– Porque en esa época únicamente leía -decía el Príncipe-. Porque únicamente soñaba lo que leía. Porque en esos seis años sólo viví con las ideas y las voces de los autores que leía. Pero tampoco a lo largo de esos seis años pude ser yo mismo -añadía el Príncipe cada vez que recordaba con amargura y nostalgia aquellos felices años-. Yo no era yo y quizá por eso era feliz, pero la misión de un sultán no es ser feliz, ¡es ser él mismo! -dictaba y luego pronunciaba otra frase que le había hecho escribir en los cuadernos al Secretario quizá miles de veces-: Ser uno mismo no sólo es la misión del sultán, sino de todos, de todos.
El Príncipe le hizo escribir que una noche, cuando estaban finalizando aquellos seis años, sintió claramente aquella realidad que llamaba «El mayor descubrimiento y el objetivo de mi vida».
– Como hacía a menudo por las noches, de nuevo imaginaba que me sentaba en el trono otomano y que estaba reprendiendo furioso a un imaginario cretino con la intención de resolver una importante cuestión de Estado. Y le estaba diciendo «Como decía Voltaire» a aquel cretino imaginario cuando de repente me quedé helado considerando la situación en la que había caído. La persona que veía en mi imaginación sentada en el trono otomano como trigésimo quinto sultán no era yo sino que parecía Voltaire, no era yo sino que parecía alguien que imitara a Voltaire. En ese instante, por primera vez, me di cuenta del horror que implicaba el que el sultán que había de gobernar la vida de millones y millones de súbditos y reinar sobre países que en el mapa parecían enormes e infinitos no fuera él mismo, sino otro.
En posteriores ataques de ira el Príncipe contó otras historias relativas al momento en el que por primera vez se había dado cuenta de aquella realidad, pero el Secretario sabía que el momento del descubrimiento siempre giraba en torno a la misma intuición: ¿era correcto que un sultán que había de gobernar la vida de millones de personas permitiera que le corrieran por la mente las ideas de otros? ¿Acaso no era necesario que un príncipe que algún día gobernaría uno de los mayores imperios del mundo actuara sólo según su propia voluntad? ¿Se podía considerar sultán a alguien cuya mente ocupaban las ideas de otros como interminables pesadillas, o sólo era una sombra?
– Después de entender que no debía ser una sombra sino un auténtico sultán, no otro sino yo mismo, decidí que necesitaba librarme de todos los libros que había leído no sólo a lo largo de esos seis años, sino durante toda mi vida -decía el Príncipe cuando comenzaba a narrar los siguientes diez años de su existencia-. Para ser yo mismo y no otro, debía liberarme de todos esos libros, de todos esos autores, de todas esas historias, de todas esas voces. Lograrlo me llevó diez años.
Y así el Príncipe comenzaba a dictarle al secretario cómo se había librado uno a uno de todos los libros que le habían influido. Había quemado todos los volúmenes de Voltaire que había en el pabellón porque, según lo leía, según lo recordaba, el Príncipe se convertía en un francés más inteligente que él, más ingenioso, ateo y bromista, pero que le impedía ser él mismo, escribía el Secretario. Había ordenado que se llevaran del pabellón todos los volúmenes de Schopenhauer porque a causa de aquellos libros el Príncipe se había identificado con una persona que meditaba durante horas y días sobre su propia voluntad y por fin había descubierto que aquel pesimista con el que se identificaba no era un príncipe que algún día habría de ocupar el trono otomano, sino el mismísimo filósofo alemán, escribía el Secretario. Y los tomos de Rousseau, en los que tanto dinero se había gastado para conseguirlos, también había hecho que se los llevaran del pabellón después de hacerlos pedazos porque le convertían en un salvaje que intentaba continuamente atraparse en flagrante delito. «Ordené que quemaran a todos aquellos pensadores franceses, Deltour, De Passet, Morelli, que mantenía que el mundo era un lugar comprensible, y Brichot, que opinaba justo lo contrario, porque al leerlos me veía como un catedrático polemista y sarcástico que intenta refutar las estúpidas observaciones