Celâl estaba tan sumido en el cariño inagotable de su familia que, en la desesperanzada época en que estaba prohibido hablar de cualquier cosa que no fueran los problemas del ayuntamiento, le bastaba con recordar los días de su infancia en aquella enorme mansión, desde cada una de cuyas ventanas se veía un tilo, y verterlos en un artículo que ni los lectores ni los censores podían entender.
No, las relaciones de Celâl con la gente que no fuera de su profesión eran tan reducidas que, cuando se veía obligado a asistir a alguna reunión multitudinaria, siempre quería que se encontrara a su lado algún amigo de confianza del que pudiera imitarlo todo, de los gestos a las palabras, de la manera de vestir a la de comer.
En absoluto. ¿Cómo explicar que un joven periodista cuya única misión era preparar los crucigramas y los «Consejos a las lectoras» hubiera podido colmar sus ambiciones en el breve plazo de tres años consiguiendo una columna que no sólo era la más leída del país sino también de los Balcanes y de Oriente Medio y que pudiera enfrentarse con toda tranquilidad a las calumnias que habían comenzado a surgir a izquierda y derecha de no ser gracias al apoyo de una poderosa familia que le protegía con un cariño que no se merecía?
La razón de que en su columna Celâl hubiera arrastrado por el fango con un tono burlón despiadado y nada comprensivo la bienintencionada «fiesta de cumpleaños» que uno de los grandes hombres del Estado, consciente de que uno de los pilares de la civilización occidental eran los «cumpleaños» y deseoso de que tan humana costumbre arraigara entre nosotros, había organizado en el octavo aniversario de su hijo ordenando que se preparara una tarta de crema y fresas en la que ardían ocho velas e invitando a los amigos de su hijo, a una vieja levantina que aporreaba el piano y a la prensa, no era, como se creía, ideológica, política ni estética, sino que Celâl comprendió con amargura que en su vida había recibido tal manifestación de amor paterno ni, de hecho, de ningún amor.
El hecho de que ahora no se le encontrara por ningún rincón, el que las direcciones y los números de teléfono que había dejado resultaran erróneos o falsos, se debía al extraño e incomprensible odio que Celâl sentía por la familia cercana y lejana, a cuyo cariño no había podido responder, y por todo el género humano (Galip había preguntado dónde podría encontrar a Celâl).
No, la razón de que se escondiera en un rincón inalcanzable de la ciudad exiliándose de toda la humanidad era, por supuesto, otra totalmente distinta: por fin había comprendido que no podría liberarse de aquel despiadado sentimiento de soledad y de la enfermedad que le impedía mezclarse con os demás, que le envolvían como un halo de mala fortuna desde el día en que nació; resignado, se había abandonado, como el enrermo terminal que se abandona a su enfermedad, en brazos e una soledad sin esperanza de la que no podría escapar en quién sabe qué remota habitación.
Galip preguntaba por el barrio donde podría estar aquella remota habitación y hablaba de un equipo de televisión «europeo» que buscaba a Celâl Bey…
– ¡Lo cierto es que dentro de poco a Celâl Bey le van a dejar sin trabajo! -le interrumpió Negati, el columnista y polemista-. Hace diez días que no manda un artículo nuevo. ¡Y todo el mundo se ha dado cuenta de que los que ha dejado de reserva no son sino artículos de hace veinte años pasados a máquina!
Tal y como Galip esperaba y deseaba, el periodista del corazón se opuso a aquella afirmación: sus artículos se leían con mayor interés que nunca, los teléfonos sonaban sin parar, del correo salían cada día al menos veinte cartas para Celâl Bey.
– Sí -repuso el polemista-, son cartas con propuestas de putas, de chulos, de terroristas, de hedonistas, de traficantes de drogas y de antiguos gángsteres a los que ha alabado en sus artículos.
– ¿Las abres y las lees a escondidas? -le preguntó el periodista del corazón.
