El Secretario escribió que durante aquellos diez años el Príncipe había peleado, además de con todos los objetos que había apartado de su vista, rompiendo algunos, quemando otros y tirando el resto, con los recuerdos que siempre lo convertían en otro. «Me hacía perder la cabeza el encontrar de repente en medio de lo que pensaba o lo que imaginaba un detalle del pasado, pequeño, simple, sin importancia, que aparecía años después como un asesino despiadado que quisiera matarme o como un loco que hubiera perseguido durante años una venganza incomprensible», decía el Príncipe. Porque era algo horrible que alguien que debía pensar en la vida de millones y millones de pobres gentes tras ascender al trono otomano se encontrara de repente en medio de sus reflexiones con un cuenco de fresas que había comido de niño o con una frase estúpida dicha por algún inútil agá del harén. Un sultán, cuya obligación era ser él mismo y que debía concentrarse solamente en sus propios pensamientos, en su propia voluntad y en los resultados de sus decisiones, no, sólo un sultán no, cualquiera, debía oponerse a la agradable y caprichosa música de los recuerdos que le impedían ser él mismo. «Para luchar contra los recuerdos que mancillaban la pureza de sus reflexiones y de su propia voluntad, el príncipe Osman Celâlettin Efendi ordenó secar todas las fuentes de olor de su pabellón, destruir todos los objetos y ropa que le eran familiares, perdió toda relación con ese arte estupefaciente llamado música y con el piano blanco que jamás había tocado e hizo pintar de blanco todas las paredes del pabellón», escribió en cierta ocasión el Secretario.
– Pero lo peor de todo, más insoportables que todos los recuerdos, objetos y libros, eran las personas -añadía el Príncipe recostado sobre un sofá que aún no había tirado y después de haberle hecho leer al Secretario lo que había escrito. Llegaban de cualquier manera: aparecían de repente en los momentos más inesperados, a las horas más inconvenientes trayendo consigo asquerosos cotilleos y rumores inútiles. Querían hacerte un favor y sólo conseguían perturbar tu paz espiritual. Su cariño, más que tranquilizador, resultaba asfixiante. Hablaban para demostrar que tenían algo en la cabeza. Te contaban historias para convencerte de que eran personas interesantes. Te molestaban para demostrarte que te querían. Quizá todo aquello no fuera tan importante, pero el Príncipe, que se moría por ser él mismo y que sólo quería quedarse a solas con sus reflexiones, después de cada visita de aquellos imbéciles, de aquellos innecesarios, desapasionados y vulgares cotillas, durante largo tiempo sentía que no podía ser él mismo.
– El príncipe Osman Celâlettin Efendi pensaba que el mayor obstáculo para que un hombre pueda ser él mismo es la gente que lo rodea -escribió en cierta ocasión el Secretario-. El mayor placer de la gente es conseguir que los otros se le parezcan -escribió en otro momento. Y también escribió que el mayor temor del Príncipe era que en el futuro, cuando ascendiera al trono, se vería obligado a relacionarse con esa gente.
– Uno se deja influir por la compasión hacia los que son dignos de pena, hacia los pobres y los miserables -decía el Príncipe-. Nos dejamos influir por los que son vulgares y no tienen personalidad porque acabamos por ser como ellos, vulgares y sin personalidad. Pero también nos influyen los que sí tienen personalidad y son dignos de respeto porque, sin darnos cuenta, acabamos por imitarlos y, de hecho, estos últimos son los más peligrosos -decía el Príncipe-. ¡Pero escribe que los alejé a todos de mí, a todos! ¡Escribe también que toda esa lucha la comencé no sólo por mí, no sólo para ser yo mismo, sino por la liberación de millones de hombres!
