Permaneció inmóvil y triste en el sillón mientras oscurecía. Al otro lado de la ventana una corneja curiosa le miraba de reojo; de la calle le llegaba el alboroto de la multitud de los viernes por la tarde. Lentamente, Galip se sumergió en un sueño atrayente y feliz. Cuando se despertó mucho después, la habitación estaba a oscuras pero sintió sobre él los ojos de la corneja al otro lado de la ventana tanto como el «ojo» de Celâl que le observaba desde el periódico. A oscuras, cerró despacio los cajones, se puso el abrigo, que encontró a tientas, y salió del despacho. Todas las lámparas de los oscuros pasillos del edificio estaban apagadas. El aprendiz del vendedor de té limpiaba los retretes.
Notó el frío cruzando el puente de Gálata, cubierto de nieve. De la parte del Bósforo soplaba un fuerte viento. En Karaköy, en un establecimiento con veladores de mármol, se tomó una sopa de pollo con fideos y unos huevos al plato dando la espalda a los espejos que se reflejaban unos en otros. En la única pared desprovista de espejos del establecimiento había un paisaje de montaña hecho con bastante inspiración tomando como modelo postales y calendarios de Pan American: la montaña que se veía entre los pinos, tras un lago similar a un espejo y con los picos pintados de blanco, se parecía, más que a los Alpes de postal que habían inspirado la pintura, a la montaña de Kaf, a la que tanto habían ido Rüya y él cuando eran niños.
Mientras subía por el funicular de Tünel a Beyoglu, Galip se enzarzó en una discusión con un viejo al que no conocía en absoluto sobre el famoso accidente del funicular de veinte años antes: ¿Se habían salido los vagones de la vía y habían destrozado muros y marcos de ventanas atravesándolos con la alegría de felices caballos desbocados hasta llegar a la plaza de Karaköy porque se había roto el cable que tiraba de ellos o porque el maquinista estaba borracho? Aquel viejo sin identidad era un paisano de Trabzon del maquinista borracho. No había nadie por las calles de Cihangir. Saim y su mujer, que le abrieron la puerta a Galip alegres y a toda prisa, ataban viendo el mismo programa de televisión que veían los taxistas y porteros que se habían reunido en un café de un sótano.
En el programa, llamado «Lo que dejamos atrás», se hablaba en un tono lloroso de las viejas mezquitas, fuentes y caravasares que en tiempos habían construido los otomanos en los Balcanes y que ahora habían caído en manos de yugoslavos, albaneses y griegos. Mientras Galip se sentaba en un sillón imitación rococó con los muelles vencidos hacía tiempo como si fuera el hijo del vecino que había ido a ver un partido de fútbol y observaba las dolorosas imágenes de las mezquitas en la televisión, Saim y su mujer parecían haberse olvidado de él hacía mucho. Saim se parecía a un difunto luchador campeón olímpico cuya fotografía todavía colgara de las paredes de las fruterías; su mujer, a un simpático ratón regordete. En la habitación había una vieja mesa color polvo y una lámpara también color polvo; de la pared colgaba el retrato de un abuelo en marco dorado que se parecía, más que a Saim, a su mujer (¿se llamaba Remziye?, pensó Galip cansado); un aparador con un calendario de una empresa de seguros, un cenicero de un banco, un juego de licor, un florero, un cuenco de plata para caramelos y unas tazas de café y la «biblioteca-archivo», razón por la que Galip había ido a esa casa, que cubría dos paredes de polvo y papeles y revistas y revistas y más revistas.
Saim había formado aquella biblioteca, que diez años atrás era conocida por sus burlones compañeros de universidad como «el archivo de nuestra revolución», en un momento de «duda», según propia e inesperada confesión. Era la duda, no de quien se encontraba «entre dos clases» según el dicho de entonces, sino de quien teme tener que escoger entre fracciones políticas.
