El hombre de la calle había comenzado a perder la pureza de sus gestos por culpa de esas malditas películas de las que traían cajas y más cajas de Occidente y que se proyectaban durante horas en los cines. Nuestra gente dejaba de lado sus propios gestos a una velocidad apenas perceptible y comenzaba a imitar los movimientos de otros, a identificarse con ellos. No quiero alargarme en la multitud de detalles que recitó el hijo para demostrarme cuánta razón tenía su padre en el odio que sentía hacia esos nuevos movimientos artificiales, hacia aquellos gestos incomprensibles: me explicó todas aquellas carcajadas aprendidas de las películas, todos aquellos gestos improcedentes aprendidos de las películas, desde cómo abrir una ventana a cómo dar un portazo, desde cómo sostener una taza de té a cómo ponerse una chaqueta, las afirmaciones con la cabeza, las toses educadas, los momentos de ira, los guiños, los puñetazos, esos movimientos vertiginosos de ojos y cejas, esas finuras o violencias que mataban nuestra ruda e infantil inocencia. Su padre ya no quería ni ver aquellos movimientos mestizos que habían perdido su pureza. Decidió no volver a salir de su taller porque temía que aquellos nuevos y falsos movimientos influyeran de manera negativa en sus «hijos» y les hicieran perder su pureza: al encerrarse en el sótano de su casa declaró que, de hecho, hacía mucho que había percibido «el significado que debía ser conocido y la esencia del misterio».
Al observar las obras que el maestro Bedii produjo en los últimos quince años de su vida, sentí, con el horror de un «niño salvaje» que años después descubre su propia identidad, lo que significaba aquella esencia indefinida: entre aquellos maniquíes de tíos y tías, de familiares y conocidos, de tenderos y obreros que me miraban, que avanzaban hacia mi propia vida, que me representaban, los había también que se parecían a mí, incluso yo mismo también estaba en aquella desesperada y derrotada oscuridad. Aquellos maniquíes de mis compatriotas, en su mayoría cubiertos por una capa de polvo plomizo (entre ellos había también gángsteres de Beyoglu, y costureras, y también estaba el famoso ricachón Cevdet Bey, y el enciclopedista Selahattin Bey, y bomberos, y enanos inigualables, y ancianos pordioseros, y mujeres embarazadas), junto con sus sombras terribles, exageradas por las pálidas lámparas, me recordaban a dioses dolientes por la pureza perdida, a infelices que se reconcomieran por no poder estar en el lugar de otros, a desgraciados que se mataran entre ellos porque no pueden acostarse y hacer el amor. Ellos, como yo, como nosotros, parecían haber descubierto, en un pasado tan lejano como el paraíso perdido, el significado de una existencia imprecisa que habían encontrado por pura casualidad, pero posteriormente habían olvidado aquel mágico significado. Sufrimos por ese recuerdo que hemos olvidado; la edad puede doblarnos la espalda, pero insistimos en ser nosotros mismos. El sentimiento de desesperación y derrota que penetra en nuestros gestos, esas cosas que nos hacen ser nosotros mismos, nuestra forma de sonarnos, de rascarnos la cabeza, de dar un paso, de mirar, no es sino el castigo por nuestra insistencia en ser nosotros mismos. Mientras el hijo del maestro Bedii me hablaba de su padre diciendo: «¡Mi padre siempre creyó que algún día sus maniquíes llenarían los escaparates!» y «¡Mi padre nunca perdió la esperanza de que nuestra gente sería algún día tan feliz como para no imitar a otros!», yo sólo pensaba que aquella multitud de maniquíes, tal y como me ocurría a mí, se moría por salir lo antes posible de ese mohoso y cerrado sótano y vivir felices mirando a los demás a la luz del sol, imitando a los demás, intentando ser otros, como hacíamos los demás.
