Выбрать главу

Su tienda estaba en un barrio que, en tiempos, decían que era «de lo mejorcito» de Estambul, pero sus clientes siempre, siempre le sorprendían. Le sorprendían los señores encorbatados que aún no se habían enterado de que existía algo llamado cola y no podía soportar y gritaba a los que, aunque sí lo sabían, eran incapaces de esperar. Había dejado de vender billetes de autobús porque cada vez que se le veía aparecer por la esquina cuatro o cinco personas se metían en la tienda tan excitados como guerreros mongoles que se lanzan al saqueo gritando «Un billete, un billete, por Dios, rápido, un billete» y se lo desordenaban todo. Había visto matrimonios que llevaban cuarenta años casados y que se peleaban cada vez que escogían un billete de lotería, a mujeres pintadísimas que olían treinta tipos de jabón antes de comprar una pastilla, a oficiales jubilados que antes de comprar un silbato probaban uno por uno una caja entera; pero ya se había acostumbrado y no le importaba. Ya no le importaban el ama de casa que iba a preguntarle si no tenía algún número atrasado de alguna fotonovela cuyo último número había salido once años antes, ni el señor gordo que antes de comprar un sello lo lamía para probar el sabor del pegamento, ni la mujer del carnicero que le devolvía airada el clavel artificial de cretona que había comprado el día anterior porque no olía.

Había levantado aquella tienda trabajando con uñas y dientes. Durante años había encuadernado con sus propias manos los tebeos antiguos de Texas y Tom Mix; por las mañanas, mientras toda la ciudad dormía, abría la tienda y la barría, colgaba de la puerta y del castaño periódicos y revistas, colocaba las últimas novedades en el escaparate; durante años había recorrido todo Estambul, palmo a palmo, tienda a tienda, para poder ofrecer a sus clientes, simplemente porque se los pedían, los productos más extraños (bailarinas de juguete que giraban al acercarles un espejo magnetizado, cordones de zapatos tricolores, pequeñas estatuas de yeso de Atatürk en cuyos ojos brillaban bombillas azules, sacapuntas en forma de molinos holandeses, rótulos de SE ALQUILA PISO o EN EL NOMBRE DE DIOS, chicles con aroma a pino en los que salían cromos de aves numerados del uno al cien, dados de chaquete color rosa que sólo se vendían en el Gran Bazar, calcomanías de Tarzán y Barbarroja, capirotes con los colores de los equipos de fútbol -él mismo había llevado diez años uno azul-, artefactos de hierro que por un extremo eran calzador y por el otro abrebotellas); no se negó ni a los caprichos más inimaginables («¿Tiene usted de esa tinta azul que huele a agua de rosas?» «¿Por casualidad no podría encontrar esos anillos que cantan?»); como pensaba que, ya que le preguntaban, existía algún ejemplar de aquello, respondía «¡Mañana se lo traigo!», tomaba nota en su cuaderno y al día siguiente, como un viajero que saliera a buscar un misterio en la ciudad, preguntaba tienda por tienda, lo buscaba y lo encontraba. Tuvo épocas en las que ganó dinero sin tener que cansarse vendiendo en cantidad increíble fotonovelas, cuentos ilustrados de vaqueros o fotografías de artistas locales de expresión hueca, y días incómodos, fríos y aburridos haciendo cola cuando el café o el tabaco acababan en el mercado negro. Al observar desde su tienda a la gente que fluye por las aceras es imposible saber si son «así» o «asá», es gente «un poco, un poco, cómo le diría yo…».