– ¡Lo mismo que tú! -replicó el polemista.
Ambos se incorporaron en sus asientos como ajedrecistas satisfechos de sus movimientos de apertura. El polemista sacó una cajita de un hondo bolsillo de su chaqueta y se la enseñó a Galip con el extremo cuidado del ilusionista que les muestra a los espectadores un objeto que inmediatamente después va a desaparecer.
– El único punto en común que ahora tenemos ese Celâl Bey del que usted asegura ser pariente y yo, es esta medicina para el estómago que ve. Corta de inmediato las secreciones de ácido. ¿Quiere una?
Galip, para poder participar en ese juego que no sabía exactamente dónde había empezado y adonde llegaría pero al que tanto le gustaría jugar, aceptó una de las pastillas blancas y se la tragó.
– ¿Le ha gustado nuestro jueguecito? -le preguntó el viejo columnista sonriendo.
– Estoy intentando averiguar las reglas -le respondió Galip receloso.
– ¿Lee usted mis artículos?
– Sí.
– Cuando coge el periódico, ¿lee primero el mío o el de Celâl?
– Celâl es pariente mío.
– ¿Sólo por eso lo lee primero? -dijo el anciano escritor-. ¿Es la familia una atadura más poderosa que un buen artículo?
– ¡También son buenos los artículos de Celâl! -replicó Galip.
– Cualquiera podría escribirlos. ¿Es que no lo comprende? Además algunos son tan largos como para no poder llamarlos columnas. Resúmenes de cuentos. Adornos artísticos. Palabras vacías. Unas cuantas trampas corrientuchas, eso es todo lo que hay. Siempre hablará de sus recuerdos, de cosas agradables y dulces como la miel. De vez en cuando atrapará una paradoja. Usará el truco que los poetas del Diván llamaban «supuesta ignorancia» y que consiste en aparentar que no se sabe algo. Contará lo que no ha ocurrido como si hubiera pasado y al contrario. Y si no lo consigue con todo eso, ocultará la vaciedad de su artículo con esas frases pomposas que sus admiradores toman por bellas. Como él, todos tenemos Una vida, unos recuerdos, un pasado. Todos podemos jugar a ese juego, tanto como él. ¡Cuénteme una historia!
– ¿Qué tipo de historia?
– La primera que se le venga a la cabeza. Una historia.
– Un día la hermosa mujer de un hombre que la quería muchísimo lo abandonó -dijo Galip-. Él empezó a buscarla. Allá donde fuera por la ciudad encontraba su rastro pero no a ella misma…
– ¿Y?
– Ya está.
– ¡No, no, tiene que seguir! -contestó el anciano columnista-. ¿Qué era lo que ese hombre veía en los rastros que encontraba por la ciudad? ¿Era realmente hermosa su mujer? ¿Con quién se escapó?
– El hombre veía su propio pasado en los rastros que encontraba por la ciudad. Las huellas de su pasado con su hermosa mujer. O no sabía con quién se había escapado, o no quería saberlo, porque como a cada sitio que iba encontraba las huellas del pasado vivido con su esposa, pensaba que el hombre con quien se había escapado su mujer o el lugar al que había ido debían encontrarse también en su propio pasado.
– El tema está bien -dijo el anciano columnista-. Una bella mujer muerta o desaparecida, como decía Poe. Pero un cuentista debe ser más decidido. Porque el lector no confía en el autor que se muestra inseguro. Terminemos el cuento usando los trucos de Celâl… Recuerdos: dejemos que la ciudad hierva de dulces recuerdos para el hombre. Estilo: que las pistas que proporcionan esos recuerdos, enterradas entre palabras adornadas, señalen a la nada. Supuesta ignorancia: que el hombre aparente no saber con quién se ha fugado su mujer. Paradoja: y así, que el hombre con el que ha huido su mujer sea él mismo. ¿Qué tal? Ya ven, ustedes también podrían escribir esos artículos. Cualquiera podría.