La primera vez que Galip leyó el nombre de Rüya fue en una de aquellas postales que la Abuela colocaba en un lado del espejo del aparador que ocultaba las licoreras. Entre aquellas vistas de iglesias, puentes, mares, torres, barcos, mezquitas, desiertos, pirámides, hoteles, parques y animales que envolvían el enorme espejo como un segundo marco y que de vez en cuando tanto irritaban al Abuelo, se encontraban las fotos que le habían hecho a Rüya de niña en Esmirna. Por aquel entonces a Galip, más que aquella Rüya de su misma edad e hija de su Tío (según la nueva palabra, «prima»), le interesaba la terrible y adormecida caverna del mosquitero en el interior del cual dormía Rüya, tan sugerente, y su Tía la Seyyide Suzan que, al tiempo que entreabría aquella caverna en blanco y negro mostrando a su hija, miraba con tristeza a la cámara. Sólo mucho después comprendería que lo que sumergía por un instante en un silencio distraído a los hombres y mujeres del edificio mientras las fotografías de Rüya pasaban de mano en mano era aquella belleza. En aquellos tiempos se hablaba sobre todo de cuándo volvería el Tío Melih a Estambul y de en qué piso se quedaría. Porque Celâl había vuelto al edificio y se había instalado en la buhardilla gracias a la insistencia de la Abuela después de que su madre, que se había casado de nuevo con un abogado, muriera muy joven de una enfermedad que cada médico llamaba de una manera y él no pudiera soportar más la casa llena de telarañas de Aksaray. Intentaba olfatear chanchullos siguiendo los partidos de fútbol para el periódico en el que después publicaría sus primeras columnas con seudónimo, relataba exagerando en extremo los misteriosos y artísticos asesinatos de los chulos de los bares, cabarets y burdeles de los callejones traseros de Beyoglu, preparaba crucigramas en los que el número de cuadros negros siempre superaba al de blancos, si era necesario se hacía cargo de los folletines que el autor era incapaz de continuar porque aún no se había recobrado de la borrachera de láudano, de vez en cuando escribía las secciones de «Leemos su personalidad en su caligrafía», «Interpretamos sus sueños», «Su rostro y su personalidad», «Su horóscopo para hoy» (fue en esa sección del horóscopo donde comenzó a mandar saludos a familia y conocidos y, según se comentaba, a sus amantes) e «Increíble pero cierto» y criticaba la última película norteamericana que se proyectaba en los cines, a los que entraba gratis, hasta el punto de que se hablaba de que si seguía viviendo solo en la buhardilla y continuaba siendo tan laborioso incluso podría casarse con lo que ganara del periodismo. Mucho después, una mañana en que vio que habían cubierto con asfalto los desgastados adoquines del camino por el que pasaba el tranvía, Galip pensó que aquello a lo que el Abuelo llamaba maldición quizá tuviera que ver con aquellas extrañas estrecheces en el edificio, con la falta de espacio, o con algo indefinido y terrible pero no muy alejado de aquello. Cuando el Tío Melih regresó una tarde a Estambul y apareció de repente en el edificio acompañado por su preciosa mujer, su preciosa hija y maletas y baúles, como si quisiera demostrar su enfado porque no se hubieran tomado en serio sus postales, por supuesto se instaló en la buhardilla en la que vivía Celâl.