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En casa no había nadie. Y por ninguna parte había el menor rastro de que Rüya hubiera vuelto y se hubiera marchado de nuevo. Todo, lo que había tocado, los picaportes de las puertas, las tijeras y las cucharas tiradas aquí y allá, los ceniceros en los que en tiempos Rüya había apagado sus cigarrillos, la mesa en la que en tiempos se habían sentado juntos a comer, los vacíos y melancólicos sillones en los que en tiempos se habían sentado frente a frente, todo resultaba insoportablemente triste, insoportablemente amargo. Salió a la carrera. Caminó largo rato por las calles. No había otro movimiento que el de los perros revolviendo los cubos de basura por las aceras que unían Nisantasi con Sisli, las mismas por las que en su niñez había caminado nervioso a toda prisa para ir al cine Site con Rüya. ¿Cuántos artículos escribiste sobre aquellos perros? ¿Cuántos escribiré yo? Tras una larga caminata regresó a la plaza de Tesvikiye dando la vuelta por las calles que rodeaban la mezquita y, tal y como había esperado, sus pasos lo condujeron a la esquina donde cuarenta y cinco minutos antes yacía el cadáver de Celâl. Pero en la esquina no había nadie. El cadáver, los coches de policía, los periodistas y la multitud se habían marchado todos juntos. Galip, a la luz de neón que se proyectaba entre los maniquíes ante el escaparate que exponía máquinas de coser, tampoco pudo ver el menor rastro en la acera donde había estado el cuerpo de Celâl. Debían haber recogido con mucho cuidado los periódicos que cubrían al muerto. Delante de la comisaría un policía hacía la guardia nocturna, como siempre.

Sintió un cansancio desacostumbrado cuando entró en el edificio Sehrikalp. El piso de Celâl, que de forma tan decidida imitaba el pasado, le pareció a Galip tan emotivo, sorprendente y conocido como pueda resultarle su casa a un soldado que regresa a ella después de aventuras y guerras que han durado años. ¡Y qué lejano se había quedado aquel pasado! No obstante, no hacía ni seis horas que había salido de allí. El pasado era tan atrayente como el sueño. Como un niño inocente, como un niño culpable, pensando que soñaría con columnas de periódico a la luz de las farolas, con fotografías, con el misterio, con Rüya, con lo que buscaba, pensando que en su sueño no haría nada malo, que haría algo malo, se acostó en la cama de Celâl y se durmió.

Al despertarse pensó lo siguiente: «Sábado por la mañana». Pero ya era el mediodía del sábado. Un día en el que no tendría que ir al despacho ni a los juzgados. Sin ponerse las zapatillas fue a alcanzar el Milliyet que le habían echado por debajo de la puerta. «Celâl Salik asesinado.» El titular de la noticia estaba encima del nombre del periódico. Habían publicado una fotografía del cadáver tomada antes de que lo cubrieran con periódicos. Dedicaban toda la página al suceso. Rápidamente habían conseguido declaraciones del Presidente del Gobierno y de otros tipos importantes y famosos. Habían colocado en un recuadro el artículo en clave escrito por Galip y titulado «Vuelve a casa» como si fuera «su último artículo». Habían publicado una agradable fotografía de Celâl bastante reciente. Según todos los famosos, habían disparado contra la democracia, contra la libertad de pensamiento, contra la paz y contra todas esas cosas buenas que la gente saca a relucir a la menor ocasión. Se habían tomado medidas para atrapar al asesino.

Fumaba sentado a la mesa repleta de papeles y recortes de prensa. Durante largo rato estuvo sentado a la mesa fumando en pijama. Cuando sonó el timbre de la puerta tenía la impresión de llevar una hora fumando el mismo cigarrillo. Era la señora Kamer. Cuando la puerta se abrió de repente, primero se quedó mirando a Galip con las llaves en la mano como si viera un espectro y luego entró, se arrojó con dificultad en el sillón que había junto al teléfono y comenzó a llorar. Todos creían que Galip también había muerto. Todos llevaban días preocupados por ellos. En cuanto leyó la noticia había salido a toda prisa para ir a casa de la Tía Hâle. Al pasar por delante de la tienda de Aladino vio que dentro había una multitud. Entonces se dio cuenta de que aquella mañana habían encontrado en la tienda el cuerpo de la señora Rüya. Cuando Aladino había abierto la tienda aquella mañana se había encontrado el cadáver de Rüya durmiendo entre las muñecas.

