Выбрать главу

– Pero sólo Celâl los escribe -contestó Galip. -De acuerdo. Pero a partir de ahora puede escribirlos usted también -le respondió el viejo escritor con el gesto de quien pone punto final a una discusión.

– Si le busca, consulte sus artículos -intervino el periodista del corazón-. Está en algún lugar de ellos. Sus artículos están llenos de mensajes enviados a izquierda y derecha, pequeños mensajes personales. ¿Me entiende?

Como respuesta, Galip le dijo que, cuando era niño, Celâl le enseñaba las frases que formaban las primeras y las últimas palabras de los párrafos de sus crónicas. Le dijo que le había enseñado los anagramas que preparaba para engañar a la censura y al fiscal encargado de la prensa, los encadenamientos que hacía con las primeras y las últimas sílabas de cada frase, los acrósticos que formaba con las mayúsculas y los juegos de palabras destinados a enfadar a «nuestra tía».

– ¿Su tía era una solterona? -le preguntó el periodista del corazón.

– Nunca se casó -le contestó Galip.

¿Era cierto que Celâl Bey se había peleado con su padre a causa de un asunto de un piso?

Galip respondió que se trataba de «un asunto» muy antiguo.

¿Era cierto que un tío suyo que era abogado confundía las actas de los juicios, la jurisprudencia y las leyes con menús de restaurantes y tarifas de los transbordadores?

Según Galip, aquello podía ser una historia inventada, como las demás, como todo.

– ¿Lo entiendes, jovencito? -le dijo el viejo escritor con una voz nada agradable-. Nada de esto se lo ha contado Celâl Bey. Todos esos sentidos los ha extraído uno a uno de los artículos de Celâl nuestro compañero, detective y hurufí aficionado, los ha encontrado entre las letras con las que los había ocultado Celâl como quien cava un pozo con una aguja.

El periodista del corazón dijo que quizá aquellos juegos tuvieran algún sentido, que quizá evocaran voces del misterio y que quizá fuera su profunda relación con el misterio lo que había elevado a Celâl Bey por encima de los demás escritores; pero sin duda había que recordarle esta realidad: «Al periodista que se hincha y se afecta, lo entierra el ayuntamiento o una colecta».

– Y además, Dios no lo quiera, quizá se haya muerto -replicó el anciano periodista-. ¿Le gusta nuestro jueguecito? -Y que ha perdido la memoria, ¿es verdad o es un cuento? -preguntó el cronista del corazón.

– Es verdad y es un cuento -respondió Galip. -¿Y esas casas por la ciudad cuyas direcciones mantiene secretas?

– Eso también.

– Quizá esté él solo agonizando en una de esas casas -opinó el columnista-. ¿Sabe?, le encantan este tipo de juegos de suposiciones.

– Si fuera así, llamaría a su lado a alguien que considerara cercano -respondió el periodista del corazón.

– No existe nadie parecido -contestó el viejo columnista-. Nunca ha considerado cercano a nadie.

– Supongo que el joven no es de la misma opinión. Todavía no nos ha dicho usted su nombre.

Galip se lo dijo.

– Díganos entonces, Galip Bey -le preguntó el periodista del corazón-. Celâl Bey debe tener alguien a quien sienta lo bastante próximo como para, por lo menos, entregarle sus secretos literarios y su testamento en esa casa en la que se ha encerrado quién sabe con qué crisis, ¿no? No es un hombre tan solitario.

Galip meditó y luego dijo preocupado:

– No, no es un hombre tan solitario.

– ¿A quién llamaría? ¿A usted?

– A su hermana -respondió Galip sin pensárselo- Tiene una hermanastra veinte años menor que él, la llamaría a ella.

Luego pensó y recordó el sillón con el asiento rasgado y los oxidados muelles surgiendo de él. Siguió pensando.

