Aquella noche Galip soñó con Rüya entre las muñecas que se vendían en la tienda de Aladino. No había muerto. Esperaba a Galip en la oscuridad respirando suavemente entre las demás muñecas, le hacía guiños pero Galip llegaba tarde a la tienda, por alguna extraña razón no podía ir; sólo podía contemplar por la ventana del edificio Sehrikalp, entre lágrimas y a lo lejos, las luces del escaparate de la tienda de Aladino, que se reflejaban en la acera nevada.
Una soleada mañana de febrero el padre de Galip le dijo que había llegado la respuesta a la solicitud de información que el Tío Melih había hecho a la Oficina del Registro de la Propiedad de Sisli con motivo de la herencia de Celâl y que, al parecer, poseía otro piso en alguna de las calles traseras de Nisantasi.
El piso al que fueron el Tío Melih y Galip acompañados por un cerrajero jorobado era el más alto de uno de esos edificios de tres o cuatro pisos que hay en esas angostas calles traseras de Nisantasi pavimentadas con adoquines y con las aceras llenas de agujeros, con la fachada oscurecida por el hollín y el humo, con la pintura caída aquí y allá como la piel de un enfermo incurable y que a Galip siempre le hacían pensar cada vez que entraba en ellos por qué en cierto momento a los ricos se les había ocurrido vivir en lugares tan miserables o bien por qué en cierto momento se había considerado ricos a quienes vivían en lugares tan miserables. El cerrajero abrió sin la menor dificultad la cansada cerradura de la puerta, sobre la que no había ningún nombre escrito, y se marchó.
En la parte de atrás había dos estrechos dormitorios, cada uno de los cuales tenía una cama. En la delantera vieron un pequeño salón que recibía el sol por una ventana que daba a la calle y con una enorme mesa de comedor en medio; sobre la mesa, que a ambos lados tenía sendos sillones, había recortes de periódico en los que se describían los últimos asesinatos, fotografías, revistas deportivas y de cine, ediciones recientes de tebeos de la época de la infancia de Galip como Texas y Tom Mix, novelas policíacas y montones de papeles y periódicos. Un enorme cenicero de cobre lleno a rebosar de cáscaras de pistachos probó a Galip sin darle lugar a la menor duda que Rüya se había sentado en aquella mesa.
En la habitación que debía ser de Celâl, Galip vio cajas de Mnemonics, el fármaco para la pérdida de la memoria, de vasodilatadores, de aspirinas y de cerillas. En lo que respecta a lo que vio en una silla en la habitación de Rüya, se acordó de que su mujer no se había llevado demasiado al marcharse de casa: parte de sus productos de maquillaje, sus zapatillas, el llavero que creía que le traía suerte y un cepillo de pelo que tenía un espejo por detrás. Galip miró de tal manera aquellos objetos sobre la silla Thonet de aquella habitación vacía de paredes desnudas, que por un momento sintió que se había desprendido del embrujo de una ilusión y que comprendía el otro significado que le señalaban dichos objetos, aquel significado olvidado que se escondía en el mundo. «Vinieron aquí a contarse historias mutuamente», pensó al regresar junto al Tío Melih, que aún seguía sin aliento por el esfuerzo de haber subido las escaleras. La forma en que estaban los folios en un extremo de la mesa demostraba que Rüya había comenzado a transcribir las historias que le contaba Celâl y que durante toda aquella semana Celâl siempre había estado sentado en el sillón de la izquierda, que ahora ocupaba el Tío Melih, y Rüya le escuchaba sentada en el que ahora estaba vacío. Galip se metió en el bolsillo de la chaqueta las historias de Celâl, de las que posteriormente se aprovecharía para sus artículos en el Milliyet y le dio al Tío Melih la explicación que estaba esperando, aunque no insistiera demasiado.
