En cuanto llegó al despacho llamó a Celâl, pero no estaba. Levantando con cuidado una esquina del papel del paquete, sacó las revistas izquierdistas y comenzó a leerlas atentamente. Las revistas le devolvieron a Galip un sentimiento de excitación, tensión y espera olvidado hacía tiempo y los recuerdos de una liberación, una victoria y un apocalipsis sobre los que había perdido toda esperanza no sabía cuándo. Luego, tras un largo rato en el que se dedicó a telefonear a los viejos amigos cuyos nombres había escrito en el reverso de la carta de despedida de Rüya, los recuerdos perdidos le parecieron tan atractivos e increíbles como las películas que había visto de niño en los cines de verano entre los muros de las mezquitas y los jardines de los cafés. Cuando veía aquellas películas en blanco y negro de producción nacional, Galip creía que no entendía del todo lo que ocurría, debido a una carencia de causalidad en el desarrollo de la intriga que le movía a rebelarse, o pensaba desconfiado que se le invitaba a penetrar en un mundo convertido en un cuento de hadas aunque no fuera ésa su intención y formado por padres tan ricos como malvados, pobres buenos como nadie, cocineros, mayordomos, pordioseros y coches enormes (Rüya decía que en una película previa había visto el mismo DeSoto con la misma matrícula) y mientras fruncía el ceño ante aquel mundo increíble y se sorprendía por las lágrimas que vertía el espectador que se sentaba en la silla de al lado, sí, sí, en ese preciso instante -atención- se encontraba de repente compartiendo con sus lágrimas la pena de los abnegados y pálidos buenos de la pantalla y de los protagonistas, tan decididos y sacrificados y que tanto sufrían, como resultado de un abracadabra que nunca pudo comprender. Con la intención de estar algo mejor informado del mundo político de cuento de hadas y en blanco y negro de las pequeñas fracciones de izquierda para cuando encontrara a Rüya y a su ex marido, Galip telefoneó a un viejo amigo que coleccionaba todas las revistas políticas.
– Sigues coleccionando revistas, ¿no? -le preguntó, convencido-. ¿Puedo trabajar un poco en tu archivo? Es para poder defender a un cliente que se ha metido en líos.
– Por supuesto -le respondió Saim con la misma buena disposición de siempre y feliz de que le buscaran por su «archivo». Esperaba a Galip a las ocho y media de la tarde.
Galip trabajó en el despacho hasta que oscureció. En varias ocasiones llamó a Celâl, pero no pudo localizarlo. Después de cada conversación con la secretaria, que le informaba de que Celâl Bey «todavía» no había llegado o de que había salido «ahora mismo», se dejaba llevar por la impresión de que el «ojo» de Celâl le observaba desde el fragmento de periódico que había dejado sobre la estantería herencia del Tío Melih. Sintió la presencia de Celâl mientras escuchaba el pleito que había surgido entre dos accionistas de una pequeña tienda en el Gran Bazar, y a una madre y su hijo, ambos excesivamente gordos y que se interrumpían continuamente (el bolso de la madre estaba lleno de cajas de medicinas), y le explicaba a un policía de tráfico, que llevaba gafas oscuras y que pretendía iniciar un pleito contra el Estado porque le habían calculado mal la fecha de jubilación, que según las leyes vigentes no se podía considerar que hubiera estado de servicio los dos años que había pasado en el manicomio.
