Una noche escuché ciertas deducciones de un grueso teniente coronel sobre cómo todavía subsistía la creencia en el Mahdi entre los restos de las cofradías en Anatolia; lo contaba no como si fuera el resultado de un trabajo de investigación sino como si expresara oscuros y amargos recuerdos de su propia infancia: Celâl, en sus viajes secretos por Anatolia, había intentado contactar con aquellos «residuos reaccionarios», había conseguido encontrarse con una serie de sonámbulos en un taller de automóviles en un suburbio de Konya o en casa de un colchonero de Sivas y les había dicho que incluiría señales del Día del Juicio en sus artículos pero que tendrían que esperar. Los artículos sobre los cíclopes, sobre las aguas retirándose del Bósforo, sobre los bajás y sultanes que se disfrazaban, hervían de dichas señales.
Cuando uno de los laboriosos agentes que aseguraban que por fin descifrarían aquellas señales afirmó con toda seriedad que podría resolver el enigma gracias al acróstico que formaban las letras iniciales de cada párrafo del artículo de Celâl titulado «El beso», estuve a punto de decir que ya lo sabía. También estuve a punto de decirles que ya lo sabía cuando me señalaron el sentido del hecho de que el libro en el que Jomeini narraba su lucha y su vida se titulara El descubrimiento del secreto y cuando me mostraron fotografías tomadas en las oscuras calles de Bursa en los años de su exilio en la ciudad comprendí perfectamente lo que querían indicarme. Yo, como ellos, sabía quién era la persona y cuál era el misterio enmascarados en los artículos de Celâl sobre Mevlâna. Y de nuevo me apetecía decir que ya lo sabía cuando me comentaban divertidos que Celâl buscaba a alguien que lo matara porque había perdido la memoria, o según ellos decían «se le había aflojado un tornillo», intentando «establecer» un misterio desaparecido, o cuando me encontraba en alguna de las fotografías que me ponían delante con una cara que se parecía mucho a alguna de aquellas personas tristes y apenadas de expresión perdida de las fotos que había encontrado en las profundidades del armario de madera de olmo. También habría querido decir que sabía quiénes eran las amantes a las que invocaba en su artículo sobre las aguas retirándose del Bósforo, la esposa imaginaria a la que llamaba en su artículo sobre un beso imaginario, o los héroes con los que se encontraba en los sueños previos al sueño en sí. Y me apetecía decir que ya lo sabía, aunque no me creyera lo que me contaban, cuando recordaban divertidos que el revendedor loco que había disparado a la joven griega de cara pálida, que trabajaba de taquillera en un cine y que Celâl mencionaba en un artículo, era en realidad un policía de civil asignado a ellos y también cuando, a altas horas de la noche, y tras observarla largo rato, les decía que no reconocía la cara de un sospechoso, cara que había perdido su integridad, sus secretos y su significado a fuerza de golpes, tortura e insomnio, a lo cual habría que añadir la inquietud provocada por el hecho de que nosotros pudiéramos verlo a él a través del espejo mágico que nos separaba pero él no a nosotros, y me explicaban que, en realidad, lo que había escrito Celâl sobre caras y mapas no era sino «un truco barato» y que con aquel método vulgar contentaba, engañándolos, a los lectores, que esperaban de él un secreto, un signo de confianza o de participación.
Quizá ya sabían lo que yo sabía o no pero, como pretendían acabar lo antes posible con el asunto y secar antes de que diera fruto la sospecha que iba creciendo inquieta en un rincón no sólo de mi mente, sino en la de todos los lectores de periódicos y en la de todos los ciudadanos en general, querían matar antes de que lo descubriéramos el misterio cubierto por la negra pez y el sedimento gris de nuestras vidas, el misterio perdido y oscuro de Celâl.