Y no es que ese deseo no se hubiera convertido en realidad, según supe después. El propietario de una tienda, que deseaba atraer la atención con algo raro, y quizá también porque sabía que le saldrían baratos, compró un par de «artículos» al taller. Pero los maniquíes que expuso se parecían tanto en sus posturas y sus gestos a los clientes, a la multitud que huía por la acera al otro lado del escaparate, eran tan corrientes, ten auténticos, tan «nuestros», que nadie les prestó la menor tención. Así pues, el miserable tendero los descuartizó con una sierra; y, una vez que perdieron la totalidad que daba sentido a sus gestos, usó durante años en el pequeño escaparate de su pequeño establecimiento aquellos brazos, piernas y pies para exponer al público de Beyoglu paraguas, guantes, botas y zapatos.
7. Las letras de la montaña de Kaf
«¿Es que tiene que tener significado un nombre?»
A través del espejo, LEWIS CARROLL
Cuando Galip puso el pie en la calle después de una noche de insomnio se dio cuenta, por la sorprendente luminosidad blanca que cubría el monótono color grisáceo de Nisantasi, de que había nevado mucho más de lo que creía. La multitud de las aceras parecía no ser ni siquiera consciente de los agudos carámbanos semitransparentes que colgaban de los aleros de los edificios. Galip entró en la sucursal del Banco del Trabajo de la plaza de Nisantasi (Rüya lo llamaba «el Banco del Trapajo» cada vez que recordaba el polvo, el humo, la contaminación del tráfico y la sucia bruma azul que brotaba de las chimeneas en la plaza), y se enteró de que Rüya no había sacado ninguna cantidad importante de dinero de sus cuentas conjuntas en los últimos diez días, de que la calefacción no funcionaba en el edificio de la sucursal y de que todos estaban contentos porque a una de las jóvenes funcionarias, de caras horriblemente maquilladas, le había tocado un pequeño premio en el sorteo de la Lotería Nacional. Fue a la tienda de Aladino caminando ante los escaparates cubiertos de vaho de las floristerías, los pasajes en los que entraban muchachos llevando bandejas con vasos de té y el instituto Terakki de Sisli, en el que Rüya y él habían estudiado, y bajo los fantasmagóricos castaños de cuyas ramas colgaban carámbanos. Aladino, con el capirote que nueve años antes Celâl había mencionado en uno de sus artículos, se sonaba la nariz.
– ¿Estás enfermo, Aladino?
– He cogido frío.
Galip le pidió, pronunciando cuidadosamente los nombres, un ejemplar de cada una de las revistas políticas de izquierdas en las que en tiempos había escrito el ex marido de Rüya, compartiera sus opiniones o todo lo contrario. Aladino, con un gesto infantil, temeroso y desconfiado, pero que nunca hubiera podido considerarse hostil, le dijo que sólo los estudiantes universitarios leían aquellas revistas.
– ¿Qué vas a hacer tú con ellas?
– Los crucigramas -le respondió Galip.
– ¡Pero si ninguna tiene crucigramas, hermanito! -replicó Aladino después de lanzar una carcajada que demostraba que había comprendido la broma y con la amargura de un vicioso de los crucigramas-. Estas dos acaban de salir, ¿las quieres?
– Bueno -y luego susurró como un viejo que se compra una revista de mujeres desnudas-. ¡Envuélvemelas todas en un periódico!
En el autobús a Eminönü sintió que el paquete que llevaba al brazo ganaba peso de una manera extraña y de la misma manera extraña se dejó arrastrar por otro sentimiento, el de que una mirada le vigilaba. Pero aquella mirada no pertenecía a nadie de la multitud que llenaba el autobús porque los viajeros, que se balanceaban como si estuvieran en un pequeño vapor que se sacude en un mar picado, miraban ensimismados las calles nevadas y a la gente que había en ellas. Fue entonces cuando Galip se dio cuenta de que Aladino le había envuelto las revistas políticas en un antiguo Milliyet y de que Celâl le miraba desde la fotografía de su columna en el doblado periódico. Lo sorprendente era que Celâl lo observara ese día con una mirada completamente distinta desde aquella fotografía que llevaba años viendo cada mañana, con una mirada que parecía decir: «¡Te conozco y te estoy vigilando!». Galip le puso un dedo encima a aquel «ojo» que leía su alma pero fue como si sintiera su presencia bajo su dedo durante todo el rato que duró el largo trayecto en autobús.