrastra», pero enseguida te dejas llevar por esa duda a la que llamas «despiadada», ¿se lo dijiste a ella o a la de piel blanca de la casa de piedra en la que se oía el incesante alboroto del mercado de Besiktas por entre las ventanas que no acababan de cerrar del todo, o a la de ojos nublados que, sólo por lo mucho que te quería, se arriesgaba a regresar tarde junto a su marido y a sus hijos y salía de aquella casa de una sola habitación que daba a los árboles desnudos del parque de Cihangir e iba hasta Beyoglu para comprarte el mechero que le habías pedido insistentemente, según luego confesaste en un artículo, por puro capricho? Dame tu dirección y te llevaré Mnemonics, el último fármaco europeo que abre con toda facilidad los vasos cerebrales obstruidos por la nicotina y los malos recuerdos y en un instante devuelve a nuestra vida cotidiana el paraíso Perdido. En cuanto comiences a echarte veinte gotas de ese líquido violeta, y no dos como escribe en el prospecto, en el té de la mañana, volverán muchos recuerdos que habías olvidado para siempre y que habías olvidado haber olvidado, como si los lápices de colores, los peines y las canicas violetas de tu infancia aparecieran de repente detrás de un viejo armario. Si me das tu dirección, recordarás el artículo en el que escribías que en la cara de todos nosotros se puede ver un mapa repleto de señales que nos indican los lugares a los que no podemos renunciar de la ciudad en que vivimos y recordarás por qué escribiste. Si me das tu dirección, recordarás por qué te he obligado a publicar en tu columna la historia de Mevlâna y el concurso de pintores famosos. Si me das tu dirección, recordarás también por qué escribiste aquel incomprensible artículo en el que decías que nunca existiría una soledad sin esperanza porque, incluso en los momentos en que nos encontramos más solos, las mujeres de nuestros sueños nos acompañan y que además esas mujeres, que intuitivamente siempre notan que nos forjamos dichos sueños, nos esperan, nos buscan y, a veces, nos encuentran. Dame tu dirección, y te recordaré lo que no recuerdas. Hermano mío, estás perdiendo lentamente todo el Paraíso y el Infierno que has vivido y soñado. Dame tu dirección, que iré de inmediato y te salvaré antes de que tu memoria se hunda por completo en el pozo sin fondo del olvido. Lo sé todo de ti, he leído todo lo que has escrito: nadie sino yo podría ayudarte a recrear ese universo, y a volver a escribir esos mágicos artículos que de día planean como águilas depredadoras y de noche vagan como astutos fantasmas por todo el país. Cuando esté a tu lado comenzarás de nuevo a escribir esos prodigiosos artículos que encienden los corazones de los muchachos en los cafés de los pueblos más remotos de Anatolia, que hacen que caigan a chorros las lágrimas de maestros y estudiantes en las escuelas primarias de la laderas de las montañas, que despiertan el entusiasmo por la vida en las jóvenes madres que languidecen leyendo fotonovelas en sus casas en callejuelas de las ciudades pequeñas. Dame tu dirección: hablaremos hasta el amanecer y podrás volver a encontrar tu amor por este país y su gente así como el pasado que has perdido. Piensa en los desesperados que te escriben desde nevadas aldeas montañesas por las que el camión del correo sólo pasa una vez cada quince días, piensa en los asediados por las dudas que te escriben pidiéndote consejo antes de separarse de sus prometidas, de ir a la peregrinación, de votar en las elecciones, piensa en los estudiantes desdichados que te esperan sentados en el último banco de la clase de geografía, en los lastimosos burócratas que echan un vistazo a tu crónica mientras esperan su jubilación después de haber sido arrojados a una mesa en un rincón, en los infelices que de no ser por tus artículos no tendrían otro tema de conversación que los programas de radio que escuchan por las tardes en los cafés. Piensa en los que te leen al sol en las paradas de autobuses, en los tristes y sucios vestíbulos de los cines, en remotas estaciones de tren. Todos ellos esperan un milagro de ti, ¡todos! Estás obligado a darles el milagro que te piden. Dame tu dirección, entre dos lo haremos mejor. Escríbeles que se acerca el día de su liberación, que pronto se acabarán los días de hacer colas ante las fuentes de los barrios con los bidones de plástico en la mano esperando que brote el agua; escribe que las estudiantes de instituto que se escapan de casa podrán ser estrellas de cine en lugar de caer en los burdeles de Gálata, escribe que muy pronto, después del milagro, no habrá billetes de lotería sin premio, que los maridos borrachos ya no golpearán a sus mujeres al regresar a casa por las tardes, que después del día del milagro se añadirán vagones a los trenes de cercanías, que algún día en todas las plazas