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Galip reflexionó. Al otro lado de la línea del teléfono se oía la respiración nerviosa de una mujer -incluso de dos mujeres, pensó-, como la de una cansada locomotora de vapor, y de más atrás le llegaba apenas perceptible la música de la radio; una música que en los programas radiofónicos se anunciaba como «música popular turca» y que a Galip le recordaba, más que al amor, a los abandonos y al dolor de los que hablaba, a los últimos años y a los últimos cigarrillos del Abuelo y la Abuela. Galip intentó imaginarse una habitación con una enorme y vieja radio en un alejado rincón y a una mujer con los ojos llenos de lágrimas y el aliento entrecortado sentada en un ajado sillón, con el teléfono en la mano, en el otro extremo de dicha habitación, pero lo que apareció ante sus ojos fue la habitación de dos pisos más abajo donde tiempo atrás los abuelos se sentaban y fumaban: allí jugaba con Rüya a «No te veo».

– Las direcciones… -comenzó a decir Galip tras un momento de silencio cuando la mujer gritó con todas sus fuerzas:

– ¡No, no, no lo digas! ¡Él también está escuchando! Él también está aquí. Me está obligando a hablar. Celâl, cariño, no digas tu dirección, te encontrará y te matará. ¡Ay! ¡Oh! ¡Ay!

A través del auricular, que se había acercado bastante al oído al escuchar aquellos últimos gemidos, Galip oyó extraños y terribles ruidos metálicos y crujidos incomprensibles; imaginó una escena de forcejeos. En eso se oyó un enorme estampido. O alguien había disparado o el auricular que se disputaban se había caído al suelo. Inmediatamente después se inició un silencio, pero no era un silencio absoluto; Galip aún podía escuchar los «seductor, seductor, seductor» de la canción de Behiye Aksoy que sonaba en la radio a lo lejos y los sollozos de la mujer, que lloraba en un rincón tan alejado como el de la radio. Ahora se oía de cerca la respiración de quienquiera que se hubiera apoderado del auricular, pero ese alguien no decía una palabra. Aquella armonía sonora duró largo rato. En la radio comenzó una nueva canción, la respiración y los gemidos regulares de la mujer no cambiaron en absoluto.

– ¡Oiga! -dijo Galip ya bastante nervioso-. ¡Oiga! ¡Oiga!

– Soy yo, yo -le respondió por fin una voz de hombre; era la voz que llevaba días escuchando, la voz de siempre. Habló con una madurez y con una sangre fría que casi tranquilizaron a Galip, como si quisiera poner punto final a un asunto desagradable-. Emine me lo confesó todo ayer. La encontré y me la traje a casa. Celâl Efendi, me das asco. ¡Voy a darte lo que te mereces! -y añadió con una voz neutra, como un árbitro que anuncia el desagradable final, que no satisface a nadie, de un partido largo, demasiado largo-. ¡Te mataré!

Hubo un silencio.

– Si me escucharas… -dijo Galip con el automatismo de un profesional-. El artículo se publicó por error, era un artículo antiguo.

– Olvídate de eso, olvídalo -respondió Mehmet. ¿Cómo se llamaba de apellido?-. Ya te he oído hace un momento y tengo muy vistos esos cuentos. Ésa no es la razón por la que voy a matarte aunque también te merezcas la muerte por eso. ¿Sabes por qué voy a hacerlo? -pero no lo preguntaba para conseguir una respuesta de Celâl (o de Galip), la respuesta debía tenerla preparada hacía mucho tiempo. Galip le escuchó por pura costumbre-. No porque traicionaras el movimiento de los militares que iban a hacer algo de este país de vagos, ni porque te burlaras de esos audaces oficiales que se dedicaron a esa labor patriótica que ha sido ridiculizada por tu culpa y de todos esos hombres valientes que han sufrido lo indecible, ni porque sentado en tu sillón te sumergieras en sueños vergonzosos y retorcidos mientras ellos se jugaban la cabeza en esa aventura que tú provocaste con tus escritos y te ofrecían con admiración y respeto sus casas y los planes del golpe de Estado, ni siquiera porque llevaras a cabo tus retorcidos sueños entrando en las casas de esos modestos patriotas cuya confianza te habías ganado, seré breve, ni siquiera porque engañaste a mi pobre mujer, que se encontraba deprimida en aquellos días en que a todos nos arrastraba el entusiasmo revolucionario, no, te mataré porque nos engañaste a todos nosotros, a todo el país, porque disfrazando tus vergonzosos sueños, tus absurdas ilusiones y tus insolentes mentiras, tus graciosas bufonadas, de conmovedoras finezas y de discursos razonables, conseguiste que todo el país, empezando por mí, se las tragara durante años y años. Ya se me han abierto los ojos. Y ya es hora de que se les abran a los demás. ¿Te acuerdas de ese tendero cuya historia escuchaste tan divertido? También conseguiré la venganza de ese hombre que habrás olvidado con una sonrisa. He comprendido que es lo único que se podía hacer durante esta semana en que me he recorrido la ciudad palmo a palmo siguiendo tu rastro. Porque esta nación y yo tenemos que olvidar todo lo que hemos aprendido. Tú fuiste quien escribió que abandonamos a nuestros escritores a su sueño eterno en el pozo sin fondo del olvido el otoño siguiente a sus funerales.