Porque una noche del decimosexto año de aquella «increíble batalla a vida o muerte» que había iniciado para liberarse de la influencia de cualquiera, mientras luchaba con los objetos familiares, los queridos olores y los libros que tanto habían influido en él, una noche en la que contemplaba a través de las persianas «occidentalizadas» la nieve que cubría el jardín y la luz de la luna, el Príncipe había comprendido que la guerra que mantenía no era en realidad la suya, sino la de millones de desdichados cuyo destino estaba unido al del Imperio Otomano, que se estaba desmoronando. Como el Secretario escribió quizá decenas de miles de veces en múltiples cuadernos en los últimos seis años de vida del Príncipe: «Todos los pueblos que no pueden ser ellos mismos, todas las civilizaciones que imitan a otras, todas las naciones que se contentan con las historias de otras» están condenados a desplomarse, a desaparecer, a ser olvidados. Y así, el decimosexto año desde que se retiró al pabellón de caza para esperar su ascensión al trono, en los días en que comprendió que sólo podría combatir las historias que oía en su interior elevando la voz de las suyas propias, en la época en que estaba a punto de tomar un Secretario a su servicio, el Príncipe entendió que la lucha que había vivido durante dieciséis años como una experiencia personal y espiritual era en realidad «una lucha histórica a vida o muerte», «la última fase de un combate por mudar o no de piel como sólo era posible contemplar una vez cada mil años», «el más importante hito histórico de una evolución que, dentro de algunos siglos, será considerada con razón por los historiadores como un cambio de rumbo decisivo».
Tiempo después de aquella noche en la que la luna brillaba sobre el jardín cubierto de nieve recordándole lo extenso y lo terrible del tiempo infinito, en los días en que hacía sentarse ante una mesa de caoba frente al sofá al viejo, fiel y paciente Secretario que había tomado a su servicio y comenzaba a contarle su historia y a hablarle de su hallazgo, el Príncipe recordaría que en realidad había descubierto aquella «extremadamente importante dimensión histórica» de su historia muchos años antes. ¿Acaso no había visto con sus propios ojos, antes de encerrarse en el pabellón de caza, cómo cambiaban las calles de Estambul cada día que pasaba imitando una ciudad imaginaria de un país extranjero inexistente? ¿No sabía que los desdichados y los infelices que llenaban esas mismas calles cambiaban de forma de vestir observando a los viajeros occidentales, examinando las fotografías extranjeras que caían en sus manos? ¿No había oído él mismo cómo los tristes que por las noches se reunían alrededor de las estufas de los cafés de los suburbios en lugar de contarse los cuentos tradicionales que habían heredado de sus padres se leían la basura de los periódicos que escribían columnistas de segunda saqueando Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo después de islamizar los nombres de los personajes? Aún peor, ¿no había frecuentado él mismo librerías de armenios donde se editaban encuadernadas aquellas infamias con la excusa de que le servían para matar el tiempo? ¿No había sentido el Príncipe cada vez que se miraba al espejo, antes de demostrar la decisión y la voluntad necesarias para encerrarse en el pabellón, en los tiempos en que se arrastraba por la vulgaridad con todos aquellos infelices, amargados y desdichados, que su cara iba perdiendo lentamente su antiguo significado misterioso tal y como les ocurría a dichos infelices? «Sí, lo sentía -escribía el Secretario después de cada una de aquellas preguntas porque sabía que el Príncipe quería que lo escribiera así-. Sí, el Príncipe sentía que también su rostro cambiaba». Antes de que se cumpliera el segundo año desde que comenzara a trabajar con el Secretario -a lo que hacían el Príncipe lo llamaba «trabajar»-, el Príncipe ya le había dictado al Secretario todo lo que se refería a los sonidos que producía de niño imitando todo tipo de barcos, a las delicias turcas que se había comido, a todas las pesadillas que había tenido y a todos los libros que había leído a lo largo de sus cuarenta y siete años de vida, a la ropa que más le gustaba y a la que más le disgustaba, a las enfermedades que había sufrido y a las especies animales que conocía y lo había hecho, según aquella frase que repetía tan a menudo: «Valorando cada frase, cada palabra, a la luz de la gran verdad que he descubierto». Cada mañana, cuando el Secretario ocupaba su lugar ante la mesa de caoba y el Príncipe en el sofá que había frente a ella, o en el espacio a su alrededor que le servía para pasear, o en las escaleras que subían al piso superior desde aquel mismo espacio, o en las que bajaban desde el piso superior, quizá ambos supieran que el Príncipe no tenía ninguna nueva historia que dictar. Pero lo que ambos buscaban era aquel silencio. Porque «sólo cuando ya no queda nada que contar, el hombre se ha acercado bastante a ser él mismo -decía el Príncipe-. Sólo cuando a uno se le ha agotado ya lo que tenía que contar, cuando oye en su interior el profundo silencio que se produce al callarse todos los recuerdos, los libros, las historias y la memoria, puede ser testigo de cómo se eleva su propia voz, que le hará ser él mismo, desde las profundidades de su espíritu, desde los infinitos y oscuros laberintos de su yo».