Celâl sufría una terrible enfermedad de la memoria, cuya existencia había sido descubierta hacía mucho tiempo por un famoso médico inglés, el Dr. Cole Ridge, pero para la que no se había hallado remedio. Se escondía en aquel piso para ocultarle a todos su enfermedad y continuamente les pedía ayuda a ellos. Por esa razón se quedaban en el piso, algunas noches Galip, otras Rüya, y escuchaban sus historias para que pudiera encontrar su pasado y lo reconstruyera, e incluso las transcribían. Mientras fuera nevaba Celâl les contaba interminables historias durante horas.
El Tío Melih guardó silencio largo rato como si lo hubiera comprendido todo bastante bien. Luego lloró. Encendió un cigarrillo. Sufrió un ligero ahogo. Dijo que Celâl siempre se había dejado llevar por ideas equivocadas. Le había poseído la extraña pasión de vengarse de toda la familia porque creía que le habían echado del edificio Sehrikalp y que su padre se había portado mal con su madre y con él al casarse de nuevo. No obstante, su padre le había querido al menos tanto como a Rüya. Ahora no le quedaba ningún hijo. No; su único hijo era ahora Galip.
Lágrimas. Silencio. Sonidos de una casa extraña. Galip le quiso decir al Tío Melih que comprara su botella de raki en la tienda de la esquina y que regresara a casa lo antes posible. En lugar de eso se hizo la siguiente pregunta, en la que jamás volvería a pensar y que el lector deseoso de formularse sus propias preguntas haría bien en saltarse (un párrafo):
¿Cuáles eran aquellas historias, aquellos recuerdos, aquellos cuentos, cuáles eran aquellas flores que se abrían en el jardín de la memoria de los que, para mejor saborearlos, olerlos y disfrutarlos, Celâl y Rüya habían considerado necesario excluir a Galip? ¿Era porque Galip no sabía contar historias? ¿Porque no era tan animado y alegre como ellos? ¿Porque no entendía en absoluto determinadas historias? ¿Porque les aguaba la fiesta con su excesiva admiración? ¿Porque habían huido de la incorregible tristeza que emanaba de él como si fuera una enfermedad contagiosa?
Galip vio que Rüya, como hacía en casa, había colocado un recipiente de yogurt de plástico debajo del viejo y polvoriento radiador, que goteaba.
Como no podía soportar el inaguantable recuerdo de Rüya y los muebles casi se movían con la amargura de una terrible tristeza, en cierto momento próximo al final del verano, Galip abandonó el piso alquilado en el que había vivido con ella y se instaló en el de Celâl en el edificio Sehrikalp. De la misma forma que no pudo mirar el cadáver de Rüya, no quiso ver cómo su padre repartía sus cosas a izquierda y derecha e incluso cómo vendía algunas. Ya no podía ni imaginar, como creía optimistamente en sus sueños, que Rüya regresaría algún día, tal y como había ocurrido con su primer matrimonio, y que continuarían su vida en común como si siguieran con un libro que estuvieran leyendo juntos y hubieran dejado a medias. Los calurosos días del verano se alargaban como si no fueran a terminarse nunca.
A finales de verano hubo un golpe militar. Un nuevo gobierno, formado por prudentes patriotas que no se habían manchado con el fango de la cloaca llamada política, anunció que los culpables de los asesinatos políticos cometidos en el pasado serían hallados uno a uno. En respuesta, en el primer aniversario de su muerte, los periodistas, que no tenían noticias políticas que escribir a causa de la censura, recordaron con un lenguaje cortés y bien educado que ni siquiera se había resuelto el «Asesinato de Celâl Salik». Un periódico, por alguna extraña razón no el Milliyet, en el que Celâl escribía, sino otro, anunció que entregaría una importante recompensa económica a la denuncia que condujera a la detención del asesino. Con aquel dinero uno podía comprarse un camión, un pequeño molino de harina o un colmado que proporcionara unos saludables ingresos mensuales durante toda la vida. Así fue como comenzaron el movimiento y la excitación que habrían de iluminar el misterio que se escondía tras el «Asesinato de Celâl Salik». Los comandantes encargados de mantener el estado de excepción en las ciudades de provincias se arremangaron y se pusieron manos a la obra con la intención de no dejar pasar aquella última ocasión de alcanzar la inmortalidad que se les ofrecía.