– Estoy absolutamente de acuerdo, de todo corazón -contestó Galip-. Pero ¿no te había dicho ya que después de estos últimos artículos, que he escrito para liberarme de las últimas migajas de esa memoria mía cada vez más vacía, iba a retirarme por completo de este asunto de la escritura? Por cierto, ¿te parecería poco apropiado si te pregunto qué te ha parecido mi artículo de hoy?

– Sinvergüenza, ¿acaso sabes lo que es la responsabilidad? ¿Lo que es la fidelidad? ¿O la honestidad? ¿O el sacrificio? ¿Te recuerdan esas palabras algo más que formas de burlarte de tus lectores o de enviar una ocurrente señal a una pobre a la que has engañado? ¿Sabes acaso lo que es la fraternidad?

Galip estuvo a punto de responder que lo sabía, más que para defender a Celâl porque le había gustado esta última pregunta, pero al otro extremo del teléfono, Mehmet -¿qué Mehmet sería aquel Muhammad?- se entregaba ahora con profundo celo a derramar un intenso y desgarrador chaparrón de maldiciones.

– ¡Cállate, ya basta! -dijo después, cuando se le agotaron los insultos. Por el silencio que siguió, Galip comprendo que había dicho esto último a su mujer, que seguía llorando en un rincón. Oyó la voz de la mujer, que intentaba explicars algo y cómo apagaban la radio.

– Has escrito artículos enteradillos sobre los primos consanguíneos porque sabías que era la hija de mi tío paterno -prosiguió la voz que decía ser Mehmet-. Aunque eres consciente de que la mitad de este país se ha casado con los hijos de sus tías y la otra mitad con las hijas de sus tíos, no has dejado de escribir escandalosos artículos en los que te burlabas con el mayor descaro de los matrimonios entre parientes. No, Celâl Efendi, yo no me casé con esta mujer porque no tuviera la oportunidad de conocer otra muchacha en toda mi vida, ni porque las mujeres que no fueran de mi familia me dieran miedo, ni porque creyera que ninguna mujer aparte de mi madre, mis tías y sus hijas podría quererme sinceramente o soportarme con paciencia, sino porque la amaba. ¿Eres capaz de concebir lo que es amar a una muchacha con la que jugabas cuando eras niño? ¿Eres capaz de concebir lo que es amar a sólo una mujer, amar a una única mujer durante toda tu vida? Yo he amado durante cincuenta años a esta mujer que ahora llora por ti. La amo desde que era niño, ¿lo entiendes?, todavía la amo. ¿Sabes lo que es amar? ¿Sabes lo que es mirar con una enorme nostalgia a alguien que te completa como si vieras tu propio cuerpo en sueños? ¿Sabes qué es el amor? ¿Han sido alguna vez estas palabras para ti algo más que materiales para esos infames numeritos literarios que presentas como juegos de manos a tus estúpidos lectores, dispuestos de antemano a creerse tus cuentos? Me das pena, te desprecio, lo lamento por ti. ¿Has podido hacer en toda tu vida algo más que jugar con las palabras y retorcer las frases? ¡Respóndeme!

– Querido amigo mío -le contestó Galip-, ésa es mi profesión.