El cuaderno había sido llevado por un familiar del Secretario a Celâl Salik y este artículo fue encontrado entre los papeles de nuestro columnista tras su muerte.
36. Pero yo, que escribo esto
«Vosotros que leéis estáis aún entre los vivos pero yo, que escribo esto, hará mucho que me habré ido a la región de las sombras.»
Sombra. Parábola, E. A. POE
«¡Sí, sí, yo soy yo!», pensó Galip al acabar la historia del Príncipe. «¡Sí, yo soy yo!» Estaba tan seguro de que podía ser él mismo por haber contado la historia y estaba tan contento de poder ser él mismo por fin que quería ir lo antes posible al edificio Sehrikalp, sentarse a la mesa de Celâl y escribir nuevas columnas.
El conductor del taxi al que se subió tras salir del hotel comenzó a contarle una historia. Galip le escuchaba tolerante porque había comprendido que uno sólo puede ser él mismo contando historias.
Hacía cien años, un día de verano, mientras los ingenieros alemanes y turcos que estaban construyendo la estación de Haydarpasa trabajaban en las mesas donde habían extendido los papeles con sus números, un buceador que estaba pescando algo más allá se encontró una moneda en el fondo del mar. En la moneda estaba grabada la cara de una mujer. Era una cara extraña, fascinante. El buceador le mostró su hallazgo a uno de los ingenieros turcos que trabajaban protegidos por paraguas negros por si él era capaz de extraer de las letras el misterio de la cara, ya que él no había sido capaz de descifrarlo. El joven ingeniero se quedó tan impresionado, y no por la leyenda de aquella moneda bizantina, sino por la hechicera expresión del rostro de la emperatriz de Bizancio, que le poseyó un asombro, un temor incluso, que sorprendió al mismo buceador. Porque en la cara de la emperatriz había algo que no sólo tenía que ver con los alfabetos árabe y latino que el ingeniero usaba en sus papeles, sino al mismo tiempo algo que le recordaba a su querida prima, con la que había estado tantos años planeando casarse. En aquel momento dicha joven había sido prometida en matrimonio a otro.
– Sí, el camino está cerrado por la parte de la comisaría de Tesvikiye -dijo el taxista respondiendo a la pregunta de Galip-. Han vuelto a matar a alguien.
Galip bajó del taxi y se metió por la estrecha y corta callejuela que une la calle Emlak y la Tesvikiye. En el lugar en el que se cortaban se reflejaban en el húmedo asfalto las intermitentes luces azules de los coches de la policía con un pálido y triste color de neón. Sobre el pequeño ensanche que había ante la tienda de Aladino, que aún tenía las luces encendidas, flotaba un silencio mágico como Galip no había sentido en su vida y que sólo dejaría de resultarle extraño en sueños.
Habían cortado el tráfico. Los árboles no se movían. No soplaba la menor brisa. Las voces y las luces artificiales le daban al pequeño ensanche un ambiente de escenario teatral. Los maniquíes entre las máquinas de coser Singer del escaparate parecían dispuestos a mezclarse con los policías y los funcionarios. «¡Sí, yo también soy yo!», le apeteció decir a Galip. Al brillar entre los curiosos y los policías el azul plateado del flash de un fotógrafo, Galip se dio cuenta de algo, como si se acordara de un recuerdo que surgiera de un sueño, como si hubiera encontrado una llave que hubiese perdido hacía veinte años, como si reconociera una cara que no hubiera querido ver: a dos pasos del escaparate donde se exponían las máquinas Singer, en la acera, yacía una mancha blanca. Una única persona: Celâl. Le habían cubierto con periódicos. ¿Dónde estaba Rüya? Galip se acercó.
La cabeza, que dejaban al descubierto los periódicos que envolvían todo su cuerpo como si fueran un edredón de papel impreso, se apoyaba en la sucia acera cubierta de barro como si descansara en una almohada. Tenía los ojos abiertos, pero en su rostro había una expresión ensimismada, como si estuviera soñando, cansada, como si se hubiera perdido en sus propios pensamientos; también parecía sereno, como si contemplara las estrellas; estoy descansando y recordando, parecía decir. ¿Dónde estaba Rüya? A Galip le invadió la impresión de que era un juego, una broma, luego una sensación de remordimientos. No había rastros de sangre. ¿Cómo había podido saber que el cadáver era el de Celâl antes de verlo? ¿Saben?, quiso decir, resulta que no sabía que lo sabía todo. Había un pozo en su mente, en mi mente, en nuestra mente; un botón, un botón morado; monedas, chapas de gaseosa, botones que salen de detrás del armario. Contemplamos las estrellas, las estrellas a través de las ramas de los árboles. Tápenme bien con el edredón, parecía decir el cadáver, no vaya a ser que me quede frío. Tápenle bien con el edredón no vaya a ser que se quede frío. Galip sintió frío. «¡Yo soy yo!» Se dio cuenta de que las páginas de periódico que cubrían el cadáver completamente abiertas eran del Milliyet y el Tercüman. Manchas de gasolina de siete colores. Miró aquellas páginas por si estaba la columna de Celâclass="underline" no te quedes frío. Hace frío.
Oyó una voz metálica que llamaba al comisario por la radio de un furgón de la policía que tenía la puerta abierta. ¿Dónde está Rüya, señor mío? ¿Dónde? ¿Dónde? Las luces del semáforo de la esquina parpadeando inútilmente. Verde. Rojo. Otra vez, otra más. Verde. Rojo. También en el escaparate de la señora pastelera. Verde, rojo. Recuerdo, recuerdo, recuerdo, decía Celâl. Las rejas de la tienda de Aladino estaban bajadas pero las luces del interior estaban encendidas. ¿Podía ser aquello una pista? Señor comisario, quiso decir Galip, estoy escribiendo la primera novela policíaca turca, mire, ésta es la primera pista: las luces se han quedado encendidas. En el suelo hay colillas, pedazos de papel, basura. Galip descubrió a un policía joven, se acercó a él y comenzó a hacerle preguntas.
Los hechos habían ocurrido entre las nueve y media y las diez. No se sabía quién era el asesino. El pobre hombre había caído muerto al instante. Sí, era un periodista famoso. No, no lo acompañaba nadie. El policía tampoco sabía por qué retenían allí el cadáver. No, gracias, no fumaba. Sí, difícil profesión la de policía. No, nadie lo acompañaba en el momento de los hechos, el agente estaba seguro de aquello. ¿Por qué lo preguntaba el señor? ¿A qué se dedicaba el señor? ¿Qué hacía allí el señor a esas horas de la noche? ¿Podía enseñarle el señor su documentación?
Mientras el policía examinaba su carnet, Galip miró el edredón de periódicos bajo el cual yacía el cuerpo de Celâl. De lejos se apreciaba mejor que las luces de neón del escaparate de los maniquíes se reflejaban en los periódicos con un brillo ligeramente rosa. Pensó: señor policía, el difunto le daba mucha importancia a pequeños detalles de este tipo. Yo soy el de la fotografía y esta cara es la mía. Tenga, gracias. De nada. Me voy. Mi mujer me está esperando en casa. Me parece que me las he arreglado bien.
Después de pasar sin detenerse ante el edificio Sehrikalp y de cruzar a la carrera la plaza de Nisantasi, acababa de entrar en la calle de su casa cuando, por primera vez en años, un perro callejero, un chucho color barro, le gruñó y le ladró como si fuera a atacarlo. ¿De qué podía ser aquello señal? Cambió de acera. ¿Estaban encendidas las luces del salón? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta? Iba pensando mientras subía en el ascensor.