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Cuando comprendió que aquellos siete números correspondían a una familia a la que no conocía de nada, a un niño charlatán de los que todo el mundo conoce alguno, a un viejo desagradable de voz cascada, a un asador, a un agente inmobiliario sabihondo a quien no le interesaba lo más mínimo la identidad de los antiguos propietarios de la línea, a una modista que aseguraba haber tenido el mismo número desde hacía cuarenta años y a una pareja de recién casados que regresaba tarde a casa, ya eran las siete. Mientras luchaba con el teléfono descubrió en cierto momento diez fotografías en el fondo de una caja llena de postales que había bajo el armario de madera de olmo y que ya había revisado sin demasiado interés.

Rüya, con once años, observando con curiosidad al objetivo de la cámara que debía estar en manos de Celâl durante una excursión por el Bósforo en el famoso café bajo el gran ermitaño de Emirgan, con el Tío Melih vestido con chaqueta y con bata, la hermosa Tía Suzan, tan parecida a Rüya en su juventud, y alguien más que, si no se trataba de uno de los extraños amigotes de los que se le pegaban a Celâl, debía ser el imán de la mezquita de Emirgan… Rüya con el vestido de tirantes que llevaba el verano en que pasó de segundo a tercero de primaria acompañada por Vasif mientras le enseña a Carbón, el gato de la Tía Hâle, de dos meses, los peces del acuario y la señora Esma por un lado le sonríe entornando los ojos porque tiene el cigarrillo en la boca y por otro se arregla el pañuelo de la cabeza para protegerse del objetivo aunque no está segura de entrar en el campo de visión de la cámara… Rüya durmiendo como un tronco en la misma postura en que Galip la había visto por última vez siete días y once horas antes, con las piernas encogidas hacia el estómago y la cabeza enterrada en la almohada, en la cama de la Abuela en la que se había echado vencida por el cansancio después de llenarse bien la barriga en un almuerzo de fiesta de fin de Ramadán un día de invierno en el que habían estado todos y en el que había aparecido repentinamente, aunque sola, una Rüya revolucionaria y descuidada que el primer año de su primer matrimonio no se relacionaba demasiado con sus padres ni con sus tíos… Toda la familia, Ismail el portero y la señora Kamer, puestos en fila ante la puerta del edificio Sehrikalp posando para la cámara mientras Rüya, en brazos de Celâl y con una cinta en el pelo, observa al perro callejero de la acera, que debía haber muerto hacía mucho tiempo… La Tía Suzan, la señora Esma y Rüya entre la multitud que se alinea a lo largo de las dos aceras de la calle Tesvikiye desde el instituto femenino hasta la tienda de Aladino contemplan el paso de De Gaulle, aunque en la fotografía no se le ve a él sino sólo el morro de su coche… Rüya sentada ante el tocador de su madre, cubierto de polveras, frascos de crema Pertev, botes de agua de rosas y colonia, vaporizadores de perfume, frascos y peinetas, metiendo su cabeza de pelo corto entre los cuerpos del espejo y convirtiéndose en tres, cinco, nueve, diecisiete y treinta y tres Rüyas… Rüya con quince años, ignorando que está siendo fotografiada, con un cuenco de garbanzos tostados junto a ella y llevando un vestido de percal sin mangas, inclinada sobre un periódico en el que se refleja el sol por la ventana abierta mientras, con esa expresión en la cara que a Galip siempre le hacía sentir el temor de estar excluido, por un lado se tira del pelo y por otro resuelve el crucigrama con un lápiz cuya goma está mordiendo… Rüya, hacía cinco meses como mucho, teniendo en cuenta que llevaba al cuello el sol hitita que Galip le había regalado por su último cumpleaños, lanzando una alegre carcajada sentada en el sillón que ahora ocupaba Galip, junto al teléfono por el que poco antes había hablado Galip, en la habitación en la que Galip llevaba horas errando… Rüya en un restaurante campestre cuya localización Galip no logró averiguar, con la cara larga, entristecida por las discusiones entre sus padres, que siempre se hacían más encendidas en los viajes… Rüya, queriendo estar alegre pero sonriendo con una tristeza y una amargura cuyo misterio su marido nunca supo comprender contemplando las fotografías, en la playa de Kilyos el año en que terminó el instituto, tras ella el mar espumoso, a su lado una bicicleta que no era suya pero en cuya cesta apoyaba su hermoso brazo como si lo fuera, con un bikini que dejaba al descubierto la cicatriz de los puntos de su operación de apendicitis y los dos lunares gemelos del tamaño de lentejas que tenía entre la cicatriz y el ombligo y la sombra imprecisa de las costillas en su piel, con una revista en la mano de la cual Galip no pudo leer el nombre, no porque la fotografía estuviera borrosa, sino porque las lágrimas no se lo permitían.

