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Pero las diferencias, los significados, los sorprendentes cambios no eran siete sino infinitos. Porque la pintura de Estambul de la primera pared, si desde el punto de vista técnico recordaba a las pinturas de los carros de caballos y las ferias, en su espíritu evocaba a ciertos grabados oscuros, sombríos, escalofriantes, y desde el punto de vista del tratamiento del asunto, a un espléndido fresco. Un enorme pájaro de aquel fresco movía lentamente las alas en el espejo como un ave legendaria, las fachadas sin pintar de las antiguas mansiones de madera se convertían en el espejo en rostros terribles, las ferias y los tiovivos se movían y ganaban color en el espejo, todos aquellos viejos tranvías, carros de caballos, alminares, puentes, asesinos, pastelerías, parques, cafés costeros, transbordadores de las Líneas Urbanas, letreros y baúles aparecían como señales de un universo completamente distinto. Un libro negro que sostenía un mendigo ciego, una dulce broma del pintor, se dividía en dos en el espejo, se convertía en un libro con dos significados, con dos historias, pero cuando uno se volvía hacia la primera pared el libro resultaba ser uno de principio a fin y se entendía que su misterio desaparecía en su interior. La estrella de nuestro cine que el pintor, con el recuerdo de sus viejas obras en las ferias, había dibujado en la primera pared con labios rojos, mirada lánguida y largas pestañas, se transformaba en el espejo en la empobrecida madre de enormes pechos de toda una nación, pero al volver la brumosa mirada hacia la primera pared se descubría con horror y placer que la madre no era tal sino la esposa con la que uno llevaba años acostándose.

Pero lo que realmente aterrorizaba a los visitantes del palacio eran los nuevos significados, las señales, los mundos desconocidos que aparecían en las caras reflejadas en el espejo de las terribles multitudes que llenaban los puentes, en las caras de la gente que el pintor había colocado en cada lugar de su obra y que se multiplicaban de manera inagotable. Comprender que la cara del simple, preocupado y triste ciudadano o la del tipo con sombrero de fieltro, trabajador y satisfecho de su vida que se veían en la pintura, en realidad, tal y como se apreciaba en el espejo, eran mapas o que hervían con las huellas de un misterio o de una historia perdida, despertaba en la imaginación del confuso visitante del palacio, que a pesar de todo comprendía que estaba incorporando su propia imagen al espejo mientras iba y venía entre los sillones tapizados con terciopelo y avanzaba y retrocedía, la impresión de conocer un secreto reservado sólo a unos cuantos escogidos. Todo el mundo sabía que esos clientes, a los que las chicas trataban a cuerpo de rey, no descansarían hasta dilucidar el misterio de la pintura y el espejo y que se arriesgarían a todo tipo de viajes, aventuras y peleas hasta encontrar una solución adecuada al misterio, al enigma.

Años después, años después de que el dueño del cabaret desapareciera en lo desconocido entre las aguas del Bósforo, el comisario de Beyoglu se presentó en el establecimiento, ya pasado de moda, y las chicas más veteranas comprendieron de inmediato por su rostro triste que formaba parte de aquellos hombres inquietos.

Aquel hombre quería volver a contemplar el espejo para resolver el misterio del antiguo y famoso «Crimen de la plaza de Sisli». Pero le contaron que una semana antes, durante una pelea entre dos matones, provocada por el desempleo y los problemas de trabajo más que por cuestiones de mujeres o de dinero, el enorme espejo se había caído con estruendo sobre ambos luchadores y se había hecho pedazos. Así pues, el comisario, ya en el umbral de la jubilación, no pudo descubrir entre los trozos de vidrio ni al autor del anónimo asesinato ni el secreto del espejo.

34. No el cuentista, sino el cuento

«Mi forma de escribir se basa, más que en preocuparme por quién me escucha, en pensar en voz alta y en seguir mi propio gusto.»

Confesiones de un inglés comedor de opio, DE QUINCEY

Poco antes de que decidieran citarse ante la tienda de Aladino, la voz al otro lado de la línea le dictó a Galip siete números de teléfono de Celâl. Galip estaba tan seguro de que encontraría en alguno de ellos a Celâl y a Rüya que se imaginaba las calles, los pisos y los umbrales donde volverían a encontrarse los tres. Sabía que en cuanto se vieran y Celâl y Rüya le explicaran los motivos por los que se habían ocultado, lo encontraría todo lógico y razonable desde la primera frase. También estaba seguro de que Celâl y Rüya le dirían lo siguiente: «Galip, nosotros también te hemos buscado, pero no estabas ni en casa ni en el despacho. ¿Por dónde andabas?».