de los pensadores que le han precedido y no como debía verme, como un futuro sultán», decía el Príncipe. Había ordenado quemar Las mil y una noches porque los sultanes que paseaban disfrazados, con los que el Príncipe se había identificado gracias a ese libro, ya no eran el tipo de sultán que él debía ser. También había quemado Macbeth porque cada vez que lo leía se veía a sí mismo como un cobarde sin voluntad dispuesto a mancharse las manos de sangre por conseguir el trono y lo peor era que, en lugar de avergonzarse de ser así, sentía un orgullo poético. Alejó del pabellón el Mesnevi de Mevlâna porque cada vez que se sumergía en las historias de aquel confusísimo libro se identificaba con un santo que creía optimista que las historias confusas eran la esencia de la vida. «Quemé al jeque Galip porque cuando lo leía me veía como un triste enamorado -explicaba el Príncipe-. Y a Bottfolio porque al leerlo me consideraba un occidental que quisiera ser oriental, y a Ibn Zerhani porque al leerlo me consideraba un oriental que quisiera ser occidental, porque no quería considerarme ni oriental, ni occidental, ni apasionado, ni loco, ni aventurero, ni nada que hubiera salido de los libros». Después de aquellas palabras el Príncipe repetía apasionadamente el estribillo que a lo largo de seis años le había hecho escribir al Secretario innumerables veces en tantos cuadernos: «Sólo quería ser yo mismo, sólo quería ser yo mismo, quería ser sólo yo mismo».
Pero sabía que no era nada fácil. Después de librarse de una serie de libros y una vez que ya no oía los ecos de las historias que aquellas obras le habían seguido contando durante años, al Príncipe le resultaba tan insoportable el silencio del interior de su mente que, aunque de mala gana, enviaba a alguno de sus hombres a la ciudad a comprar nuevos libros. En un primer momento se burlaba de los autores de aquellas obras que devoraba en cuanto abría el paquete; luego, furioso, quemaba los libros ceremoniosamente pero, como seguía oyendo sus voces en su mente y como, aunque no quisiera, imitaba a sus autores, decidía que sólo podría librarse de ellos leyendo otros libros y, sintiendo con amargura que sólo un clavo arranca otro clavo, enviaba a alguno de sus hombres a Beyoglu o a Bábiáli, a las librerías en que vendían libros extranjeros, donde los esperaban ansiosos. «Después de que el príncipe Osman Celâlettin Efendi decidiera ser él mismo, combatió con los libros exactamente diez años», escribió un día el Secretario, pero el Príncipe lo corrigió: «No escribas "combatió" sino "peleó"». Después de pelear diez años con los libros y con las voces que se oían en ellos, el príncipe Osman Celâlettin Efendi comprendió que sólo podría ser él mismo creando sus propias historias, elevando su propia voz contra las voces de aquellos libros y tomó un Secretario a su servicio.
– Durante esos diez años el príncipe Osman Celâlettin Efendi no sólo peleó con los libros y sus historias, sino con todo lo que comprendía que le impedía ser él mismo -añadía a gritos el Príncipe mientras bajaba desde lo alto de las escaleras, y el Secretario anotaba cuidadosamente aquella frase y las que la seguían, pronunciadas por el Príncipe con convicción y entusiasmo por milésima primera vez y con la misma determinación que la primera a pesar de haberlas repetido ya en miles de ocasiones. El Secretario también escribió que a lo largo de esos diez años el Príncipe no sólo había peleado con los libros, sino también con los objetos que lo rodeaban y que lo coartaban tanto como los libros. Porque todos aquellos muebles, las mesas, los sillones, las mesitas lo distraían proporcionándole una comodidad o una incomodidad necesarias o innecesarias; porque todos aquellos ceniceros y candelabros retenían su mirada y el Príncipe no podía concentrarse en las ideas que le permitirían ser él mismo; porque los óleos de las paredes, los floreros de las mesas y los blandos cojines de los sofás lo transportaban a estados espirituales que no pretendía; porque todos aquellos relojes, cuencos, plumas y viejas sillas estaban cargados de referencias y recuerdos que le impedían al Príncipe ser él mismo.