Esto fue lo que encontró Galip cuando comenzó a revolver precipitadamente la mesa de Celâl para encontrar nuevos papeles e historias y para olvidar, para olvidar: cartas de lectores sin abrir, lápices, recortes de prensa (la noticia marcada con bolígrafo verde del asesinato cometido años atrás por un marido celoso), fotografías de rostros recortadas de revistas extranjeras, retratos, algunas notas escritas a mano en papelitos con la letra de Celâl («No olvidar: la historia del príncipe heredero»), frascos de tinta vacíos, cerillas, una corbata espantosa, libros populares bastante básicos sobre el chamanismo, los hurufíes y métodos de desarrollo de la memoria, un bote de somníferos, fármacos vasodilatadores, botones, un reloj de pulsera parado, fotografías que salían de la carta abierta de un lector (en una estaba Celâl con un oficial de escaso pelo; en la otra dos luchadores de lucha turca y un simpático perro kangal miraban a la cámara en un merendero campestre), lápices de dibujar, peines, boquillas de cigarrillos y bolígrafos de todos los colores…
En la carpeta que había sobre la mesa encontró dos cartapacios en los que estaba escrito «Usados» y «Reservas». En la carpeta de «Usados» estaban, junto con sus copias a máquina, los artículos de Celâl publicados en los últimos seis días así como un artículo dominical aún sin publicar. Teniendo cuenta que el artículo dominical aparecería al día siguiente debían haberlo devuelto a la carpeta después de hacer la composición y añadir las ilustraciones.
En la carpeta de «Reservas» sólo pudo encontrar tres artículos. Los tres ya habían sido publicados años antes. Bastante probablemente había un cuarto en el piso inferior en la mesa de composición para ser publicado el lunes, así pues los artículos bastarían hasta el jueves. ¿Quería aquello decir que Celâl se había marchado de viaje o de vacaciones sin avisar a nadie? Pero Celâl nunca salía de Estambul.
Galip entró en la amplia sala de redacción para preguntar por él y sus pasos le llevaron involuntariamente hasta una mesa donde charlaban dos hombres. Uno era un viejo malhumorado que años atrás y bajo el seudónimo de Nesati, con el que era conocido por todo el mundo, había mantenido con Celâl una violenta polémica. Ahora publicaba artículos de memorias, de un airado moralismo, en el mismo periódico que Celâl pero en una columna menos importante y menos leída.
– ¡Celâl Bey lleva días sin aparecer! -le dijo con la misma cara larga de bulldog que mostraba en la fotografía de su columna-. ¿Qué tiene usted que ver con él?
Galip estaba a punto de encontrar en los desordenados archivos de su memoria quién era el segundo periodista cuando éste le preguntó por qué buscaba a Celâl Bey. El hombre era aquel Sherlock Holmes de gafas oscuras que jamás se tragaba una trola de las páginas del corazón: sabía que nuestra famosa estrella de tantas películas, que ahora aparentaba las afectadas maneras de una dama otomana, había trabajado hacía tantos años en tal callejón de Beyoglu en la lujosa casa de una madame, sabía que la aristócrata argentina «cantante vedette» era en realidad una argelina musulmana traída a Estambul cuando trabajaba como equilibrista por los pueblos de Francia.
– Así que son ustedes parientes -comentó el periodista del corazón-. Creía que Celâl Bey no tenía otra familia que su difunta madre.
