En otra ocasión, sólo cien días antes de su muerte, en aquellos días en que, para aplastar las voces de otros y las historias de otros que volvía a oír en su interior, enumeraba airado las personalidades que había llevado consigo como una segunda alma a lo largo de su vida conscientemente o no, el Príncipe le dictó en voz baja que de todas aquellas personalidades que había vestido como si fuera algún desgraciado sultán que se ve obligado a cambiarse de ropa cada noche, la que más le gustaba era la del hombre enamorado de una mujer cuyo pelo olía a lilas. Como el Príncipe le hacía leer meticulosamente una y otra vez cada línea, cada frase que le dictaba y como a lo largo de aquellos seis años lentamente había llegado a conocer, poseer y asimilar la memoria entera del Príncipe y todo su pasado hasta en los menores detalles, el Secretario supo que la mujer cuyo pelo olía a lilas era la señora Leyla porque recordaba que en otra ocasión el Príncipe le había dictado la historia de un enamorado que no podía ser él mismo a causa de una mujer cuyo pelo olía a lilas y que no pudo serlo porque, cuando ella murió por un accidente o un error del que él nunca pudo comprender si había sido culpable, no logró olvidar el olor a lilas.
Los últimos meses que el Príncipe y el Secretario pasaron juntos transcurrieron, como el Príncipe había dicho con el entusiasmo que precedió a su enfermedad, «con redoblado trabajo, redoblada esperanza y redoblada convicción». Fueron los tiempos en que el Príncipe dictaba todo el día y oía con más fuerza en su interior aquella voz que le convertía en él mismo según dictaba y según narraba sus historias. Trabajaban hasta bien avanzada la noche y, por tarde que fuera, el Secretario subía al coche de caballos que lo esperaba en el jardín, volvía a su casa y al día siguiente, por la mañana temprano, regresaba a ocupar su lugar ante la mesa de caoba.
El Príncipe le contaba las historias de reinos que se habían derrumbado por no poder ser ellos mismos, de naciones que habían desaparecido porque habían imitado a otras naciones, de pueblos en lejanas y desconocidas tierras que habían sido olvidados porque no habían sabido vivir su propia vida. Los ilirios habían desaparecido de la escena de la Historia porque a lo largo de doscientos años no habían logrado encontrar un rey con una personalidad lo bastante fuerte como para enseñarles a ser sólo ellos mismos. El hundimiento de Babel no se había debido, como se creía, al desafío del rey Nemrod a Dios, sino a que habían consagrado todas sus fuerzas a la construcción de la torre secando las fuentes que les habrían permitido ser ellos mismos. El pueblo nómada de los lapitas, cuando estaba a punto de asentarse y formar un Estado, se dejó llevar por el embrujo de los aytipas, con los que comerciaban, se entregó con todas sus fuerzas a imitarlos y desapareció. El hundimiento de los sasánidas se debió, tal y como escribió Tabari en su Historia, a que sus tres últimos gobernantes, Kavaz, Ardasir y Yazdigird, no fueron ellos mismos ni un solo día a lo largo de sus vidas, fascinados como estaban por los bizantinos, los árabes y los judíos. El gran reino de Lidia se hundió sólo cincuenta años después de que construyeran en su capital, Sardes, el primer templo bajo la influencia de Susa y desapareció para siempre del teatro de la Historia. Los severos eran una raza que ni siquiera los historiadores recordaban porque, cuando estaban a punto de establecer un gran imperio asiático, comenzaron, como si todo el pueblo fuera presa de una enfermedad contagiosa, a vestir las ropas de los sármatas, a llevar sus adornos y a recitar sus poesías y no sólo perdieron su memoria sino que también olvidaron el misterio que les hacía ser ellos mismos. «Los medos, los paflagonios, los celtas», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía adelantándose a su señor: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». «Los escitas, los kalmukos, los misios», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». Cuando ya tarde, bañados en sudor, terminaban de trabajar y con las historias de muerte y decadencia, oían fuera, en el silencio de la noche veraniega, el decidido canto de un grillo.
