– ¿Qué? -preguntó Galip.
– Es el mejor antibiótico contra la gripe. Con Bekozime Forte. Una cada seis horas. ¿Qué hora es? ¿Estará despierta?
La Tía Suzan dijo que probablemente en ese momento Rüya estaría durmiendo. Galip pensó en lo que todos estaban pensando a la vez, en Rüya durmiendo en su cama.
– ¡No! -gritó la señora Esma mientras recogía cuidadosamente el desdichado mantel que todos, como herencia de una mala costumbre del Abuelo y a pesar de la Abuela, usaban, no sólo como mantel sino también como si fuera una servilleta manchada, limpiándose los labios con sus bordes después de comer-. No, no permito que en esta casa se hable mal de mi Celâl. Celâl se ha convertido en un gran hombre.
Según el Tío Melih, su hijo de cincuenta y cinco años no llamaba nunca a su padre de setenta y cinco precisamente porque eso pensaba, no le decía a nadie en qué piso de qué edificio de Estambul estaba, y para que, no ya su padre, sino nadie de la familia -incluida la Tía Hâle, que siempre era la primera en perdonarle- pudiera localizarle, desconectaba los teléfonos, cuyos números ocultaba a casi todo el mundo. Galip se aterrorizó pensando que en los ojos del Tío Melih aparecerían algunas lágrimas falsas, no por pena, sino por costumbre. Pero no le ocurrió aquello, sino otra cosa que también temía: el Tío Melih, de nuevo como resultado de una vieja costumbre e ignorando la diferencia de veintidós años, repitió otra vez que siempre le hubiera gustado tener un hijo no como Celâl sino como Galip; alguien como Galip, con la cabeza sobre los hombros, maduro, tranquilo…
Veintidós años antes (o sea, que Celâl tenía entonces su edad), en los años en que su cuerpo crecía a una velocidad vergonzosa y en que sus manos y brazos cometían torpezas aún más vergonzosas, la primera vez que Galip oyó aquella frase y se imaginó que podría ser cierta, creyó que podría librarse de aquellas cenas incoloras e insípidas que tomaba con Mamá y Papá en las que cada cual fijaba la mirada en un punto del infinito fuera de las paredes que rodeaban la mesa con sus ángulos rectos (Mamá: Han quedado verduras en aceite de mediodía, ¿te pongo? Galip: Humm, no quiero. Mamá: ¿Y tú? Papá: ¿Y yo qué?) y que cada noche podría sentarse a la mesa con la Tía Suzan, el Tío Melih y Rüya. Luego hubo otras cosas que se le venían a la cabeza y le mareaban: que al ir al piso de arriba para jugar con Rüya los domingos por la mañana (al Pasaje Secreto o al No Te Veo), la hermosa Tía Suzan, a la que había visto aunque sólo fuera de vez en cuando con su camisón azul, se convertía en su madre (mucho mejor); el Tío Melih, cuyas historias de abogados y de África le encantaban, se convertía en su padre (mucho mejor); y Rüya en su hermana melliza, ya que tenían la misma edad (aquí su mente se detenía indecisa examinando las terribles consecuencias).
Mientras se recogía la mesa Galip mencionó que los de la BBC buscaban a Celâl pero no lograban encontrarlo, pero al contrario de lo que esperaba aquello no avivó los comentarios sobre el hecho de que Celâl ocultaba a todo el mundo sus direcciones y números de teléfono ni de que corrían todo tipo de rumores sobre que los números podían proporcionar el lugar de los pisos que tenía diseminados por Estambul y la manera de encontrarlo. Alguien dijo que nevaba: así que se levantaron de la mesa y, antes de hundirse en los sillones de siempre, entreabrieron las cortinas con el dorso de la mano y miraron a través de la fría oscuridad el callejón en el que suavemente cuajaba la nieve. Nieve silenciosa, limpia (¡la repetición de una escena que había usado Celâl, «las antiguas noches de Ramadán», más que para compartir la nostalgia de sus lectores para burlarse de ellos!). Galip fue tras Vasif, que se retiraba a su habitación.