– ¡Oh, oh! -replicó el polemista-. De no ser por sus parientes, ¿estaría Celâl Efendi donde está hoy? Por ejemplo, tenía un cuñado que le llevaba de la mano a todas partes. Ese hombre tan pío fue quien le enseñó a escribir aunque luego él le traicionó. Ese cuñado suyo era miembro de una comunidad naksibendi que celebraba sus ceremonias en secreto en una antigua fábrica de jabones en Kumkapi. Cada semana, después de las ceremonias, en las que se usaban una serie de cadenas, prensas de aceite, velas y pastillas de jabón, se sentaba y escribía un informe al Servicio Nacional de Inteligencia sobre los miembros de la comunidad. En realidad, el hombre quería probar que los fieles de aquella orden, a quienes estaba denunciando a los militares, no hacían nada que pudiera ser perjudicial para el Estado. Le enseñaba los informes a su cuñado, que tanta curiosidad sentía por la escritura, para que Celâl leyera, aprendiera y para que desarrollara el gusto de escribir. En los años en que las ideas de Celâl derivaron a la izquierda, siguiendo el viento que soplaba entonces, usó despiadadamente el estilo de aquellos informes mezclándolo con símiles y metáforas que tomaba directamente de Attar, de Abu Jurasani, de Ibn Arabi y de las traducciones de Bottfolio. ¿Cómo podían saber los que luego encontraban en sus símiles (que siempre se basaban en los mismos estereotipos) puentes de renovación que nos ligaban a la cultura del pasado que el inventor de aquellos pastiches era otro? Además, aquel prodigioso cuñado cuya existencia quiso Celâl que fuera olvidada era un hombre versáticlass="underline" fabricó unas tijeras con espejo para facilitar su trabajo a los barberos; desarrolló un artefacto para circuncidar que no permitiera tantos desagradables accidentes que oscurecen el futuro de nuestros hijos; inventó una horca que no provocaba dolor porque usaba una cadena en lugar de una cuerda engrasada y un suelo deslizante en lugar de una silla. En los años en que todavía sentía necesidad del afecto de su querida hermana mayor y de su cuñado, Celâl presentaba entusiasmado aquellos inventos en su sección de «Increíble pero cierto».
– Disculpa, pero es exactamente al revés -le contradijo el periodista del corazón-. En los años en que preparaba la sección de «Increíble pero cierto» Celâl Bey estaba completamente solo. Voy a contarte una escena de la que fui testigo personalmente, no nada que haya oído de otros.
Aquello parecía una escena sacada de una película local en la que se contaran los años de pobreza y soledad de dos jóvenes de buen corazón que acabarían alcanzando el éxito. Poco antes de una Nochevieja, en su pobre casa de un barrio pobre, Celâl, el inexperto periodista, le comunica a su madre que la rama rica de la familia le ha invitado a celebrar la Nochevieja en su casa de Nisantasi. Allí pasará una noche divertida y ruidosa con las alegres hijas y los revoltosos hijos de sus tías y sus tíos paternos, y después quién sabe qué otras diversiones buscarían por la ciudad. Su madre, la costurera, alegre sólo imaginándose la felicidad de su hijo, tiene una buena noticia para éclass="underline" para esa noche ha arreglado en secreto la vieja chaqueta de su difunto padre hasta dejarla a su medida. Mientras Celâl se pone aquella chaqueta, que le sienta como un guante (una escena que hace acudir las lágrimas a los ojos de su madre: «¡Estás exactamente igual que tu padre!»), la madre reliz se tranquiliza al escuchar que otro periodista amigo de su fojo también ha sido invitado a la fiesta. Cuando aquella noche salen juntos de la casa de madera a la calle fangosa por las escaleras frías y oscuras, dicho periodista, el testigo de nuestra lstoria, se entera de que nadie, ni sus parientes ricos ni nadie más, ha invitado esa noche al pobre Celâl. Además, Celâl debe quedarse esa noche de guardia en el periódico para afrontar los gastos de la operación de su madre, que se está quedando ciega a fuerza de coser a la luz de las velas.
No le hicieron demasiado caso a la declaración que realizó Galip tras el silencio que siguió a la historia de que algunos detalles no se ajustaban a la vida real de Celâl. Sí, por supuesto, podían equivocarse en lo que se refería al parentesco de algunos familiares y a algunas fechas; puesto que el padre de Celâl seguía vivo («¿Está usted seguro de eso, señor mío?»), podían haber confundido al padre con el abuelo o a la hermana con la tía, pero, por lo que se veía, tampoco tenían la menor intención de dar demasiada importancia a aquellos errores. Después de sentar a Galip a su mesa, de invitarle a un cigarrillo y de no escuchar la respuesta a una pregunta que le hicieron («¿Qué ha dicho que es exactamente de él?»), se dedicaron a colocar una a una las fichas de un ajedrez imaginario que sacaban de la bolsa de sus recuerdos.