Cuando el Príncipe, un ventoso día de otoño en que las hojas rojas del castaño caían en la fuente del jardín llena de nenúfares y ranas, se resfrió y cayó en cama, ninguno de los dos le dio demasiada importancia. Por aquel entonces el Príncipe estaba narrando todo lo que les ocurriría a las sorprendidas gentes que tendrían que vivir en las cada vez más degeneradas calles de Estambul en caso de que no consiguiera ser él mismo algún día, en caso de que no pudiera ascender al trono otomano con toda la fuerza que le otorgaría ser él mismo: «Verán sus propias vidas con la mirada de otros, escucharán los cuentos de otros en lugar de sus propias historias, les fascinarán las caras de otros en lugar de las suyas propias», decía. Bebieron infusiones de las hojas de tilo que habían recogido de los árboles del jardín y trabajaron hasta bien entrada la noche.
Al día siguiente, cuando el Secretario subió al piso de arriba para tomar otro edredón con el que cubrir a su señor, que estaba recostado en el sofá ardiendo de fiebre, notó como por un extraño hechizo lo vacío, lo absolutamente vacío que estaba aquel pabellón cuyas mesas y sillas habían sido destruidas a lo largo de los años, en el que las puertas habían sido arrancadas de sus goznes, del que había desaparecido todo el mobiliario. En las vacías habitaciones del pabellón, en sus paredes, en las escaleras, había una blancura que parecía salida de un sueño. En una habitación vacía había un piano blanco Steinway, como no había otro igual en Estambul, resto de la niñez del Príncipe, que llevaba años sin que nadie lo tocara y que no había sido tirado porque fue olvidado por completo. En la blanquísima luz que entraba por las ventanas del pabellón como si se vertiera desde otro planeta, el Secretario vio la misma blancura, que daba la impresión de que todos los recuerdos habían empalidecido, de que la memoria se había congelado y de que, al retirarse todos los sonidos, los olores y los objetos, el tiempo se hubiera detenido. Mientras bajaba las escaleras con un blanco e inodoro edredón en los brazos, notó que el sofá en el que estaba recostado el Príncipe, su propia mesa de caoba, en la que tantos años llevaba trabajando, el papel blanco, las ventanas, eran tan frágiles, delicados e irreales como los de las casas de juguete con las que juegan los niños pequeños. Mientras cubría con el edredón a su señor, que llevaba dos días sin afeitarse, vio que su barba había encanecido. En su cabecera había un vaso de agua a medias y unas pildoras blancas. -Anoche soñé que mi madre me esperaba en un espeso y oscuro bosque en un lejano país -dictó el Príncipe desde el sofá-. Caía agua de un enorme aguamanil rojo, pero era espesa como la boza -dictó el Príncipe-. Entonces comprendí que había podido resistir porque durante toda mi vida había insistido en ser yo mismo -dictó el Príncipe-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi pasó toda su vida esperando el silencio de su interior para poder oír su propia voz y sus propias historias -escribió el Secretario-. Para esperar el silencio -repitió el Príncipe-. Los relojes no deben detenerse en Estambul -dictó el Príncipe-. Al mirar los relojes que había en mi sueño -dijo el Príncipe-, creyó que siempre había estado contando las historias de otros -continuó el Secretario. Se produjo un silencio-. Envidio a las piedras de los solitarios desiertos, a los roquedales entre montañas en las que el hombre nunca ha puesto el pie y a los árboles de los valles que nadie ha visto sólo porque pueden ser ellos mismos -dictó el Príncipe con voz fuerte y decidida-. Mientras paseaba en mi sueño por el jardín de mis recuerdos -comenzó a decir en cierto momento-. Nada -añadió luego-. Nada -escribió cuidadosamente el Secretario. Se produjo un silencio largo, muy largo. Después el Secretario se levantó de la mesa, se acercó al sofá en el que estaba tumbado el Príncipe, observó con atención a su señor y regresó en silencio a su mesa-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi falleció después de haber dictado esta frase el 7 de saban de 1321, jueves, a las tres y cuarto de la mañana en su pabellón de caza en la colina de Tesvikiye -escribió luego. Veinte años después, el Secretario añadió con la misma caligrafía: «Siete años más tarde, ascendió al trono que el príncipe Osman Celâlettin Efendi no había vivido lo suficiente para ocupar su hermano mayor Mehmet Resat Efendi, aquel al que había dado un pescozón en su niñez, y durante su reinado el Estado Otomano, que había decidido participar en la Gran Guerra, se hundió».