El alboroto que se oía en la plaza de Nisantasi iba siendo reemplazado lentamente por el zumbido de los televisores en los edificios cercanos. Al oír a través de las paredes de ambos lados la sintonía musical de las noticias de las ocho, Galip comprendió que todo Estambul estaba reunido alrededor de la mesa para cenar y que seis millones de personas estaban viendo la televisión. Le apeteció hacerse una paja. Luego, la permanente presencia de ese ojo que imaginaba le hizo sentirse incómodo. Sintió un deseo tan violento de poder ser él mismo, simplemente él mismo, que quiso romper todos los muebles de la habitación y matar a los que le habían hecho llegar a aquella situación. Estaba pensando en desconectar el teléfono y tirarlo por la ventana cuando sonó el aparato.
Era Iskender, había hablado con el equipo de la televisión inglesa y estaban entusiasmados. Esperaban a Celâl aquella noche en el Pera Palas para rodar en su habitación. ¿Había encontrado Galip a Celâl?
– Sí, sí, sí -contestó Galip sorprendido por su propia furia-. Celâl está listo. Hará unas declaraciones muy importantes. Estaremos a las diez en el Pera Palas.
Después de colgar le poseyó una excitación que oscilaba entre el miedo y la felicidad, la tranquilidad y la inquietud, el deseo de venganza y la alegría de la fraternidad. Buscó algo a toda velocidad entre cuadernos, papeles, artículos antiguos y recortes, pero ni siquiera él sabía lo que buscaba. ¿Un indicio que demostrara la existencia de las letras en su rostro? pero las letras y sus significados eran lo bastante evidentes como para no necesitar ninguna otra prueba. ¿Una lógica que le sirviera para escoger las historias que iba a contar? Pero no se encontraba en un estado como para confiar en nada que no fuera su propia ira y su propia excitación. ¿Un ejemplo que sirviera para revelar la belleza del misterio? Sabía que le bastaría explicarlo, explicarlo creyendo en las historias que contara. Revolvió los armarios, hojeó rápidamente las agendas de direcciones, silabeó «frases clave», miró planos y examinó fotografías de rostros dejando una y pasando a la siguiente a toda velocidad. Estaba hurgando en la caja de los disfraces cuando, a las nueve menos tres minutos, salió a la carrera de la casa sintiendo el horrible cargo de conciencia de llegar tarde a sabiendas.
A las nueve y dos minutos se introdujo en la oscuridad de la entrada de un inmueble frente a la tienda de Aladino, pero en la otra acera no había nadie que pudiera ser el cuentista calvo ni su esposa. Sentía una terrible furia hacia ellos porque le habían dado unos números de teléfono que habían resultado erróneos: ¿quién estaba engañando a quién? ¿Quién estaba jugando con quién?
A través del repleto escaparate sólo se podía ver una parte de la bien iluminada tienda de Aladino. Galip distinguía de tanto en tanto el cuerpo y la cabeza de Aladino inclinándose y levantándose entre escopetas de juguete colgadas del techo con hilos, pelotas de plástico en una redecilla, máscaras de orangután y Frankenstein, cajas de juegos de mesa, botellas de raki y licor, revistas del corazón y de deportes colgadas con pinzas de una cuerda en el escaparate y muñecas en sus cajas: estaba contando los periódicos que había empaquetado para devolverlos. En la tienda no había nadie más. La mujer de Aladino, que durante el día atendía el mostrador, debía estar ahora en la cocina de su casa esperando el regreso de su marido. Alguien entró en la tienda, Aladino pasó detrás del mostrador e inmediatamente después entró una pareja madura que hizo que el corazón de Galip le diera un salto en el pecho. La pareja madura que había entrado después de aquel hombre vestido con ropa estrafalaria salió enseguida con una enorme botella y se cogieron del brazo, pero Galip comprendió rápidamente que no se trataba de ellos; estaban demasiado inmersos en su propio mundo. Después entró un caballero con un abrigo de cuello de piel y empezó a hablar con Aladino. Galip no pudo impedir fantasear sobre lo que estarían hablando.