Galip se levantó del sillón en el que llevaba horas sentado, se quitó el pijama de Celâl, se lavó, se afeitó y se vistió. Mientras se miraba la cara en el espejo las letras que tan claramente había visto no le dieron la impresión de ser ni la prolongación de una misteriosa conspiración o un juego enloquecido, ni una ilusión óptica que pudiera despertar la menor sospecha sobre su identidad. Las letras, como ese jabón Lux rosa, Silvana Mangano usaba uno igual, o como la vieja maquinilla de afeitar que había en el espejo, eran parte de un mundo real.

En el Milliyet, que le habían arrojado bajo la puerta, leyó, como si pertenecieran a otro, sus propias frases publicadas en la columna de Celâl. Teniendo en cuenta que se habían publicado bajo la fotografía de Celâl, debían ser suyas. Por otro lado, Galip era consciente de que había sido él quien había escrito esas palabras. Aquello no le pareció una contradicción sino, justo al contrario, la prolongación de un mundo comprensible. Imaginó a Celâl leyendo el escrito de otro en su propia columna en alguna de las direcciones que ahora tenía en sus manos, pero suponía que Celâl no lo consideraría un ataque ni una impostura. Muy probablemente, ni siquiera fuera capaz de adivinar que no se trataba de uno de sus viejos artículos.

Después de matar el hambre con pan, huevas de pescado, lengua y plátanos, quiso poner en orden todos los asuntos que había dejado a medias con la intención de afianzar sus vínculos con el mundo real. Llamó a un compañero abogado con el que trabajaba en ciertos casos políticos y, después de explicarle que se había ausentado de Estambul durante días porque se había visto obligado a salir de viaje urgentemente, se informó de que uno de sus casos iba tan lento como siempre y de que en otro, político, ya se había dictado sentencia y que sus clientes habían sido condenados a seis años por colaborar con los fundadores de una organización comunista secreta. Se enfadó al recordar que poco antes había echado un vistazo a aquella noticia en el periódico que había estado leyendo sin relacionarla con él. No podía distinguir con claridad contra quién iba destinada aquella ira ni sus razones. Como si fuera la cosa más natural del mundo, llamó a su propia casa. «Si responde Rüya -pensó-, yo también le gastaré una bromita». Disimularía su voz y diría ser alguien que buscaba a Galip, pero nadie contestó al teléfono.

Llamó a Iskender. Le contaría que estaba a punto de encontrar a Celâl y le preguntaría cuánto tiempo más se quedaría el equipo de la televisión inglesa en Estambul. «Ésta es su última noche -le respondió Iskender-. Mañana temprano regresan a Londres». Galip le explicó que estaba a punto de encontrar a Celâl. Le dijo además que Celâl quería ver a los ingleses para hacer una declaración sobre ciertos asuntos de importancia; le concedía mucho valor a aquella cita. «Entonces voy a quedar con ellos definitivamente para esta tarde -dijo Iskender-, porque también tienen mucho interés». Galip le dijo que estaría «por el momento, aquí» y le dio el número de teléfono que se leía en el aparato.

Marcó el número de la Tía Hâle, puso una voz más profunda y le explicó que era un lector fiel, un admirador de Celâl Bey que quería felicitarle por su artículo de ese día. Meditaba: ¿habrían ido a la comisaría porque aún no habían recibido noticias de Rüya y él? ¿O estarían esperando que regresaran de Esmirna? ¿O se habría pasado Rüya por su casa y se lo habría contado todo? ¿Se habría sabido algo de Celâl durante todo este tiempo? La respuesta de la Tía Hâle, explicándole muy seria que Celâl Bey no estaba allí y que sería mejor que llamara al periódico, no parecía que le fuera a proporcionar la menor respuesta a todas aquellas preguntas. A las dos y veinte, Galip comenzó a llamar, uno por uno, a los siete teléfonos que había anotado en la última página de Los caracteres.