– Su voz -replicó la mujer remedando a Galip-, Su voz. Me dice a mí su voz. Me he convertido en su voz -tras un momento de silencio, desveló el misterio como un jugador que confía en sus cartas y con un aire medio de compartir un secreto y medio de orgullo-. Soy Emine.
El nombre no le dijo nada a Galip.
– Ya.
– ¿Ya? ¿No tienes nada más que decirme?
– Después de tantos años… -susurró Galip.
– Cariño, después de tantos años, después de tantos años, por fin. ¿Sabes cómo me sentí mientras leía tu artículo en el periódico al ver que me llamabas? Llevo veinte años esperando este día. ¿Sabes cómo me sentí al leer esa frase que llevaba veinte años esperando? Quise gritárselo al mundo entero, quise proclamárselo al mundo entero. Casi me vuelvo loca, apenas podía contenerme, lloré. Ya sabes que obligaron a Mehmet a jubilarse por andar mezclado con la revolución. Pero todas las mañanas sale a la calle, continuamente tiene algo que hacer. En cuanto salió me lancé fuera de casa. Fui corriendo a Kurtulus, a nuestra calle, pero no había nada, no había nada. Todo ha cambiado, todo lo han derribado, nada está donde estaba. Nuestra casa ya no existía. Comencé a llorar en mitad de la calle. Les di pena y me ofrecieron un vaso de agua. Volví a casa de inmediato, preparé la maleta y me escapé antes de que Mehmet regresara. Cariño, Celâl mío, dime cómo puedo encontrarte. Llevo siete días en la calle, alojándome en habitaciones de hotel y en casa de parientes lejanos donde estoy como una refugiada sin poder ocultarles mi vergüenza. Cuántas veces no habré llamado al periódico y siempre me han contestado que no sabían. Llamé a tu familia y ellos me dijeron lo mismo. Llamé a este teléfono pero no contestó nadie. Sólo me he llevado unas cuantas cosillas y no quiero llevarme nada más. Mehmet me está buscando enloquecido. Le dejé una breve carta en la que no le explicaba nada. No sabe por qué he abandonado la casa. Nadie lo sabe, no se lo he dicho a nadie; no le revelé a nadie el único motivo de orgullo de mi vida, mi amor, nuestro amor, cariño mío. ¿Y ahora qué? Tengo miedo. ¡Ahora estoy sola! Ya no tengo ninguna responsabilidad. Ya no te sentirás desdichado porque tu gorda conejita tiene que irse para llegar a la cena, para volver a su casa, junto a su marido. Mis hijos han crecido, uno está en Alemania y el otro en el servicio militar. Te entregaré toda mi vida, todo mi tiempo, todo lo que tengo. Te plancharé, ordenaré tu mesa de trabajo y tus artículos, ¡ah, tus artículos! Te cambiaré las fundas de las almohadas; no te he visto en ningún otro sitio que no fuera ese lugar donde nos citábamos, sin muebles ni armarios; siento tanta curiosidad por tu casa, por tus muebles, por tus libros. ¿Dónde estás, cariño? ¿Cómo puedo encontrarte? ¿Por qué no escribiste cifrada tu dirección en el artículo? Dame tu dirección. Tú también lo has pensado, tú también llevas años pensándolo, ¿verdad? Estaríamos solos de nuevo en esa casa de piedra de una sola habitación, una tarde, mientras el sol da en nuestras caras a través de las hojas del tilo, en nuestros vasos de té, en nuestras manos, que tan bien se conocen. Pero, Celâl, esa casa ya no existe, la han derribado, ha desaparecido, ya no está, ni aquellos armenios, ni aquellas viejas tiendas. ¿No lo sabías? ¿Querías que fuera allí? ¿Que fuera allí y llorara? ¿Por qué no pusiste eso en tu artículo? Tú, que todo puedes escribirlo, podías haber escrito también eso. Habla conmigo ¡háblame después de veinte años! ¿Te siguen sudando las manos cuando sientes vergüenza? ¿Sigue apareciendo en tu cara esa expresión infantil cuando duermes? Dime… Llámame «cariño mío»… ¿Cómo puedo verte?
– Señora -dijo Galip cuidadosamente-, señora, lo he olvidado todo. Debe haber algún error, hace días que no entrego ningún artículo al periódico. Y ellos están imprimiendo de nuevo artículos míos de hace treinta años. ¿Lo entiende?
– No.