Antes de que te dieras cuenta, toda esa muchedumbre, cada uno aparentemente con un aspecto distinto, se dejaba arrastrar a un tiempo por la pasión de poseer una pitillera musical, de improviso se lanzaban a quitarse de las manos unas plumas estilográficas del tamaño de mi meñique importadas de Japón, y al mes siguiente olvidaban todo aquello y empezaban a comprar de tal manera unos mecheros en forma de pistola que Aladino no daba de sí. Luego comenzaba repentinamente la moda de unas boquillas de plástico y durante seis meses todo el mundo usaba aquellas boquillas transparentes observando con el placer de un científico degenerado el asqueroso alquitrán de los cigarrillos que fumaban; dejaban aquello y todos, derechistas e izquierdistas, ateos y beatos, le compraban a Aladino rosarios de todas las formas y colores y comenzaban a pasar las cuentas en cualquier parte; amainaba aquella tormenta y, sin que a Aladino le diera tiempo a devolver los rosarios que le habían quedado, surgía la moda de los sueños y todos hacían cola ante su puerta para poder comprar el librito en el que se interpretaban. Llegaba una película americana y todos los jóvenes compraban gafas de sol, aparecía una noticia en el periódico y todas las mujeres pedían crema para los labios y todos los hombres gorros perfectamente apropiados para la cabeza de un imán, pero la mayor parte de las veces las manías se extendían de forma absolutamente incomprensible, como una epidemia. ¿Por qué miles, decenas de miles de personas comenzaron a colocar al mismo tiempo aquellos veleros de madera sobre radios y radiadores, ante el cristal de atrás de sus coches, en sus habitaciones, en sus escritorios, en sus mostradores? ¿Cómo había que entender que todos, madres e hijos, nombres y mujeres, viejos y jóvenes, compraran con un ansia incomprensible el mismo dibujo de un niño triste de aspecto europeo de cuyo ojo se derramaba una enorme lágrima para colgarlo de paredes y puertas? Este pueblo nuestro, esta gente es un poco… un poco… «extraña», acudí en su ayuda con la palabra, ya que Aladino no la encontraba, «incomprensible», «incluso terrible», porque encontrar las palabras no es el oficio de Aladino sino el mío. Durante un rato guardamos silencio.

Después, mientras me hablaba de las pequeñas ocas fabricadas en celuloide y que sacudían la cabeza que había vendido ininterrumpidamente durante años, de aquellas antiguas chocolatinas en forma de botella rellenas de licor de guindas y con una guinda dentro, o me contaba dónde podían encontrarse las mejores y más baratas varas para cometas de todo Estambul, comprendí que existía un lazo entre Aladino y sus clientes que hubiera debido ser explicado con palabras que él no podía encontrar. Quería tanto a la niña que va con su abuela a la tienda para comprar uno de esos aros con bolas que suenan como al muchacho lleno de granos que agarraba una revista francesa, se retiraba a un rincón de la tienda y se entregaba a hacer el amor en un abrir y cerrar de ojos con las mujeres desnudas que había entre sus páginas. Quería tanto al gafudo empleado de banca que compraba una novela en la que se relataba la increíble vida de las estrellas de Hollywood, que la leía esa misma noche en su casa y que a la mañana siguiente quería devolverla diciendo «Esta ya la tenía», como al anciano que le pedía insistente que envolviera el póster de una muchacha leyendo el Corán en un periódico sin ilustraciones. No obstante, era aquél un cariño prudente: quizá comprendiera un poco a la madre y a la hija que abrían como si fueran mapas los patrones de las revistas de modas y pretendían ponerse a cortar la tela en medio de la tienda, o a los niños que emprendían una guerra con sus tanques de juguete y los rompían en la lucha de unos contra otros antes de salir de la tienda; pero con los que preguntaban por linternas en forma de bolígrafo o llaveros con una calavera, se dejaba llevar por la impresión de que le enviaban señales de un universo que ni conocía ni comprendía. ¿De qué misteriosas señales era mensajero aquel hombre misterioso que iba un nevado día de invierno a su tienda y, en lugar del «Paisaje de Invierno» usado para los deberes escolares, le pedía con insistencia el «Paisaje de Verano»? Una noche, justo cuando iba a cerrar la tienda, entraron dos tipos sombríos, se dedicaron a tomar entre sus manos, con el cuidado, el afecto y la costumbre de médicos que sostuvieran niñas auténticas, unas muñecas de todos los tamaños que subían y bajaban los brazos y que llevaban vestidos de confección, a observar como si estuvieran hechizados cómo aquellas criaturas rosadas abrían y cerraban los ojos, y luego, después de hacer que les empaquetara una botella de raki y una muñeca, desaparecieron en una oscuridad que a Aladino le puso la piel de gallina. Después de muchos sucesos parecidos, Aladino estaba destinado, tal y como le sucedió, a soñar ahora con las muñecas que vendía en cajas y bolsas de plástico, imaginaba que, después de cerrar la tienda por las noches, las muñecas abrían y cerraban lentamente los ojos y que les crecía el pelo. Quizá iba a preguntarme de qué sería aquello una señal pero se dejó llevar por ese silencio desesperado y triste que llena a nuestros conciudadanos cuando tienen la sensación repentina de que han hablado demasiado y que están invadiendo en exceso el mundo con sus propios problemas. En esa ocasión nos callamos sabiendo que el silencio no se rompería en largo rato.