Ahora no había nadie en la acera que le llamara la atención, ni en la parte de la plaza de Nisantasi, ni en la de la mezquita, ni en la calle que venía de Ihlamur: gente absorta, dependientes sin abrigo que caminaban a toda prisa, solitarios demasiado perdidos en el plomizo azul marino de la noche. Por un momento las calles y las aceras se quedaron desiertas, Galip creyó oír el chirriante neón del cartel publicitario de la tienda que exponía máquinas de coser en su escaparate en la acera de enfrente. Ante la comisaría no había nadie excepto el policía que montaba guardia con una metralleta. Galip sintió miedo al mirar las ramas desnudas y oscuras del castaño de cuyo tronco Aladino colgaba con pinzas y gomas de calzoncillos revistas ilustradas a todo color. Una sensación de estar siendo observado, de que sabían que estaba allí, de que se encontraba en peligro. Se produjo un alboroto repentino: un Dodge modelo del 54 que venía de Ihlamur y un viejo autobús del ayuntamiento marca Skoda que subía hacia Nisantasi estuvieron a punto de chocar en la esquina. Galip vio que los pasajeros del autobús, que había dado un frenazo brusco, se amontonaban, alargaban el cuello y miraban al otro lado de la calle. A la pálida luz del interior del autobús, a menos de un metro de donde él se encontraba, su mirada se cruzó con la de una cara cansada a la que le interesaba el asunto: un hombre agotado, de unos sesenta años; su mirada era extraña, estaba cargada de dolor y tristeza. ¿Se había encontrado antes con él en alguna parte? ¿Era un abogado jubilado o un maestro que esperaba la muerte? Ambos, quizá pensando algo parecido, se observaron con descaro aprovechando aquella coincidencia momentánea que la vida en la ciudad les ofrecía. Cuando el autobús arrancó se perdieron quizá para no volverse a ver nunca más. Galip, entre el humo morado del escape, percibió que mientras tanto se había iniciado un movimiento en la acera opuesta; vio a dos jóvenes de pie ante la tienda de Aladino encendiéndose mutuamente los cigarrillos; dos estudiantes universitarios que esperaban a un tercer amigo antes de ir al cine el viernes por la noche. En la tienda de Aladino había una auténtica multitud: tres personas que miraban las revistas y un sereno. En un abrir y cerrar de ojos apareció en la esquina un vendedor de naranjas de enorme bigote empujando su carrito. ¿O bien llevaba allí un rato y Galip no se había dado cuenta? Abajo, por la parte de la mezquita, se acercaba por la acera una pareja que llevaba unos paquetes, pero Galip vio un niño pequeño en brazos del joven padre. Al mismo tiempo la anciana griega propietaria de la pequeña pastelería de al lado apagó las luces del establecimiento, se arrebujó con su viejo abrigo y salió a la calle. Sonrió educadamente a Galip, asió la reja con un gancho y la bajó con estruendo. En un momento se vaciaron tanto las aceras como la tienda de Aladino. Por la parte del instituto femenino pasó el loco del barrio de arriba, que se creía un famoso futbolista, con su uniforme amarillo y azul marino empujando lentamente un carrito de niño; vendía los periódicos que llevaba en aquel carrito, cuyas ruedas giraban con una música que a Galip le gustaba mucho, en la entraba del cine Inci en Pangalti. Comenzó a soplar un viento no demasiado fuerte. Galip sintió frío. Eran las nueve y veinte. «Esperaré hasta que lleguen tres personas más», pensó. Ya no veía ni a Aladino en el interior de su tienda ni al policía que debía estar ante la comisaría. En uno de los edificios de enfrente se abrió la estrecha puerta de un balcón, Galip vio la luz roja de la brasa de un cigarrillo, luego el hombre arrojó el cigarrillo y volvió a entrar. En las aceras había cierta humedad en la que se reflejaba la luz metálica de los anuncios y de las luces de neón; había trozos de papel, basura, colillas, bolsas de plástico… Por un momento aquella calle en la que había vivido desde su infancia y de cuya transformación había contemplado hasta el menor detalle, el barrio y los edificios lejanos cuyas chimeneas se veían entre el oscuro azul marino de aquella desagradable noche le parecieron a Galip tan ajenos y lejanos como los dinosaurios dibujados en un libro infantil. Luego se sintió como el hombre con rayos X en los ojos, aquel que tanto le habría gustado ser en su infancia: veía el significado secreto del mundo. Las letras de los paneles de la tienda de alfombras, del restaurante y de la pastelería, los pasteles y los croissants, las máquinas de coser y los periódicos de los escaparates en realidad siempre habían indicado aquel segundo significado y los desdichados que pasaban por la acera como sonámbulos vivían a duras penas con el primero, lo único que les quedaba puesto que habían olvidado los recuerdos de ese universo cuyo misterio habían conocido tiempo atrás; como los que han olvidado el amor, la fraternidad y el heroísmo y se conforman con lo que ven al respecto en las películas. Caminó hasta la plaza de Tesvikiye y subió a un taxi.