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Mientras proseguía convencido y apasionado su minucioso trabajo en aquella extraña casa al pie de la torre de Gálata, a la que también me llevó mi visitante, le enseñó a su hijo el oficio que él había aprendido por sí solo. Tras veinte años de trabajo, cuando en la entusiasta oleada de occidentalización de los primeros años de nuestra república los señores se quitaron el fez de la cabeza y se colocaron un panamá y las señoras arrojaron su çarsaf y se calzaron zapatos de tacón, por fin comenzaron a ponerse maniquíes en los escaparates de las famosas tiendas de ropa de la calle Beyoglu. Al ver aquellos primeros maniquíes, traídos del extranjero, el maestro Bedii se lanzó a la calle desde su taller subterráneo pensando que había llegado el día de la victoria que tantos años había esperado. Pero en aquella presuntuosa calle de comercios y diversiones llamada Beyoglu se encontró con una nueva decepción que de nuevo le impulsaría a la oscuridad de su vida subterránea, en esta ocasión hasta su muerte.

Todos los dueños de almacenes, vendedores de ropa de confección, trajes, faldas, vestidos, medias, abrigos y sombreros, todos los decoradores de escaparates que vieron las muestras que les llevó o que fueron a su depósito subterráneo le dieron la espalda uno a uno. Sus maniquíes se parecían a nuestra gente y no a la de los países occidentales, como aconsejaban los modelos de ropa que habrían de vestir. «El cliente -le dijo uno de los tenderos- no quiere vestir el abrigo que lleva uno de esos conciudadanos suyos, flaco y feo, bigotudo, con las piernas torcidas, de los que ve miles en la calle al cabo del día, sino la chaqueta que lleva una persona nueva y "bonita" que viene de un mundo lejano y desconocido de forma que pueda creer que con esa chaqueta él mismo puede cambiar y convertirse en otro». Un decorador de escaparates bastante baqueteado en estos asuntos, después de admirarse ante las obras del maestro Bedii, le repuso que, por desgracia, no podría colocar en ninguno de los escaparates con los que se ganaba el pan aquellos «auténticos turcos, aquellos auténticos conciudadanos nuestros» porque los turcos ya no querían ser turcos sino otra cosa. Por esa razón se habían inventado la revolución del fez, se habían afeitado, habían cambiado su lengua y su alfabeto. El propietario de una tienda, al que le gustaba hablar de manera más lacónica, le explicó que el cliente no compra en realidad una prenda de vestir, sino una fantasía. Que lo que de veras quería comprar era el sueño de poder ser como los «otros» que vestían aquella ropa.

El maestro Bedii ni siquiera intentó hacer maniquíes que fueran acordes con aquel nuevo sueño. Era consciente de que no podría competir con aquellos maniquíes importados de Europa que cambiaban continuamente de postura y de sonrisa dentífrica. Así que volvió a los sueños reales que había dejado en la oscuridad de su taller. En los quince años que le quedaban de vida, fabricó más de ciento cincuenta nuevos maniquíes en los que ese terrible sueño nacional se convirtió en carne y hueso, cada uno de ellos una obra maestra de su arte. Su hijo, que era quien había venido al periódico y que me llevó hasta el taller subterráneo de su padre, me enseñaba aquellos maniquíes uno a uno y me decía que en aquellas extrañas y polvorientas obras se encerraba la «esencia» que nos hace «ser nosotros».