habrá bandas tocando, como en las de Europa; escribe que algún día todos serán héroes famosos y que un día, un día cercano, todos podrán acostarse con la mujer que deseen, incluidas sus propias madres, y que además continuarán viendo -por arte de magia- a la mujer con la que se han acostado como una virgen angelical y una hermana. Escríbeles que por fin has conseguido los documentos secretos que permiten descifrar el misterio histórico que lleva siglos arrastrándonos a la miseria; escribe que hay una organización de creyentes que envuelve como una telaraña toda Anatolia dispuesta a pasar a la acción, que se ha descubierto quiénes son los maricones, los curas, los banqueros y las putas que han tramado la conspiración internacional que nos condena a esta vida miserable y los que colaboran aquí con ellos. Señálales sus enemigos para que puedan darse la tranquilidad de tener a alguien a quien culpar por sus miserias y desgracias; sugiéreles todo lo que podrían hacer para librarse de esos enemigos para que así puedan pensar, en los momentos en que se estremecen de desdicha y rabia, que algún día podrán hacer algo, algo grande; explícales bien que esos asquerosos enemigos son los responsables de todos los infortunios de sus vidas para que sientan la paz de corazón de poder echar la culpa a otros de sus propios pecados. Hermano mío, sé que eres dueño de una pluma capaz de convertir en realidad todos los sueños, las historias más extraordinarias, los milagros más increíbles. Crearás todos esos sueños con las palabras maravillosas y los recuerdos inimaginables que sacarás de ese pozo sin fondo de tu memoria. Si nuestro tendero de Kars pudo leer tenazmente las historias de las calles por las que paseabas de niño fue gracias a que podía sentir esos sueños entre líneas; devuélveselos. En tiempos escribiste artículos que provocaban escalofríos en la espalda a los desdichados ciudadanos de este país, artículos que les ponían la carne de gallina, que enturbiaban sus memorias y que les hacían saborear los buenos días por venir como si les recordaras los viejos días de fiesta con sus tiovivos y columpios. Dame tu dirección y volverás a escribirlos. ¿Qué otra cosa pueden hacer los que son como tú en este maldito país? Sé que escribes por pura desesperación, porque no puedes hacer otra cosa. ¡Ah, cuánto he pensado a! largo de los años en esos momentos tuyos de desesperado! Cómo te conmovías observando las fotografías de generales, de frutas colgadas de las paredes de las fruterías; cómo te preocupabas viendo a tus tristes hermanos de duras miradas jugando al sesenta y seis con cartas pastosas por la humedad en sucios cafés de los barrios bajos. Y cuando yo veía en la ciega oscuridad de la madrugada a la madre con su hijo que se encaminaba a la cola de la Institución Estatal de Carne y Pescado para que la compra le resultara barata, o cuando en mis viajes por mi tren pasaba por las mañanas junto a los pequeños palacios donde se levantaban los mercados para los obreros, o cuando los domingos por la tarde me llamaban la atención los padres sentados con su mujer y sus hijos en parques llenos de barro, sin árboles ni césped, fumando mientras esperaban que se terminara aquel rato de aburrimiento infinito, pensaba en qué pensarías tú sobre todo eso. Si hubieras visto todas esas escenas, sé que cuando hubieras vuelto por la tarde a tu pequeña habitación, cuando te hubieras sentado a tu vieja mesa de trabajo, tan adecuada para este triste y olvidado país, habrías escrito sus historias en papeles blancos en los que se correría la tinta. Imaginaba cómo inclinarías la cabeza, sobre el papel, cómo a medianoche te levantarías de la mesa desesperado y triste, abrirías la nevera y, como escribiste en una ocasión, mirarías ensimismado al interior del abierto frigorífico sin decidirte por nada, sin ver nada, sin tomar nada, imaginaba cómo luego pasearías absorto, como un sonámbulo, por las habitaciones de la casa y alrededor de la mesa. Ah, hermano mío, estabas solo, triste y amargado. ¡Cuánto te quería! Durante años, leyendo tus artículos, he pensado en ti, siempre en ti. Por favor, dame tu dirección, por lo menos respóndeme. Te contaré cómo vi letras parecidas a enormes arañas muertas pegadas en las caras de unos cadetes de la Academia que me encontré en el transbordador a Yalova y cómo aquellos robustos cadetes se dejaron arrastrar por una hermosa e infantil inquietud cuando me quedé solo con ellos en el sucio retrete del barco. Te hablaré del vendedor de lotería ciego que siempre llevaba en el bolsillo unas cartas tuyas y de cómo, después de la copa de raki, hacía que los clientes las leyeran en las mesas de la taberna, cómo en cada ocasión señalaba orgulloso a sus contertulios el misterio que le habías desvelado entre líneas y cómo obligaba a su hijo a leerle el