Lector, eh, lector, en este punto de mi libro, en el que he intentado desde el principio separar meticulosamente, aunque quizá no con demasiada fortuna, al narrador del protagonista y los artículos de periódico de las páginas donde se desarrolla la acción, o sea, después de tantos bienintencionados esfuerzos de los que quizá te hayas dado cuenta, permíteme que intervenga aunque sólo sea una vez antes de enviar estas líneas al maquetador. En ciertos libros hay algunas páginas que parecen grabarse en nuestras mentes de tal manera que somos incapaces de olvidarlas, más que por la pericia del autor, porque la historia parece fluir «por sí misma» como si se hubiera escrito «por sí misma». Esas páginas permanecen en nuestra mente o en nuestro corazón -llamadlo como queráis-, no como maravillas creadas por la pluma de un profesional experto en la materia, sino como un recuerdo conmovedor, doloroso y que nos mueve a las lágrimas y que recordaremos durante años, como esas horas que durante nuestra vida hemos pasado en el Paraíso o en el Infierno o en ambos o, sobre todo, fuera de ambos. Bien, si yo fuera un escritor experto y hábil en lugar del columnista advenedizo que soy, creería con toda confianza que estaríamos en una de esas páginas de mi obra Rüya y Galip que acompañarán durante años a mis inteligentes y sensibles lectores. Pero como soy realista en lo que respecta a mis capacidades y en cuanto a lo que he escrito, no dispongo de tal confianza. Por eso me gustaría dejar al lector solo con sus recuerdos en estas páginas de mi historia. Lo mejor que puede hacerse con ese objeto es sugerir al maquetador que cubra estas páginas con tinta negra. Para que podáis forjar con vuestra imaginación lo que yo no sabría escribir con propiedad. Para darles el color del negro sueño en el que me embarqué en el punto en que interrumpí la historia, para recordaros en todo momento el silencio que había en mi mente mientras caminaba como un sonámbulo entre los sucesos de los días posteriores. Ved las páginas que siguen como páginas negras, como recuerdos de un sonámbulo.

La señora Kamer fue corriendo de la tienda de Aladino a la casa de la Tía Hâle. Allí todos lloraban pensando que Galip también había muerto. La señora Kamer les confió por fin el secreto de Celâclass="underline" les dijo que Celâl llevaba años, y Rüya y Galip una semana, ocultándose aquí, en el piso superior del edificio Sehrikalp. Todos volvieron a pensar que Galip estaba tan muerto como Rüya. Luego, cuando la señora Kamer regresó aquí, al edificio Sehrikalp, el Señor Ismail le había dicho: «¡Sube a echar una mirada arriba!». La señora Kamer cogió las llaves y subió y justo antes de abrir la puerta la invadió un extraño temor y después una convicción igualmente extraña, la convicción de que Galip vivía. Llevaba una falda verde pistacho que Galip le había visto a menudo y un sucio delantal.

Mucho después, cuando fue a su casa, Galip vio que la Tía Hâle llevaba un vestido de la misma tela verde pistacho, sobre la que se abrían unas flores moradas. ¿Era una casualidad o una fatalidad que provenía de treinta y cinco años atrás y que le recordaba que el mundo es tan mágico como los jardines de la memoria? Galip explicó a su padre, a su madre, a su Tío Melih, a su Tía Suzan, a todos los que le oían entre lágrimas, que desde que Rüya y él regresaran de Esmirna cinco días antes habían pasado con Celâl la mayor parte del tiempo, incluyendo algunas noches, en el edificio Sehrikalp: Celâl había comprado el piso superior años atrás pero se lo había ocultado a todo el mundo. Se escondía de alguien que lo amenazaba.