Estábamos en el sótano frío y oscuro de una casa en el barrio de la torre de Gálata a la que habíamos llegado después de pasar por una cuesta cubierta de barro y una desastrosa y retorcida escalera. Por todas partes nos rodeaba la vida congelada que rebosaba de aquellos maniquíes que intentaban moverse sin parar como si quisieran hacer algo para vivir. En aquel depósito en penumbra había cientos de caras y ojos expresivos que nos observaban y que se observaban entre ellos en las sombras. Algunos estaban sentados, otros contaban algo, parte comía, otra parte reía, otros rezaban y algunos parecían desafiar la vida del exterior con un «existencialismo» que en ese momento me pareció insoportable. Todo estaba absolutamente claro: en aquellos maniquíes había una vitalidad que no podríamos sentir, no ya en los escaparates de Beyoglu y Mahmutpasa, sino m siquiera entre el gentío del puente de Gálata. De la piel de aquellos inquietos maniquíes de respiración agitada brotaba la vida como si fuera una luz. Me sentía hechizado. Recuerdo que me acerqué a uno de los maniquíes que había junto a mí, con miedo pero arrebatado por el deseo de alargar la mano para aprovecharme de su vitalidad, para conseguir el secreto de su vitalidad, de ese mundo, recuerdo que quise alcanzar aquel objeto (un abuelete sumido en sus propios problemas de ciudadano), que lo toqué. La dura piel era terrible y fría, como la habitación.

«¡Mi padre decía que antes de nada tenemos que observar con cuidado los gestos que nos hacen ser nosotros mismos!», me explicó orgulloso el hijo del fabricante de maniquíes. Después de largas y agotadoras horas de trabajo, su padre y él salían a la superficie desde la oscuridad del barrio de la torre de Gálata, se sentaban en una mesa del café de los chulos con buenas vistas de Taksim, pedían unos tés y observaban los gestos de la multitud en la plaza. Por aquellos años su padre comprendía que un pueblo podía cambiar su «modo de vida», su historia, su tecnología, su cultura, su arte y su literatura, pero no le concedía la menor posibilidad a que cambiara sus gestos. Mientras me contaba todo aquello, su hijo me explicaba los detalles de la postura de un chófer que enciende su cigarrillo, me hacía notar cómo y por qué un matón de Beyoglu lleva los brazos ligeramente separados del cuerpo y anda de lado como un cangrejo, me llamaba la atención acerca de la barbilla de un aprendiz de vendedor de garbanzos tostados que se reía abriendo enormemente la boca, como todos nosotros. Me explicó también el terrible significado de la mirada, siempre al frente, de la mujer que camina sola por la calle con la cesta de la compra en la mano y por qué nuestros conciudadanos siempre miran al suelo cuando caminan por nuestras ciudades y al cielo cuando lo hacen por el campo… Quién sabe cuántas veces volvió a llamarme la atención, una y otra vez, sobre los gestos de todos aquellos maniquíes que esperaban que se cumpliera la hora interminable en que habían de empezar a moverse, sobre sus posturas, sobre ese algo «tan nuestro» en sus posturas. Además, uno podía comprender que aquellas maravillosas criaturas tenían todas las cualidades necesarias como para vestir ropa bonita y exponerla al público.

No obstante, en aquellos maniquíes, en aquellas desdichadas criaturas, había algo que empujaba a salir a la luz de la vida en el exterior. No sé cómo expresarlo, era como si tuvieran un lado terrible, que diera miedo, amargo y oscuro. Y cuando el hijo me comentó: «Luego mi padre fue incapaz de ver ya los gestos cotidianos», pensé que sentía realmente aquella cosa terrible. Padre e hijo comenzaron a darse cuenta lentamente de que también cambiaban, que iban perdiendo su pureza aquellos movimientos que yo he intentado explicar llamándolos «gestos», todos esos movimientos cotidianos que van de sonarse a reír a carcajadas, de mirar de reojo a caminar, de estrechar una mano a abrir una botella. Mientras observaban al gentío desde el café de los chulos, intentaban descubrir sin éxito a quién intentaba imitar el hombre de la calle, a quién había tomado como modelo para cambiar teniendo en cuenta que no veía a nadie en quien inspirarse que no fueran los que le habían precedido, ellos mismos o sus iguales. Los gestos, a los que llamaban «el mayor tesoro de nuestro pueblo», los pequeños movimientos corporales que realizaban en su vida cotidiana cambiaban de manera lenta pero coherente como si obedecieran a las órdenes de un «jefe» oculto e invisible, desaparecían y dejaban su lugar a una serie de nuevos movimientos de los que se ignoraba la procedencia. Mucho después, mientras el padre trabajaba en una serie de maniquíes infantiles, lo comprendieron todo: «¡Todo por culpa de esas malditas películas!», gritó el hijo.