– Yo no quise enviar a nadie ninguna frase, ninguna señal ni nada que se le parezca. Ya no escribo. Y los del periódico están publicando artículos antiguos. Eso quiere decir que esa frase estaba en un artículo mío de hace treinta años.
– ¡Mentira! -gritó la mujer- ¡Mentira! Me quieres. Me has querido mucho. En tus artículos siempre has hablado de mí. Cuando describías los más preciosos rincones de Estambul, describías también la calle de la casa en la que hacíamos el amor, nuestro Kurtulus, nuestro rinconcito, no una casa de citas cualquiera. Los tilos que veías en el jardín eran los nuestros. Cuando mencionabas la belleza de la cara de luna del enamorado de Mevlâna no estabas haciendo literatura, hablabas de tu amante de cara de luna: de mí… Mencionaste también mis labios de fresa, y mis cejas de media luna, fui yo quien te inspiró todo eso. Cuando los americanos fueron a la luna y tú escribiste sobre las manchas de su superficie yo sabía que era a los lunares de mis mejillas a los que te referías. Querido, que no se te ocurra volver a negarlo. «La terrible infinitud sin fondo de los pozos oscuros» eran mis ojos negros, muchas gracias, lloré con eso. Y cuando dijiste «¡Volví a aquella casa, te referías, por supuesto, a nuestra casa de dos pisos pero, para que nadie comprendiera nuestro amor oculto y prohibido, te viste obligado a describirla como un edificio de seis plantas con ascensor en Nisantasi; lo sé. Porque nosotros nos encontramos allí, en Kurtulus, en esa casa, hace dieciocho años. Cinco veces exactamente. Por favor, no lo niegues, sé que me quieres.
– Señora, como usted misma dice, todo ocurrió hace mucho tiempo -dijo Galip-. Ya no me acuerdo de nada, todo lo estoy olvidando.
– Cariño, Celâl, Celâl mío, no puedes ser tú. No puedo creérmelo. ¿Hay alguien allí que te retenga a la fuerza, que te esté obligando a hablar? ¿Estás solo? Dime una única verdad, dime que llevas años queriéndome y eso me bastará. He esperado dieciocho años y puedo esperar otros tantos. Dime una vez, una sola vez, que me quieres. Bueno, por lo menos dime que entonces me querías, dime «entonces te quise» y colgaré el teléfono para siempre.
– Te quise.
– Dime cariño mío.
– Cariño mío.
– ¡Ah, no! Así, no. ¡Dímelo con sinceridad!
– ¡Señora, por favor! Lo pasado, pasado. Yo ya estoy viejo y probablemente usted no sea ya joven. No soy el hombre de sus sueños. Se lo ruego, olvidemos cuanto antes este error de imprenta, esta desagradable broma que nos ha gastado un descuido.
– ¡Dios mío! ¿Y qué va a ser de mí?
– Volverá a su casa, con su marido. Si la ama, la perdonará. Se inventará usted cualquier historia y, si la ama, se la creerá de inmediato. Vuelva a su casa cuanto antes, sin herir a su fiel marido, a ese marido que tanto la quiere.
– Quiero verte una vez más después de dieciocho años.
– Yo no soy el hombre de hace dieciocho años, señora.
– Sí, sí lo eres. He leído tus artículos. Lo sé todo de ti. Cuánto, cuánto he pensado en ti. Dime: el día de la liberación no está lejos, ¿no? ¿Quién es ese salvador? Yo también lo espero. «Él» eres tú. Lo sé. Y lo sabe mucha gente más. Todo el misterio está en ti. No llegarás en un caballo blanco, sino en un Cadillac blanco. Todo el mundo sueña con eso. Celâl mío, cuánto te he querido. Déjame que te vea una vez, aunque sea de lejos. Déjame que te vea de lejos en un parque, en el parque de Macka, aunque sólo sea una vez. Ven a las cinco al parque de Macka.
– Señora, lamentándolo mucho, voy a colgar. Antes voy a pedirle algo como hombre anciano retirado del mundo que soy y acogiéndome a ese amor suyo del que nunca he sido digno. Por favor, dígame, ¿dónde ha encontrado mi número de teléfono? ¿Tiene usted alguna de mis direcciones? Es muy importante para mí saberlo.
– Si te respondo, ¿me permitirás que te vea aunque sólo sea una vez?
Hubo un silencio. -Sí -contestó Galip. Se produjo un nuevo silencio.
– Pero antes dame tu dirección -le replicó astutamente la mujer-. Lo cierto es que después de tantos años ya no confío en ti.