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No, el renombrado criminal no había ordenado realizar dichas pinturas con la intención de fomentar ese arte en el que tan atrasados estábamos a causa de las prohibiciones del Islam (me refiero a la pintura, no a la prostitución), sino para ofrecer a los selectos clientes que acudirían a su palacio del placer desde cada rincón de Estambul y de Anatolia tanto música, droga, alcohol y chicas como las bellezas de la ciudad. Cuando rehusaron la propuesta de nuestro bandido los pintores académicos que, transportador de ángulos y escuadra en mano, imitan a los cubistas extranjeros representando a nuestras muchachas campesinas en forma de milhojas, porque sólo aceptaban encargos de los bancos, él difundió la noticia entre los pintores de rótulos y los de brocha gorda que alegran los techos de las mansiones del campo, los muros de los cines de verano, las tiendas de los tragadores de serpientes en las ferias y los carros y camiones. Cuando los dos artesanos que aparecieron meses después proclamaron ser mejores el uno que el otro, como auténticos artistas, nuestro bandido, inspirado por los bancos, ofreció una bonita cantidad de dinero y declaró abierto el «Concurso para la mejor pintura de Estambul» y les entregó a los ambiciosos artesanos paredes opuestas en la entrada de su palacio.

Los pintores, que desconfiaban el uno del otro, desde el primer día tendieron una gruesa cortina entre ambas paredes. Ciento ochenta días después, la noche de la inauguración del palacio del placer, la misma parcheada cortina seguía en la entrada ahora llena de sillones dorados tapizados con terciopelo rojo, alfombras de Gordes, candelabros de plata, floreros de cristal, fotografías de Atatürk, juegos de porcelana y mesitas con incrustaciones de nácar. Cuando el dueño del garito, entre una selecta multitud de la que formaba parte el gobernador, ya que el nombre del establecimiento había sido registrado oficialmente como Club para la Salvaguarda de las Artes Clásicas Turcas, tiró de la cortina de tela de saco, los invitados pudieron ver en una pared una «magnífica» pintura de Estambul y en la otra un espejo que, a la luz de los candelabros de plata, mostraba, mucho más brillante de lo que era, mucho más hermosa, mucho más atractiva, la misma pintura.

Por supuesto, el premio se lo llevó el pintor que había colocado el espejo. Pero la mayoría de los clientes que a lo largo de los años se dejaron caer por el garito se sentían tan embrujados por las increíbles imágenes de la pared que se pasaban horas contemplándolas, yendo y viniendo de una pared a otra, experimentando distintos goces con cada una de las obras e intentando comprender el misterio del placer que les producían.

El triste y miserable perro callejero de la primera pared se convertía en el espejo en un perro triste pero astuto, al volver la mirada a la primera pared se notaba que, de hecho, allí también estaba pintada aquella astucia y que además el perro tenía un gesto que resultaba sospechoso, al mirar de nuevo el espejo se veían ciertas oscilaciones e indicios extraños que podían explicar el sentido de aquel movimiento, y entonces el ya bastante confuso espectador se contenía a duras penas para no ir de una carrera a contemplar la pintura original en la primera pared.

En cierta ocasión un anciano y suspicaz cliente vio que la fuente seca de la plaza a la que daba la calle por la que paseaba el perro triste manaba a chorros. Pero cuando se volvió de nuevo hacia la pintura con la inquietud de un viejo olvidadizo que recuerda que se ha dejado abiertos los grifos en casa, se dio cuenta de que la fuente estaba seca. Después de volverse de nuevo hacia el espejo y ser testigo de que el agua corría con más fuerza aún, quiso compartir su hallazgo con las «mujeres de vida alegre», pero al encontrarse con la indiferencia de las chicas, ya hartas de los juegos interminables de la pintura y el espejo, decidió regresar a su apartada existencia y retirarse desesperado a la soledad de una vida que había transcurrido sin que le comprendieran.

No obstante, las mujeres que trabajaban en el palacio no eran del todo indiferentes al asunto y en las nevosas tardes de invierno, que pasaban dormitando aburridas mientras se contaban las mismas eternas historias, usaban los juegos mágicos de la pintura y el espejo opuesto como divertida piedra de toque para calibrar la personalidad de los clientes. Había clientes apresurados, insensibles e inquietos que no percibían las misteriosas incongruencias entre la pintura y su imagen en el espejo: éstos, o bien contaban sus problemas sin cesar, o bien simplemente esperaban conseguir lo antes posible una única cosa, lo mismo que querían todos los hombres, de aquellas chicas de alterne a las que no eran capaces de diferenciar unas de otras. Los había que notaban el juego entre la pintura y el espejo pero que no le daban importancia: eran sinvergüenzas que cabían pasado por la rueda de la fortuna, hombres a los que nada les importaba y a los que había que temer. Había también quienes se dedicaban a fastidiar a las chicas, a los camareros y a los matones con sus aprensiones y que, como si tuvieran una incurable enfermedad de la simetría, se empeñaban como niños en que se arreglaran de inmediato las incoherencias entre la pintura y el espejo: eran hombres de puño apretado, tacaños; no se olvidaban del resto del mundo ni bebiendo ni fornicando; la obsesión por encajarlo todo dentro de un orden los convertía en pésimos amigos y amantes.

Algún tiempo después, cuando los habitantes del palacio ya se habían acostumbrado a los caprichos del espejo y el cuadro, el comisario de Beyoglu, que solía honrarles más que con el poder de su dinero con el afecto de sus alas protectoras, se encontró frente a frente en el espejo con un personaje sombrío de cabeza calva pintado en la primera pared con una pistola en la mano en una calle oscura, comprendió que se trataba del mismísimo asesino del famoso «Crimen de la plaza de Sisli» que tantos años llevaba sin resolver, concluyó que el artista que había colocado el espejo en la pared conocía el misterio e inició una investigación encaminada a descubrir su identidad.

Una noche pegajosa de un día de verano, tan calurosa que incluso el agua sucia que corría por las aceras se evaporaba antes de llegar a las rejas de las alcantarillas, el hijo de un agá rural, que había aparcado el Mercedes de su padre justo delante de la indicación de PROHIBIDO APARCAR, llegó a la conclusión de que la buena hija de familia que vio en el espejo tejiendo una alfombra en un barrio de las afueras de Estambul era el amor secreto que llevaba años buscando sin lograr encontrar, pero al volverse hacia la pintura se encontró sólo con una más de las muchachas infelices y apagadas que vivían en cualquiera de las aldeas de su padre.

Según el dueño, que años después habría de descubrir el otro mundo en el interior de éste lanzando su Cadillac como si fuera un caballo a la corriente del Bósforo, todas aquellas dulces bromas, curiosas coincidencias y misterios del mundo no eran juegos ni de la pintura ni del espejo; cuando los clientes se entonaban gracias al raki o a la grifa y se despojaban de las nubes de infelicidad y tristeza que se cernían sobre ellos, descubrían un mundo antiguo y feliz dentro de sus cabezas y, alegres como niños por haber encontrado el misterio del paraíso perdido, mezclaban los enigmas de sus fantasías con las imágenes que tenían delante. Pese a su robusto realismo, se vio los domingos por la mañana al famoso bandido, como quien resuelve los pasatiempos del suplemento dominical de los periódicos, uniéndose alegre al juego de «Descubramos las Siete Diferencias entre las Dos Pinturas» de los hijos de las mujeres del cabaret, que esperaban a sus agotadas madres para que les llevaran al cine.