Vasif se sentó en el borde de la enorme cama, frente a Galip. Vasif se pasó la mano por el blanco pelo llevándosela hasta el hombro: ¿Y Rüya? Galip se golpeó el pecho con el puño e hizo como si se ahogara tosiendo: ¡Enferma con tos! Luego inclinó la cabeza y la apoyó sobre la almohada que había formado uniendo las manos: Está acostada. Vasif sacó de debajo de la cama una gran caja de cartón: una selección de los recortes de periódicos y revistas que había reunido a lo largo de cincuenta años, quizá los mejores. Galip se sentó a su lado. Miraron las fotografías que sacaban al azar de la caja como si al otro lado de Vasif se sentara también Rüya, como si se rieran juntos con lo que Vasif les enseñaba: la sonrisa jabonosa de un famoso futbolista que veinte años antes se había llenado la cara de espuma para un anuncio de crema de afeitar y que después había muerto de un derrame cerebral al golpear con la cabeza el balón lanzado desde un córner; el cadáver de Qasim, el líder iraquí, reposando en su ensangrentado uniforme después del golpe militar; un dibujo que representaba el famoso «Crimen de la plaza de Sisli» («Veinte años después, al jubilarse, el celoso coronel comprendería que le habían engañado y dispararía al periodista seductor y a su joven esposa mientras estaban en un coche tras seguirles la pista durante días», decía Rüya imitando la voz del teatro radiado); el presidente Menderes perdonando a un camello que iban a sacrificar en su honor mientras detrás de él el reportero Celâl, como el camello, mira hacia otro lugar. Galip estaba a punto de levantarse para regresar a casa cuando le llamaron la atención dos artículos antiguos de Celâl que Vasif había sacado de la caja de manera automática: «La tienda de Aladino» y «El verdugo y el rostro que lloraba». ¡Algo para leer la noche en vela que se le avecinaba! No tuvo necesidad de hacer demasiada mímica para que Vasif se los prestara. Comprendieron que no se tomara el café que había servido la señora Esma. Así que el gesto de «mi mujer está enferma en casa» se le había grabado bien en el rostro. Estaba en el umbral de la puerta abierta. Incluso el Tío Melih dijo: «Sí, que se vaya. ¡Que se vaya!». La Tía Hâle se inclinó hacia su gato Carbón, que volvía de la calle nevada; desde el interior volvieron a gritarle: «Dile que se mejore, dile que se mejore, saluda a Rüya de nuestra parte, ¡saluda a Rüya de nuestra parte!».
En el camino de vuelta Galip se encontró con el sastre de las gafas, que estaba bajando las rejas de su establecimiento. Se saludaron a la luz de las farolas de cuyos lados colgaban pequeños carámbanos y caminaron juntos. «Se me ha hecho tarde -le dijo el sastre quizá para romper el excesivo silencio de la nieve-, mi mujer me espera en casa». «Hace frío», le dijo Galip a su vez. Caminaron juntos escuchando la nieve que se aplastaba bajo sus pies hasta que se vio la casa en la esquina de la calle y la apagada luz de la lámpara de la mesilla de noche del dormitorio situado en el rincón superior del edificio. A veces caía la nieve, a veces la oscuridad.
Las luces del salón estaban apagadas, tal y como Galip las había dejado al salir de casa, y las del pasillo encendidas. En cuanto entró en la casa, Galip puso agua al fuego para prepararse té, se quitó el abrigo y la chaqueta y los colgó, entró en el dormitorio y se cambió los empapados calcetines a la apagada luz de la lamparilla. Luego se sentó a la mesa del comedor y leyó de nuevo la carta que Rüya le había dejado al abandonarlo. La carta, escrita con el bolígrafo verde, era más breve de lo que recordaba: diecinueve palabras.