Выбрать главу

Cada vez que Galip recordó aquella imagen de veinticuatro años antes a lo largo de aquella larga noche, sintió en su interior la impaciencia que le había arrastrado veinticuatro años antes con el regusto desagradable de la leche que se sale repentinamente del cazo al hervir: ¿dónde estaba aquel trocito de vida que había dejado escapar? Ahora oía desde el interior de la casa el tic-tac interminable y burlón del reloj de péndulo que durante años había aguardado el momento de la eternidad en el pasillo de los Abuelos, que ellos se habían llevado del piso de la Tía Hâle en los primeros días de su matrimonio con el frenesí de mantener vivos los recuerdos de su infancia y las leyendas de su vida en común de años antes y que habían colgado de la pared de su nuevo nido de felicidad entusiastas y decididos. A lo largo de los tres años de su matrimonio, la que siempre parecía quejarse de haber perdido en algún lugar indefinido la alegría y la diversión de una vida desconocida había sido Rüya, no Galip.

Por las mañanas Galip iba a trabajar y por las tardes regresaba a casa ahogándose entre los codos y las piernas sin dueño en la multitud de rostros oscuros, sin identidad, de los que volvían del trabajo por la tarde en taxis colectivos y autobuses. A lo largo del día llamaba a su casa un par de veces con cualquier excusa, llamadas que siempre provocaban que Rüya frunciera el ceño, y cuando volvía por la tarde al calor del hogar podía deducir más o menos y sin equivocarse demasiado lo que Rüya había hecho aquel día por el número y el tipo de colillas en los ceniceros, por la colocación de los muebles y los objetos o por alguna novedad que hubiera entrado en la casa. Y si en algún momento de extraordinario buen humor (una excepción) o de extraordinaria sospecha imitaba a los maridos de las películas occidentales y le preguntaba abiertamente a su mujer, tal y como había planeado la tarde anterior, qué había hecho, qué había hecho aquel día, ambos sentían la incomodidad de estar introduciéndose en una zona indefinida y resbaladiza que ninguna película, occidental u oriental, describe claramente. Sólo después de casarse descubrió Galip que en la vida de aquella persona anónima a la que las estadísticas y los encasillamientos burocráticos llaman «ama de casa» (aquella mujer con detergente e hijos que Galip jamás había podido relacionar con Rüya) existía una región así de secreta, así de misteriosa y así de resbaladiza. Galip sabía que, tal y como ocurría en las incomprensibles regiones de las profundidades de la memoria de Rüya, el jardín rebosante de plantas misteriosas y flores terribles de aquella zona secreta y resbaladiza le estaba completamente cerrado. Aquella región prohibida era el teína común y el objetivo de todos los anuncios de jabón y detergente, de las fotonovelas, de las últimas noticias traducidas de las revistas extranjeras y de la mayor parte de los programas de radio y de los suplementos a todo color de los periódicos, pero estaba mucho más allá de todo aquello y era mucho más misterioso y secreto. A veces, por ejemplo, Galip se preguntaba con una extraña inspiración por qué y cómo podían haber sido puestas las tijeras para papel junto al plato de cobre que había sobre el radiador del pasillo, o, si durante un paseo dominical se encontraban por casualidad con una mujer con la que, y Galip lo sabía, Rüya se veía a menudo pero a la que él no había visto desde hacía años, se sorprendía por un momento como si hubiera encontrado de repente una pista relacionada con aquella región resbaladiza y sedosa que le estaba prohibida, con una señal misteriosa surgida de aquella zona prohibida y se sentía tan indeciso como si se enfrentara al misterio de una secta, muy extendida pero condenada a la clandestinidad, que ya no puede ocultarlo por más tiempo. Lo terrible del asunto era que el misterio, como si fueran los secretos de una secta prohibida, se contagiaba a todas aquellas personas anónimas llamadas «amas de casa», pero ellas se comportaban como si no existieran secretos, ni ceremonias ocultas, ni culpas, alegrías e historias que todas compartían, y encima lo hacían, no con el deseo de ocultar nada, sino abiertamente. Aquella región era a un tiempo atractiva y repulsiva, como el secreto que los eunucos guardianes del harén ocultaban encerrándolo bajo siete llaves: como todo el mundo conocía su existencia, quizá no fuera tan espantoso como una pesadilla, pero seguía siendo misterioso porque nadie lo había descrito ni nombrado nunca, a pesar de que había pasado de generación en generación durante siglos, y resultaba trágico porque nunca había podido ser fuente de orgullo, confianza y victoria. A veces Galip pensaba que aquella región era un cierto tipo de maldición, de mala suerte que perseguía durante siglos a los miembros de una familia, pero como también había sido testigo de que muchas mujeres se volvían por propia voluntad hacia aquella extraña maldición al casarse, tener hijos o al dejar de trabajar repentinamente por alguna razón incomprensible, también se daba cuenta de que el misterio de la secta resultaba atractivo; tanto que en algunas de las mujeres que comenzaban a trabajar después de encontrar empleo tras múltiples esfuerzos con la decisión de liberarse de aquella maldición y convertirse en otras personas, creía ver señales de su deseo de regresar a aquellas ceremonias secretas, a los momentos mágicos, a la región sedosa u oscura que él jamás podría comprender y que habían dejado atrás. A veces, cuando él le hacía una broma estúpida o un juego de palabras y Rüya se reía de tal manera que a él mismo le sorprendía, o cuando ella recibía con la misma alegría el que deslizara sus torpes manos por el bosque oscuro de sus cabellos color ardilla, o sea, en uno de esos momentos soñados de cercanía entre marido y mujer que excluían todo el pasado y el futuro, libres de todas aquellas revistas ilustradas junto con las ceremonias que habían aprendido de ellas, de repente a Galip le apetecía preguntarle a su mujer algo relacionado con esa región misteriosa, algo aparte de todas las coladas, fregadas de platos, novelas policíacas y paseos (el médico les había dicho que no tendrían hijos y Rüya no demostraba demasiado interés por el asunto), le habría gustado preguntarle qué era lo que había hecho ese día a «esa» hora exacta; pero la distancia que se abriría entre ellos después de que él hiciera la pregunta resultaba tan terrible y la información a la que apuntaba la pregunta era tan ajena a las palabras de la lengua común que usaban entre ellos, que no le preguntaba nada y, simplemente, la observaba por un momento con la mirada vacía, completamente vacía mientras la tenía en brazos. «¡Otra vez miras al vacío! -le decía Rüya-. ¡Tienes la cara blanca como el papel!», repitiendo alegre las mismas frases que su madre le decía a Galip cuando era niño.