Galip, con sus lágrimas, se encontraba ahora en el interior mismo del misterio. Era como si estuviera en un lugar que conocía pero que no sabía que conociera; como si se encontrara inmerso en las páginas de un libro que ya hubiese leído pero que lo entusiasmara porque hubiera olvidado haberlo leído. Sabía que había sentido antes esa sensación de desastre y privación pero también que el dolor era tan intenso como para que sólo se pudiera sentir una vez en la vida. Encontraba tan particular el dolor del engaño, del espejismo y de la pérdida en que se hallaba sumido como para que no pudiera ocurrirle a nadie más, pero al mismo tiempo notaba que todo aquello no era sino el resultado de una trampa que alguien le había tendido hacía tiempo, como quien planea una partida de ajedrez.

No limpiaba las lágrimas que caían sobre las fotografías de Rüya, le costaba trabajo respirar por la nariz, permanecía sentado en el sillón sin moverse. Del exterior le llegaban los ruidos de la plaza de Nisantasi un viernes por la tarde: ruidos que procedían de los cansados motores de los repletos autobuses, de las bocinas de los automóviles que sonaban obcecadamente al menor atasco, del silbato del nervioso guardia de la esquina, de los altavoces de las tiendas de discos y cassettes en las entradas de los pasajes y de la multitud que llenaba las aceras, ruidos que no sólo hacían resonar la ventana sino también, de forma apenas perceptible, todos los demás muebles de la habitación. Al prestar atención a aquellos ecos, Galip recordó que los muebles y los objetos tienen un mundo y un tiempo propios, distinto al espacio y a los días compartidos por todos. «Que te engañen es que te engañen», se dijo. Se repitió tanto aquella frase que las palabras se despojaron de todo su significado y todo su dolor y se transformaron en sonidos y letras que no indicaban nada.

Fantaseó: estaba allí con Rüya, no en esa habitación sino en su propia casa, era viernes por la tarde, irían al cine Konak después de cenar en cualquier sitio. A la vuelta comprarían la edición nocturna de los diarios y, ya en casa, se sumergirían en la lectura de sus libros y sus periódicos. En otra historia que soñó, alguien, alguien con un rostro fantasmagórico, le decía: «Hace años que sé quién eres, pero tú ni siquiera me conoces». Cuando recordó quién era el hombre fantasmagórico que le decía aquello comprendió que llevaba años observándolo. Y luego resultaba que no era a Galip a quien había observado el hombre, sino a Rüya. Él mismo había observado en secreto a Rüya y a Celâl un par de veces hacía tiempo y se había asustado de una manera que no esperaba en absoluto. «Era como si hubiera muerto y observara de lejos y con un enorme dolor que la vida proseguía sin mí.» Se sentó a la mesa de Celâl, rápidamente escribió una columna que comenzaba con aquella frase y la firmó con el nombre de Celâl. Estaba seguro de que alguien lo vigilaba; si no era alguien, por lo menos era un ojo.