32. No soy un enfermo mental, sólo un lector fiel
«He hecho de tu persona un espejo de la mía.» La oportunidad de la salvación,
SÜLEYMAN QELEBI
Galip se despertó el jueves poco antes del amanecer del sueño en el que se había sumergido el miércoles por la noche tras dos días de insomnio, pero tampoco podía llamársele del todo a eso despertar. Tal y como recordaría mucho más tarde, en los días en que tratara de explicarse de nuevo todo lo que había sucedido y lo que le había pasado por la cabeza, en el periodo entre las cuatro de la madrugada, en que se levantó de la cama, y las siete, cuando volvió a acostarse después de escuchar la llamada a la oración de la mañana, permaneció en «las maravillas del país legendario entre el sueño y la vigilia» de las que tanto hablaba Celâl en sus artículos.
Como la mayoría de esos desdichados exhaustos que se despiertan en una cama que no es la suya a mitad de un profundo sueño después de un largo periodo de insomnio y fatiga, Galip tuvo dificultad en recordar qué lugar era aquél en el que se encontraban la cama en la que había dormido, la habitación y la casa y cómo había llegado allí, pero no tuvo que esforzarse demasiado para salir de aquella fascinante estupefacción de su memoria.
Así pues, sin sorprenderse lo más mínimo al ver la caja donde Celâl guardaba todos los útiles para disfrazarse junto a la mesa de trabajo, allí donde la había dejado antes de acostarse, Galip comenzó a sacar los conocidos objetos de su interior uno a uno: un bombín, turbantes de sultán, caftanes, bastones, botas, camisas de seda manchadas, barbas postizas de todos los tamaños y colores, pelucas, relojes de bolsillo, monturas de gafas sin cristales, feces y gorros, fajines de seda, dagas, insignias de jenízaro, pulseras y un montón de objetos que se podían encontrar en la tienda de Beyoglu del famoso Erol Bey, que proveía de ropajes y utensilios a los cineastas turcos que realizaba películas históricas. Luego intentó imaginarse, como si se acordara de un recuerdo que había sido arrojado a un remoto rincón de su memoria, los paseos nocturnos de Celâl vistiendo aquellas ropas. Pero, al igual que los tejados azulados, las modestas calles y los fantasmagóricos personajes del sueño que acababa de tener y que aún se agitaban en su mente, aquellas escenas de disfraces le parecieron a Galip una de las leyendas «del país entre el sueño y la vigilia»; maravillas ni misteriosas, ni reales, ni comprensibles, ni del todo incomprensibles. En su sueño buscaba una dirección en un barrio que se encontraba en Damasco, en Estambul y en las laderas de la fortaleza de Kars, y encontraba lo que buscaba sin la menor dificultad, como si fueran las palabras más fáciles del crucigrama del dominical de un periódico.
Como aquel sueño todavía le rondaba por la cabeza, cuando Galip vio sobre la mesa una agenda llena de direcciones lo envolvió una sensación de casualidad y se alegró como si hubiera encontrado una señal dejada por una mano hábil y oculta o la huella de un dios travieso que jugara al escondite como un niño. Contento de vivir en este mundo, sonriendo, leyó las direcciones de la agenda y las frases que había junto a ellas. Quién sabe cuántos entusiastas y admiradores de Celâl por los cuatro costados de Anatolia y Estambul esperaban encontrarse un día con alguna de aquellas frases en uno de sus artículos; quizá algunos ya las hubieran encontrado incluso. Galip intentó recordar entre la bruma del sueño y de los sueños: ¿había visto antes por casualidad esas frases en los escritos de Celâl? ¿Las había leído años atrás? Aunque algunas no recordara haberlas leído nunca, sabía que las había oído cientos de veces por boca del mismo Celâl, frases como: «Lo que convierte en maravilloso a lo maravilloso es el hecho de que sea vulgar y lo que convierte en vulgar a lo vulgar es el hecho de que sea maravilloso».
Incluso aunque no acertara a recordar si se las había leído o escuchado a Celâl, se acordaba de que ciertas frases le habían llamado la atención en otro sitio: como el siguiente verso, escrito por el jeque Galip hacía dos siglos y que aparecía en su descripción de los años escolares de dos niños, Hüsn y Ask:
El secreto es el rey, cuídale.
Otras no recordaba habérselas leído ni escuchado a Celâl ni en ninguna otra parte, pero las sentía tan próximas como si las hubiera leído tanto en sus artículos como en otro lugar. Como la frase siguiente, que debía ser la señal para un tal Fahrettin Dalkiran, que vivía en Serencebey, en Besiktas: «Ya que era un hombre del suficiente sentido común como para imaginar que su desaparecida hermana melliza, con la que llevaba años esperando impaciente volverse a encontrar, sólo se le aparecería como aviso de la muerte en ese día de libertad y apocalipsis en el que tantos sueñan que podrán maltratar a sus maestros hasta dejarlos bañados en sangre o algo mucho más simple como matar tranquilamente a sus padres, este caballero se había retirado del mundo hacía mucho y no asomaba la cabeza fuera de su casa, cuya localización nadie sabía». ¿Quién era el tal caballero?
Cuando estaba a punto de clarear, Galip, siguiendo un impulso, conectó de nuevo el teléfono, se lavó, se llenó el estómago con lo que pudo encontrar en la nevera y, poco después de la llamada a la oración de la mañana, volvió a acostarse en la cama de Celâl. Poco antes de dormirse, en el país entre el sueño y la vigilia, en una región mucho más próxima al sueño que a la imaginación consciente, Rüya y él, niños, salían a un paseo en barca por el Bósforo. En la barca no había ni tías, ni padres, ni barquero: estar completamente a solas con Rüya le producía a Galip cierta inseguridad.
Al despertase, el teléfono estaba sonando. Mientras llegaba al aparato Galip decidió que la persona que llamaba no sería Rüya, sino la voz de siempre. Vaciló al oír una voz de mujer.
– ¿Celâl? ¿Celâl, eres tú?
Era la voz de una mujer no demasiado joven y absolutamente desconocida.
– Sí.
– Cariño, cariño, ¿dónde estás? ¿Dónde estabas? Hace días que te busco, que te estoy buscando. ¡Ah!
La última sílaba fue alargándose hasta convertirse en un gimoteo y por fin en llanto.
– No reconozco su voz -dijo Galip.