Después de la oración matutina Galip dormitó un poco en la butaca del salón. En su sueño Rüya, Vasif y él hablaban de un error mientras los peces japoneses vagaban lentamente en un acuario lleno de un líquido verde como el del bolígrafo y luego se comprendía que el sordomudo no era Vasif sino Galip, pero tampoco se entristecían demasiado: fuera como fuese, todo acabaría yendo bien en breve.

Después de despertarse, Galip se sentó a la mesa y buscó por ella un papel en blanco, tal y como suponía que había hecho Rüya aproximadamente diecinueve o veinte horas antes. Al no encontrar ningún papel a mano -como le había pasado a Rüya-, comenzó a escribir una lista compuesta por todos y cada uno de los lugares y las personas en las que había pensado durante toda la noche en el reverso de la carta de despedida de Rüya. Era una lista que se alargaba sin cesar según escribía y que le crispaba los nervios porque despertaba en él la impresión de estar imitando al protagonista de alguna novela policíaca. Los antiguos amores de Rüya, sus amigas más «locuelas» del instituto, los amigos cuyo nombre recordaba de vez en cuando, los viejos «camaradas políticos» y los nombres de los amigos comunes, que Galip había decidido que no se dieran cuenta de nada hasta que él encontrara a Rüya, saludaban alegremente al detective novato, le guiñaban de forma traidora, le enviaban pistas falsas desde las redondeces, subidas, bajadas y superficies rectas de las vocales y consonantes que componían sus nombres y desde las formas que parecían a cada momento más significativas, más cargadas de dobles sentidos. Después de que pasaran los basureros tras descargar los enormes cubos metálicos golpeándolos en el costado del camión, Galip, para no alargar más la lista, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta que se pondría ese día junto con un bolígrafo igual que el famoso bolígrafo verde.