En aquellos años Saim participaba en todas las reuniones políticas y en todos los «foros», corría entre universidades y cantinas, escuchaba a todo el mundo, seguía «todas las opiniones y todas las políticas», y como le daba miedo preguntar demasiado, encontraba la forma de procurarse todo tipo de publicaciones de izquierda, incluso comunicados a multicopista, folletos de propaganda y octavillas («Perdona, ¿tienes un comunicado de los que repartieron los "purificadores" en la Universidad Técnica?») y los leía como un loco. En cierto momento en que el tiempo no le bastaba para leerlo todo y en que aún no había podido decidirse por ninguna «línea política», debió empezar a coleccionar todo aquello que no podía leer. En años posteriores tanto el leer como el llegar a una decisión perdieron su importancia y su único objetivo se convirtió en el de crear una presa capaz de contener en el mismo lugar aquel río de documentos que se iba ensanchando sin cesar, cada vez más ramificado, para evitar que se perdiera en vano (la comparación era del propio Saim, que era ingeniero de caminos). Y Saim entregó generosamente lo que le quedaba de vida a ese objetivo.
Como marido y mujer le observaban con miradas inquisitivas en el silencio posterior a que se acabara el programa, apagaran el aparato y se preguntaran por la salud, Galip comenzó de inmediato su historia: un estudiante universitario, al que él había aceptado defender, era acusado de un crimen político que no había cometido. No, no es que no hubiera un muerto de por medio; durante un torpe atraco a un banco cometido por tres torpes jóvenes, uno de ellos, que corría asustado el tramo que había entre el banco y el taxi robado que les esperaba, había chocado, entre la multitud que iba de compras, con una abuela pequeñita que pasaba por allí. La pobre mujer cayó al suelo por la violencia del choque, se golpeó la cabeza con la acera y se murió de inmediato en el lugar de los hechos («¡Para que veas!», dijo la mujer de Saim). En aquel momento sólo había sido capturado, en posesión de una pistola, un silencioso muchacho «de buena familia». Por supuesto quiso ocultar a la policía el nombre de sus compañeros, por los que sentía demasiado respeto y admiración, y lo más sorprendente es que lo logró a pesar de la tortura; pero lo peor del asunto era que con su silencio cargaba con la muerte de la abuela, de la que era inocente según las investigaciones posteriores de Galip. En cuanto al estudiante de arqueología llamado Mehmet Yilmaz, que había causado la muerte de la vieja al chocar con ella, había muerto también tres semanas después de los hechos en un tiroteo iniciado por personas sin identificar mientras escribía mensajes cifrados en el muro de una fábrica en un nuevo suburbio más allá de Ümraniye. En aquella situación era de esperar que el muchacho de buena familia explicara quién había sido el verdadero culpable; pero, de la misma forma que la policía no creía que el difunto Mehmet Yilmaz fuera el auténtico Mehmet Yilmaz, los dirigentes de la organización que había preparado el atraco declararon inesperadamente que Mehmet Yilmaz seguía vivo, que estaba con ellos e incluso que continuaba escribiendo sus artículos con su antigua decisión en la revista que publicaban. «Así pues», Galip, que se ocupaba de este caso a petición, más que del muchacho en prisión, de su rico y bienintencionado padre: 1) quería ver los artículos de Mehmet Yilmaz para probar que no era el antiguo Mehmet Yilmaz; 2) quería averiguar por los seudónimos quién era el que escribía utilizando la firma del difunto Mehmet Yilmaz; 3) como aquella extraña situación había sido provocada por la organización de la que en tiempos también había sido dirigente el ex marido de Rüya, como ya deberían haber supuesto Saim y su mujer, le gustaría echar un vistazo a la historia de esa fracción en los últimos seis meses; 4) estaba absolutamente decidido a resolver el misterio de los escritores fantasmas que escribían artículos en lugar de los muertos, de los seudónimos y de las personas desaparecidas.