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Milliyet cada mañana para encontrar la frase que había de completar el misterio. Los sobres tenían el sello de la oficina de correos de Tesvikiye. ¿Me estás escuchando? Respóndeme por lo menos, dime que estás ¡Dios mío! Te oigo respirar, oigo tu respiración. Escucha, voy a decirte unas frases que he preparado con sumo cuidado, escúchalas con atención. Cuando explicaste por qué las delgadas chimeneas de los antiguos transbordadores del Bósforo, que esparcían un humo triste, te parecían tan delicadas y frágiles, yo te comprendí. Cuando escribiste que en las bodas campesinas en las que las mujeres bailan con las mujeres y los hombres con los hombres sentías de repente que no podías respirar, yo te comprendí. Cuando escribiste que la opresión que te envolvía el alma mientras paseabas entre las casas de madera medio hundidas de los barrios periféricos, casi integradas con los cementerios, se convertía en lágrimas cuando regresabas a tu habitación a medianoche, yo te comprendí. Y cuando escribiste cómo se te llevaban los demonios con el silencio que se producía en el salón rebosante de hombres cuando en cierto momento de las películas de romanos, de Hércules o Sansón, que se proyectaban en aquellos viejos cines a cuyas puertas los niños vendían tebeos de segunda mano de Texas y Tom Mix, aparecían en la pantalla la cara triste y las largas y delgadas piernas de una artista americana de tercera categoría en el papel de hermosa esclava y cómo en ese instante querías morirte, yo te comprendí. ¿Qué te parece? ¿Me comprendes tú a mí? ¡Respóndeme, sinvergüenza! ¡Yo soy ese lector increíble que haría feliz a cualquier autor si se lo pudiera encontrar siquiera una vez en la vida! Dame tu dirección y te llevaré fotografías de alumnas de instituto que te adoran. Ciento veintisiete. Algunas con sus direcciones, otras con las frases de admiración por ti escritas en sus cuadernos de apuntes. Treinta y tres con gafas, once llevan alambres de ortodoncia, si tienen los cuellos largos como los de los cisnes, veinticuatro llevan cola de caballo, como a ti te gusta. Todas te quieren, te adoran. Te lo juro. Dame tu dirección y te llevaré una lista de mujeres convencidas de todo corazón de que cuando en un artículo que escribiste en un estilo coloquial a principios de Ios sesenta en el que decías: «¿Escucharon anoche la radio? Yo, mientras escuchaba "Amantes y amados", sólo pensaba en una cosa», esa cosa a la que te referías era cada una de ellas. ¿Sabías que tienes tantos admiradores en los ambientes de la alta sociedad como en los pueblos, en las casas de los funcionarios, entre las mujeres de los oficiales del ejército y entre los apasionados y excitables estudiantes? Si me das tu dirección te llevaré fotografías de mujeres disfrazadas que se visten así no sólo para esos deprimentes bailes de la alta sociedad sino también en su vida privada. Una vez, con toda la razón, escribiste que aquí no existe la vida privada, que no podemos ni siquiera concebir el significado de esa expresión, «vida privada», que a veces nos encontramos en las noticias del corazón y que hemos copiado de las novelas traducidas y las revistas extranjeras, pero cuando veas esas fotos de mujeres con botas de tacón alto y máscaras demoníacas… Ah, vamos, dame tu dirección, te lo ruego. Te llevaré enseguida mi increíble colección de caras de ciudadanos que he ido reuniendo a lo largo de veinte años: entre ellas hay fotografías de amantes celosos que se han arrojado mutuamente vitriolo a la cara tomadas inmediatamente después del hecho, fotografías con barba y sin ella de estupefactos reaccionarios sorprendidos mientras celebraban ceremonias secretas con las caras pintadas con letras árabes, fotografías de rebeldes kurdos cuyas caras han sido despojadas de letras al ser quemadas con napalm y de la ejecución de violadores discretamente colgados en ciudades del campo, fotografías que pude conseguir de sus expedientes pagando sustanciosos sobornos. Al contrario de lo que ocurre en las caricaturas, no sacan la lengua cuando la cuerda grasienta les parte el cuello. Simplemente, las letras de sus rostros se leen de forma más clara. Ahora sé qué secreto deseo expresabas cuando en uno de tus viejos artículos decías que preferías las ejecuciones y los verdugos de antes. Y sé, tanto como sé lo mucho que te encantan los mensajes cifrados, los juegos de palabras y las escrituras secretas, qué disfraces usas para mezclarte entre nosotros a medianoche con la intención de recrear el secreto perdido y también las jugarretas a que sometes al abogado marido de tu hermanastra para poder encontrarte con ella y reíros de todo hasta el amanecer, para poder contaros las más simples historias, las menos adulteradas, las que nos hacen ser nosotros mismos. Y cuánta razón tenías al decirles a las airadas lectoras que respondían a tus artículos en los que te burlabas de los abogados que en realidad no te referías a ellas. Dame ya tu dirección. Sé perfectamente lo que indican los perros, los cráneos, los caballos y las brujas que mariposean en tus sueños; y qué fotografías de ésas, de jovencitas, pistolas, calaveras, futbolistas, banderas y flores que tanto les gusta a los taxistas pegar en los espejos retrovisores, te impulsaron a escribir qué historias de amor. También sé parte de las frases clave que les sueltas a tus lastimeros admiradores para librarte de ellos, y por qué nunca te separas de los cuadernos en los que has escrito dichas frases ni de los ropajes históricos que usas para disfrazarte…