Llamó una por una a las amigas de Rüya. Cada vez encontraba una excusa nueva y distinta. A Macide, una compañera de instituto, le preguntó el número de Gül porque quería hablar con ella sobre un caso. En cuanto a Gül, la de bello nombre y que tan poco gustaba a Macide, supo por la amable criada de aquella adinerada casa que el día anterior había dado a luz a su tercer y cuarto hijos en el hospital de Gülbahce y que, si corría al hospital, podría ver por la ventana de la habitación de los neonatos, de tres a cinco, a los preciosos mellizos, llamados Hüsün y Ask. Figen le deseaba a Rüya que se mejorara y prometía devolverle el ¿Qué hay que hacer? (de Chernishevski) y los Raymond Chandler que le había pedido prestados. Galip estaba seguro de que en la voz de Behiye, no, Galip se equivocaba, no tenía ningún tío que trabajara en la Brigada de Estupefacientes en la Dirección General de Seguridad, no había el menor indicio de que supiera el paradero de Rüya. Lo que le sorprendió a Semih fue cómo Galip había podido llegar a saber de la existencia de aquel taller textil clandestino: sí, allí se habían lanzado a un esfuerzo febril, con la ayuda de una serie de ingenieros y técnicos, para producir la primera cremallera turca, pero no, no podía darle información legal porque no tenía la menor idea del último caso de contrabando de bobinas que había aparecido en los periódicos, sólo le mandaba sus más sinceros (y Galip la creyó) recuerdos a Rüya.
Galip no encontró tampoco el rastro de Rüya cuando llamó cambiando la voz y disfrazándose con personalidades distintas. Süleyman, que se dedicaba a vender puerta a puerta enciclopedias médicas de cuarenta años de antigüedad traídas de Inglaterra, era completamente sincero cuando le respondió al director de la escuela que con tanta urgencia le llamaba por teléfono que debía haber un error, que no sólo no tenía una hija llamada Rüya que fuera a la escuela secundaria, sino que ni siquiera tenía hijos. Asimismo eran sinceros Ilyas, que traía carbón del mar Negro en la barcaza de su padre, cuando le explicó que no podía haber olvidado un cuaderno en el que escribía sus sueños en el cine Rüya porque hacía meses que no iba al cine y porque además no tenía un cuaderno parecido, y Asim, el importador de ascensores, cuando le aclaró que ellos no podían hacerse responsables del mal funcionamiento del ascensor del edificio Rüya porque jamás había oído hablar de tal edificio ni de la calle del mismo nombre, ambos usaron toda la inocencia de su sinceridad sin dejarse llevar por la inquietud ni el sentimiento de culpa cuando oyeron mencionar ta palabra «Rüya». En cuanto a Tarik, que de día fabricaba matarratas en el laboratorio de su padrastro y que por las noches escribía poesías en las que hablaba de la alquimia de la muerte, aceptó encantado la propuesta de los estudiantes de la facultad de Derecho de darles una conferencia sobre los sueños y el misterio de los sueños y le dijo que les esperaría aquella tarde ante el viejo café de los chulos en Taksim. Por lo que respecta a Kemal y Bülent, estaban de viaje por Anatolia; uno había ido tras las memorias de una costurera de Esmirna que, cincuenta años antes, se había sentado ante su máquina Singer a pedal, inmediatamente después de bailar un vals con Atatürk entre periodistas y aplausos, para coser, taca-tac, un pantalón a la occidental para un calendario que iban a sacar las Máquinas de Coser Singer; el otro erraba con sus mulas por toda Anatolia Oriental, aldea por aldea y café por café, para vender unos dados de chaquete mágicos fabricados con el fémur de un abuelete de más de mil años al que los europeos llamaban «Papá Noel».
De la misma forma que fue incapaz de localizar los demás nombres de la lista entre la bruma de errores y confusiones en las líneas telefónicas, algo que se agravaba los días de lluvia y nieve, Galip tampoco pudo encontrar el nombre del ex marido de Rüya en las páginas de las revistas políticas que estuvo leyendo hasta el anochecer, entre los nombres auténticos y los seudónimos de los que habían cambiado de fracción, habían confesado, habían sido torturados o asesinados, entre los que habían sido condenados a prisión o habían sido muertos en algún tumulto o los que habían sido enterrados, entre aquellos cuyos escritos recibían respuesta o se les indicaba una referencia o se les publicaba alguna carta, entre los dibujantes de caricaturas, escritores de poesía y trabajadores permanentes de la redacción.