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– Sí.

– Escúchame entonces. He decidido que la verdad a la que tú llamabas «misterio» y tras la que nos has hecho correr durante tantos años, eso que sabías sin saber y sobre lo que escribías sin comprenderlo, es lo siguiente: ¡en este país nadie puede ser él mismo! En el país de los derrotados y los oprimidos, existir es ser otro. ¡Soy otro, luego existo! Bien, cuidado, no vaya a ser que ese otro en cuyo lugar quiero estar sea otro a su vez. A eso es a lo que me refería cuando he dicho que había sido engañado, que había sido estafado. Porque esa persona a la que leía y en la que creía jamás le arrebataría la mujer a alguien que lo adoraba a ciegas. Esa noche, en aquel cabaret, quise gritarle a las putas, a los camareros, a los fotógrafos y a los maridos engañados que se sentaban alrededor de la mesa y contaban historias: «¡Derrotados! ¡Oprimidos! ¡Malditos! ¡Olvidados! ¡Gente sin importancia! No tengáis miedo, ¡nadie es él mismo, nadie! Tampoco los reyes, los dichosos, los sultanes, los famosos, las estrellas, los ricos en cuyo lugar quisiera estar. ¡Libraos de ellos! Sólo cuando ellos no existan podréis encontrar la historia que os entregan como si fuera un secreto. ¡Matadlos! ¡Forjaos vuestros propios secretos, encontrad vuestro propio misterio!». ¿Lo entiendes? Te mataré, no por un sentimiento de venganza ni por una furia animal, como la mayoría de los maridos engañados, sino porque me niego a entrar en el nuevo mundo al que me arrastras. Será entonces cuando todo Estambul, todas las letras, todas las señales y los rostros que has ido diseminando en tus artículos alcancen su verdadero misterio. «¡Celâl Salik ha sido asesinado!», dirán los periódicos; «Misterioso crimen». «Asesinato incomprensible» que jamás podrá ser resuelto. Quizá nuestro mundo pierda un significado que nunca tuvo, quizá se produzca en Estambul una enorme confusión en los días próximos a ese apocalipsis y a esa llegada del Mahdi que tanto mencionas, pero para mí y para muchos otros, ése será el momento en que descubramos el misterio perdido. Porque nadie podrá averiguar el secreto que hay tras todo ese asunto. ¿Qué podría ser sino el descubrimiento, el redescubrimiento del misterio del que hablaba en ese modesto libro mío que pude publicar gracias a ti y que tan bien comprendiste?

– Nada de eso -contestó Galip-. Ya puedes cometer un asesinato todo lo misterioso que quieras que ellos, los felices y los oprimidos, los estúpidos y los olvidados, se pondrán de acuerdo al momento y se inventarán una historia que pruebe que en todo ese asunto no hay el menor misterio. Y enseguida esa historia, que se creerán tan pronto como la hayan inventado, transformará mi muerte en un fragmento gris de una conspiración vulgar. Y, antes de que me entierren, todos habrán decidido que se trata del resultado de una conjura que ponía en peligro la unidad nacional o de una historia de amor y celos que llevaba años durando. Así que el asesino era un instrumento de los traficantes de droga y los golpistas, dirán todos; así que dispusieron el asesinato la cofradía de los naksjbendis y un sindicato de chulos, así que ese sucio asunto lo organizaron los nietos del último sultán y los que queman nuestra bandera, así que en todo esto estaban metidos los que atentan contra nuestra democracia y nuestra República y los que preparan una última Cruzada.

– El cadáver de un famoso columnista encontrado de forma misteriosa en medio de Estambul en una acera llena de barro, entre los montones de basura, restos de verduras, perros muertos y billetes de lotería… ¿De qué otra manera se podría explicar a esos desgraciados que en algún profundo lugar, en nuestro pasado, entre los sedimentos de nuestros recuerdos, entre las frases y las palabras, aún se pasea disfrazado entre nosotros el misterio que está al borde del olvido y que tenemos que encontrarlo?

– Te lo digo con la experiencia de treinta años de profesión -dijo Galip-, no se acordarán de nada, de nada. Y además, no está tan claro que puedas encontrarme y matarme como si tal cosa. Como mucho me herirías inútilmente en algún lugar erróneo. Luego, cuando te estuvieras llevando una buena paliza en la comisaría, no quiero ni mencionar la tortura, yo, de la forma que menos habrías pretendido, me convertiría en un héroe y me vería obligado a soportar las tonterías del Presidente del Gobierno, que vendría a visitarme para desearme un pronto restablecimiento. Puedes estar seguro, ¡no vale la pena! Ya nadie quiere creer que existe más allá del mundo un misterio que no pueden alcanzar.

– ¿Y quién me probará que toda mi vida no ha sido un engaño, una broma pesada?

– ¡Yo! -respondió Galip-. Escucha…

– ¿Bishnov? No, no quiero…

– Créeme, yo he creído tanto como tú.

– ¡Te creeré! -gritó ansioso Mehmet-. Te creeré para salvar el sentido de mi propia vida, pero ¿qué será de los aprendices de colchonero que intentan silabear el sentido escondido de sus vidas con las claves que les has entregado? Qué será de las soñadoras vírgenes que sólo gracias a tus artículos pueden soñar en los muebles, en los exprimidores de naranjas, en las lámparas en forma de cabeza de pez y en las sábanas bordadas que usarán en los paradisíacos días que les has prometido mientras esperan a sus novios, que nunca regresarán de Alemania y que nunca las llamarán a su lado? ¿Qué será de los cobradores de autobús jubilados que gracias a un método que han aprendido en tus artículos han conseguido ver en sus caras los planos de los pisos en los que se instalarán con título de propiedad en el Paraíso, y de los funcionarios del catastro, de los cobradores del gas de la ciudad, de los vendedores de roscos de pan, de los traperos y los pordioseros, como ves, no puedo evitar usar tus palabras, que inspirados por tus artículos han podido calcular con métodos cabalísticos el día en que aparecerá sobre las aceras pavimentadas con guijarros el Mahdi que nos salvará a todos, a todo este miserable país, y de nuestro tendero de Kars y de tus lectores, tus pobres lectores, que gracias a ti creen que el ave legendaria que buscan son ellos mismos? -Olvídalos -dijo Galip temiendo que la voz al otro lado del teléfono alargara la lista como solía-. Olvídalos, olvídalos a todos, no pienses en ellos. Piensa en los últimos sultanes otomanos que paseaban disfrazados. Piensa en los métodos tradicionales de los bandidos de Beyoglu que, como siguen fieles a sus tradiciones, torturan a sus víctimas antes de matarlas por si todavía esconden algo de dinero, de oro o algún secreto. Piensa en por qué siempre pintan el cielo azul de Prusia y nuestras fangosas tierras con el verde de la hierba inglesa los retocadores de las redacciones que retocan a brochazos los originales en blanco y negro de las fotos de mezquitas-danzarinas, puentes, Miss Turquía y futbolistas que, recortadas de revistas como Vida, Voz, Domingo, El correo, 7 días, Abanté Hada, La revista, Semana, cuelgan de las paredes de dos ni quinientas barberías. Piensa en la cantidad de diccionarios de turco que se necesitaría consultar para poder encontrar los cientos de miles de palabras que describieran las fuentes de los miles de olores y las decenas de miles de mezclas de olores de las estrechas, oscuras y terroríficas escaleras de nuestros edificios de pisos.