– Quizá haya comenzado usted a comprender la lógica de nuestro juego -comentó el anciano cronista-. Y ya haya llegado a saborearlo sacando conclusiones. Por eso me permito asegurar sin la menor duda que todos los hurufíes acaban mal. A Fazlallah de Esterabad, el fundador de los hurufíes, lo mataron como a un perro y arrastraron su cadáver por el mercado atándole una cuerda a los pies. Él comenzó, hace seiscientos años, como Celâl Bey, interpretando sueños, ¿lo sabía? No ejercía su profesión en un periódico, sino en una cueva en las afueras de la ciudad…

– ¿Hasta qué punto podemos comprender a un ser humano con esas comparaciones? ¿Hasta qué punto podemos penetrar en los secretos de su vida? -dijo el periodista del corazón-. Desde hace treinta años intento penetrar en los inexistentes secretos de esas pobres artistas nuestras a las que llamamos «estrellas» imitando a los americanos. Por fin lo he comprendido: los que dicen que las personas son creadas de dos en dos se equivocan. Nadie se parece a nadie. Cada una de nuestras desdichadas jóvenes posee una desdicha a su medida. Cada una de nuestras estrellas es única en el cielo, es una pobre estrellita solitaria sin nadie que se le parezca.

– Exceptuando a la original de Hollywood -repuso el anciano columnista-. ¿Le he hablado de los originales de los que Celâl Bey es una copia? Aparte de los que mencioné antes, siempre ha estado plagiando algo de Dante, de Dostoyevski, de Mevlâna, del jeque Galip.

– ¡Ninguna vida se parece a otra! -respondió el escritor del corazón-. Cada historia es una historia precisamente porque no existe otra igual. Cada escritor es un pobre autor solitario.

– ¡No estoy de acuerdo! -contestó el anciano co-himnista-. Tomemos como ejemplo ese artículo de «Cuando las aguas del Bósforo se retiren», que tanto dicen que gustó. ¿No es un plagio de libros de hace miles de años que hablan el Fin del Mundo y de los días de destrucción previos a la lleuda del Mahdi, del Corán, de las azoras del Juicio Final, de Ibn Jaldun, de Abu Jurasani? Simplemente le añadió una historia de gángsteres. No tiene ningún valor artístico. La causa de que fuera recibido con entusiasmo por un pequeño sector de lectores y de que ese día llamaran por teléfono cientos de mujeres histéricas no son las tonterías que se contaban en el artículo, por supuesto. Entre las letras hay mensajes secretos que ni usted ni yo podemos comprender, pero sí los iniciados. Como esos iniciados, que están dispersos por todo el país y que la mitad son putas y la mitad pederastas, interpretan esos mensajes como órdenes, llaman día y noche al periódico para que no pongan en la puerta a su jeque Celâl por escribir esas estupideces. De hecho, a la puerta del periódico siempre había un par de hombres que le esperaban. ¿Cómo podemos saber, Galip Bey, que no es usted uno de ellos?

– ¡Porque Galip Bey nos ha caído bien! -replicó el periodista del corazón-. Hemos visto en él tantas cosas de nuestra propia juventud… Ha conseguido que nos hirviera la sangre hasta el punto de contarle muchos de nuestros secretos. Por eso podemos saberlo. Como me dijo la en tiempos famosa estrella doña Samiye Samim en sus últimos días en el asilo: esa enfermedad llamada envidia… Pero ¿qué le pasa, joven? ¿Se va?

– Galip Bey, hijo mío, puesto que te vas, respóndeme a esta pregunta -le pidió el anciano cronista-. ¿Por qué quieren los de la televisión inglesa hablar con Celâl y no conmigo?

– Porque escribe mejor que usted -le contestó Galip. Se levantó de la mesa y mientras salía al silencioso pasillo que daba a las escaleras oyó que el anciano escritor gritaba a sus espaldas con una vigorosa voz que no había perdido nada de su alegría:

– ¿De verdad te has creído que la pastilla que te has tragado era una medicina para el estómago?