A veces, alguno de aquellos avispados agentes que creían que la historia ya se había alargado demasiado, o algún decidido general al que veía por primera vez, o un flaco fiscal al que había conocido meses antes, comenzaban a contarme una historia perfectamente redonda, como el detective nada convincente que, con la facilidad de un prestidigitador, desvela uno a uno los sentidos desconocidos de los detalles para los lectores de la novela. Mientras se desarrollaban aquellas escenas que recordaban a la última página de las novelas que leía Rüya, los demás agentes tomaban notas en folios con el membrete de la Oficina de Materiales del Estado como si fueran profesores que formaran parte del jurado de un «debate» escolar escuchando pacientes y orgullosos las perlas de un estudiante brillante: el asesino era un peón enviado por potencias extranjeras que querían «desestabilizar» nuestra sociedad; los bektasi-naksi-bendis, que habían visto cómo sus secretos se habían convertido en objeto de burla, ciertos poetas que escribían acrósticos en metros clásicos e incluso otros poetas modernos, hurufíes voluntarios, se habían hecho cargo, sin darse cuenta, de la representación de las potencias extranjeras en esa conjura que nos estaba impulsando hacia cierto tipo de apocalipsis. No, aquel asesinato no tenía la menor motivación política: para comprenderlo bastaba con recordar que el periodista muerto sólo escribía bobadas que lo obsesionaban ajenas a la política, con un estilo pasado de moda hacía bastantes años, tan prolijo y con una forma tan enrevesada que no había quien las leyera. El asesino era un famoso bandido de Beyoglu que se creía objeto de burla por la exagerada leyenda que Celâl había creado sobre él, o bien un pistolero a sueldo que hubiera tomado a su servicio. Una de aquellas noches en que se obligaba bajo tortura a retirar sus confesiones a estudiantes universitarios que se habían denunciado a sí mismos sólo por la fama o en que se forzaba a confesar a inocentes que hubieran traído de cualquier mezquita, un catedrático de literatura del Diván con dentadura postiza, que había pasado su infancia en los mismos jardines de atrás y calles con balcones del viejo Estambul que un general del Servicio de Inteligencia, después de una aburrida exposición que hizo sobre el hurufismo y sobre el antiguo arte de los juegos de palabras, interrumpida a menudo por bromas y chistes, escuchó la historia que le conté de mala gana e incluso reconoció, hinchado como una adivina de barrio, que los hechos bien podrían ajustarse sin la menor dificultad a la trama de Hüsn-ü Ask del jeque Galip. Por aquel entonces un comité de dos personas examinaba en el castillo las cartas de denuncia escritas a los periódicos y a las fuerzas de seguridad con la emoción del premio: no prestaron atención al hallazgo literario del catedrático, que se remitía a cuestiones poéticas de hacía dos siglos.
Fue por entonces cuando decidieron que el asesino era un barbero al que habían denunciado. Después de mostrarme a aquel hombre pequeñito y delgado, de unos sesenta años, y comprender que tampoco podía identificarlo, no volvieron a invitarme nunca más a las enloquecidas fiestas de muerte, vida, misterio y poder del castillo. Una semana después los periódicos publicaron con todo detalle la historia del barbero, que primero había negado su delito, luego había confesado, había vuelto a negarlo y de nuevo lo había confesado. Celâl Salik había hablado de aquel hombre por primera vez años atrás en un artículo titulado «Debo ser yo mismo»: en aquel artículo y en otros posteriores había escrito que el barbero había ido al periódico y le había hecho preguntas que habrían podido iluminar un profundo misterio referido a Oriente, a nosotros y a nuestra existencia y que él había respondido a cada una de las preguntas con un chiste. El barbero había visto enfurecido cómo los chistes, que él había considerado insultos y que además habían sido proferidos en público, eran recordados en un artículo y retomados en varias ocasiones. Cuando vio que era insultado de nuevo al publicarse veintitrés años más tarde el primer artículo con el mismo título, el barbero, provocado además por ciertos focos desestabilizadores de su entorno, decidió vengarse del columnista. No se había podido saber quiénes formaban aquellos focos provocadores, cuya existencia negó el barbero calificando su acción de «terrorismo individual» utilizando un lenguaje aprendido de la policía y la prensa. No mucho después de que los periódicos publicaran la fotografía de su cansada y maltratada cara, desprovista de todo significado y de sus letras, y como conclusión de un juicio especialmente rápido para que sirviera de ejemplo, que concluyó en un fallo ratificado de inmediato para que sirviera de ejemplo, una mañana, a una hora por la que sólo paseaban por las calles de Estambul tristes jaurías de perros que ignoraban el toque de queda, colgaron al barbero.