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– Querido lector y amigo -dijo Galip-, dime, ¿por qué no has intentado entrar en contacto conmigo ni una sola vez en tantos años?

– ¿Te crees que no lo he pensado? Tenía miedo de que me malinterpretes, no tenía miedo de rebajarme ante ti, ni a no poder contenerme y hacerte la pelota, como ocurre en estos casos, ni de recibir tus palabras más vulgares como si fueran grandes milagros, ni de lanzar una carcajada intempestiva en el momento que menos te apetecía, creyendo que era lo que esperabas que hiciera. He superado todas esas escenas que imaginé miles de veces.

– Eres más inteligente de lo que puede suponerse por esas escenas -le respondió Galip amablemente.

– Tenía miedo de que no halláramos nada que decirnos, nada que contarnos, después de que nos encontráramos y yo te dijera con toda sinceridad una serie de elogios y halagos del tipo de los que acabo de decirte ahora.

– Pero, como has visto, no ha sido así -le contestó Galip-. Mira qué a gusto estamos charlando.

Se produjo un silencio.

– Te mataré -dijo la voz-. ¡Te mataré! Por tu culpa nunca he podido ser yo mismo.

– Nadie puede ser nunca uno mismo.

– Has escrito mucho sobre eso, pero tú no puedes sentirlo como yo, no puedes haber entendido esa realidad como yo… Eso que llamabas «misterio» consistía en que pudieras comprenderlo sin comprenderlo, que escribieras sobre esa realidad sin comprenderla. Porque uno no puede descubrirla sin ser uno mismo. Y si la descubre, eso quiere decir que no ha podido ser él mismo. Pero ambas cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo. ¿Entiendes la paradoja?

– Yo soy yo mismo y otro -dijo Galip.

– No, no lo dices creyéndolo de todo corazón -respondió el hombre al otro extremo de la línea-. Y por eso vas a morir. Tal y como ocurre con lo que escribes, eres capaz de convencer pero no crees, y consigues convencer precisamente porque no crees. Pero aquellos a los que has logrado convencer son presa del miedo cuando comprenden que los has convencido sin creer tú mismo.

– ¿Del miedo?

– Tengo miedo de esa cosa a la que llamas misterio, ¿no lo entiendes?, de esa falta de precisión, de ese juego tuyo de falsedades al que llamas escritura, de los rostros oscuros de las letras. Durante años, mientras leía tus artículos, he sentido que estaba allí donde leía, en mi sillón o en la mesa, y en otro lugar completamente distinto, en un lugar junto al escritor que narraba las historias. ¿Sabes lo que es sentir que estás siendo convencido por alguien que no cree? ¿Saber que los mismos que te están convenciendo en realidad no creen? No me quejo de que por tu culpa no haya podido ser yo mismo. Así fue como se enriqueció mi pobre y lamentable vida, así salí de la cargante oscuridad de mi insipidez y me convertí en ti, pero nunca estuve seguro de esa entidad mágica a la que llamaba «tú». No sé, pero sabía sin saber. ¿Podemos llamar a eso saber? Cuando esa que es mi mujer desde hace treinta años me dejó en la mesa del comedor una breve carta y desapareció sin más explicaciones, sabía dónde había ido, pero no sabía que lo sabía. Y como no lo sabía, todo este tiempo que he estado cribando la ciudad no te buscaba a ti, sino a ella. Pero mientras la buscaba, también te buscaba a ti sin darme cuenta porque, mientras intentaba resolver el misterio de Estambul recorriendo sus calles, tenía esta terrible idea en la mente desde el primer día: «¿Qué diría Celâl Salik si supiera que mi Mujer me ha abandonado de repente?». Decidí que la situación era «un caso perfectamente adecuado para Celâl Salik». Quería contártelo todo. Pensaba que se trataba de ese tema que llevaba años buscando y no había encontrado, de algo con lo que podría hablar contigo. Me entusiasmé de tal manera que, por primera vez en años, me atreví a buscarte, pero no te encontraba, no estabas, no estabas en ningún sitio. Sabía pero no sabía. Tenía tus números de teléfono, con los que había ido haciéndome a lo largo del tiempo por si algún día te llamaba. Llamé pero no estabas. Llamé a tu familia, a tu tía que tanto te aprecia, a tu madrastra, que te quiere con pasión, a tu padre, que no acierta a refrenar lo que siente por ti, todos se preocupan por ti, pero no estabas. Fui al periódico Milliyet y allí tampoco estabas. En el periódico había otros que te buscaban, entre ellos Galip, el hijo de tu tío, el marido de tu hermana, que quería que los de la televisión inglesa te entrevistaran. Le seguí los pasos dejándome llevar por el instinto. Pensaba que quizá ese muchacho soñador, ese sonámbulo, conociera el paradero de Celâl. Me decía que lo sabía, y que además sabía que lo sabía. Lo seguí por Estambul como una sombra. Atravesamos calles, entramos en edificios de oficinas de piedra, en tiendas viejas, en pasajes de cristal, en sucios cines, recorrimos palmo a palmo el Gran Bazar, fuimos a barrios marginales sin aceras, cruzamos puentes, nos sumergimos en rincones sombríos, en barrios ignotos de Estambul, nos metimos entre el polvo, el barro y la basura, él delante y yo algo más lejos, tras él. No llegábamos a ningún sitio pero seguíamos adelante. Caminábamos como si conociéramos todo Estambul y no conocíamos ningún sitio. Lo perdí, lo volví a encontrar, lo perdí, lo encontré otra vez, luego lo perdí de nuevo y por fin fue él quien me encontró a mí en un astroso cabaret. Allí cada uno de los que nos sentábamos a la mesa contamos una historia. Me gusta contar historias pero no encuentro quien me escuche. En esa ocasión me escucharon. A la mitad de la que estaba contando, mientras las miradas impacientes y curiosas de la audiencia intentaban leer en el rostro el final de la historia, como siempre ocurre en esos casos, y mientras yo temía que mi cara lo desvelara y mi mente iba y venía entre la historia y todos esos pensamientos, comprendí que mi mujer me había abandonado por ti. «Sabía que se ha escapado con Celâl», pensé. Lo sabía, pero no sabía que lo sabía. Lo que buscaba debía ser ese estado anímico. Por fin había conseguido entrar por una puerta que se abría al interior de mi alma, a un nuevo universo. Después de años, por primera vez conseguía ser otro y yo mismo a la vez. Por un lado me apetecía soltar una mentira y decir «Esta historia se la leí a un columnista» y por otro notaba que por fin podía sumergirme en esa paz espiritual que llevaba años persiguiendo. Aquella maldita paz se parecía al sentimiento que me aterrorizaba mientras recorría Estambul calle por calle, mientras caminaba por retorcidas aceras cubiertas de barro pasando por delante de las tiendas, mientras contemplaba la tristeza en los rostros de mis conciudadanos, mientras leía tus viejos artículos por si averiguaba dónde encontrarte. Pero había terminado mi historia y había comprendido dónde había ido mi mujer. Ya antes, mientras escuchaba las historias del camarero, del fotógrafo y del escritor alto, había vislumbrado la terrible conclusión que acababa de comprender. ¡Durante toda mi vida había sido engañado, durante toda mi vida había sido estafado! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?