Cuando salió a la calle Galip miró cuidadosamente a su alrededor. En la acera de enfrente, en la esquina donde los jóvenes de los institutos profesionales de imanes predicadores habían quemado no sólo la crónica de Celâl sino todas las páginas del periódico porque, según ellos, blasfemaba contra la religión, estaban dos hombres de pie sin hacer nada, un vendedor de naranjas y un calvo. No había nadie a la vista que esperara a Celâl. Cruzó y compró una naranja. Mientras la pelaba y se la comía, se apoderó de él la sensación de que alguien lo seguía. Regresaba al despacho desde la plaza de Cagaloglu y no pudo descubrir por qué sentía aquello. Tampoco pudo averiguar por qué le resultaba tan real aquella sensación mientras bajaba lentamente la cuesta y miraba los escaparates de los libreros. Parecía que detrás de su nuca hubiera un «ojo» que dejara notar su presencia de una manera apenas perceptible, eso era todo.
Cuando se encontró otro par de ojos en el escaparate de la librería ante la que reducía el paso cada vez que pasaba se excitó tanto como si hubiera visto a un conocido y hubiera comprendido en ese instante lo mucho que le alegraba hacerlo. Aquélla era la editorial que publicaba la mayoría de las novelas policíacas que Rüya leía como si se las tragara. El buho traidor que tan a menudo había visto en las tapas de los libros observaba paciente a Galip y a la multitud del sábado desde el pequeño escaparate del pequeño establecimiento. Galip entró en la librería, compró tres viejos volúmenes que creía que Rüya no había leído y Mujeres, amor y whisky, que anunciaban como recién publicado esa semana, y ordenó que se los envolvieran. En un cartón de respetable tamaño que estaba colgado de los anaqueles superiores estaba escrito: EN TURQUÍA NINGUNA SERIE HA PODIDO IGUALARSE A LA SERIE 126. EL NÚMERO DE NUESTRAS NOVELAS POLICÍACAS ES GARANTÍA DE CALIDAD. Como en la tienda vendían otros libros además de aquéllos y de las «Novelas de amor de la literatura» y de la «Serie de novelas de humor del Buho» de la misma editorial, Galip pidió Un libro sobre los hurufíes. Le respondió un anciano de buen tamaño sentado en un sillón que había colocado ante la puerta y desde el que podía observar tanto el mostrador tras el cual había un joven de cara pálida como la multitud que pasaba por la acera cubierta de barro:
– No tenemos. Pregunte en la tienda de Ismail el Tacaño -luego añadió-: En cierta ocasión pasaron por mis manos los manuscritos de las novelas policíacas que traducía del francés el príncipe Osman Celâlettin Efendi, que era hurufí. ¿Sabe cómo lo mataron?
Galip miró a ambas aceras al salir pero no vio nada que le llamara la atención: una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo que miraba el escaparate de un puesto de bocadillos acompañada por un niño pequeño al que le quedaba grande el abrigo, dos muchachas, estudiantes, con los mismos calcetines verdes, y un viejo con un abrigo marrón que esperaba para cruzar a la otra acera. Pero en cuanto comenzó a andar de nuevo hacia el despacho sintió la mirada del eterno «ojo» en la nuca.
Como nunca antes le habían seguido, como nunca antes se había dejado llevar por la sensación de que le seguían, todo lo que sabía Galip al respecto se limitaba a las escenas de las películas que había visto y a las novelas policíacas que leía Rüya. A pesar de haber leído muy pocas, Galip pontificaba a menudo sobre el género. Había que poder crear una novela en la que el primer y el último capítulos fueran exactamente iguales; había que poder escribir una historia sin un «final» aparente puesto que el verdadero final estaría oculto dentro de ella; había que soñar con una novela que ocurriera entre ciegos, etcétera. Mientras forjaba aquellos proyectos que provocaban que Rüya frunciera el ceño, Galip se imaginaba que quizá algún día podría ser otra persona.
Cuando pensó que el pordiosero con las piernas amputadas que se había instalado en un hueco junto a la entrada del edificio donde estaba el despacho era ciego, Galip decidió que la pesadilla en la que tan sumergido estaba tenía tanto que ver con la ausencia de Rüya como con la falta de sueño. Al entrar en el despacho, en lugar de sentarse a la mesa, abrió la ventana y miró hacia abajo. Durante un rato observó el movimiento en las aceras. Se sentó a la mesa y su mano se alargó involuntariamente, no hacia el teléfono, sino hacia la carpeta de los papeles. Sacó un papel en blanco y sin pensar demasiado, escribió:
«Lugares donde se podría encontrar Rüya. La casa de su ex marido. La casa de los tíos. La casa de Banu. Una casa donde se hable de política. Una casa donde se medio hable de política. Una casa donde se hable de poesía. Una casa donde se hable de cualquier cosa. Cualquier otra casa en Nisantasi. Cualquier casa. Una casa». Dejó el bolígrafo decidiendo que mientras escribía no podía pensar con claridad. Volvió a cogerlo y lo tachó todo excepto «La casa de su ex marido» y escribió lo siguiente: «Lugares donde se podrían encontrar Rüya y Celâl. Rüya y Celâl en casa de Celâl. Rüya y Celâl en la habitación de un hotel. Rüya y Celâl van al cine. ¿Rüya y Celâl? ¿Rüya y Celâl?».
Escribiendo en el papel en blanco se veía parecido a los protagonistas de las novelas policíacas que forjaba en su imaginación y así sentía que se encontraba en el umbral de un universo que le recordaba a Rüya, al hombre nuevo que quería ser y a un mundo nuevo. El mundo que se divisaba a través de aquella puerta era un mundo donde la sensación de ser perseguido se aceptaba con toda tranquilidad. Si uno creía que te perseguían debía por lo menos poder creer que era alguien capaz de sentarse a su mesa y escribir una debajo de otra las pistas que le sirvieran para encontrar a alguien desaparecido, Galip sabía que no era ese hombre que tanto se parecía a los Protagonistas de las novelas de detectives, pero creer que se le Parecía, que podía ser «como él», aliviaba, aunque sólo fuera un poco, la presión de los objetos y las historias que le rodeaban. Mucho después, cuando el camarero, peinado con la raya en medio con una simetría que resultaba sorprendente, le trajo la comida que había encargado al restaurante, Galip había aproximado tanto su mundo al de las novelas policíacas a fuerza de rellenar con pistas papeles en blanco que el cordero con arroz y la ensalada de zanahoria que había sobre la sucia bandeja no le parecieron lo que siempre comía sino platos completamente distintos que le sirvieran por primera vez.
Contestó al teléfono, que sonó a la mitad de la comida, como alguien que se dispusiera a responder una llamada que esperaba: se habían equivocado. Después de comer y de apartar la bandeja, llamó con la misma tranquilidad a la casa de Nisantasi. Mientras dejaba que el teléfono sonara largo rato se imaginaba a Rüya en casa, a la que había vuelto cansada, levantándose de la cama para alcanzarlo, pero no se sorprendió en absoluto cuando nadie le contestó. Marcó el número de la Tía Hâle.
Para que su tía no añadiera otras preguntas a las que le hizo respecto a la enfermedad de Rüya y a sus comentarios sobre el hecho de que su cuñada había ido a casa de ambos, a la que había acudido preocupada porque llevaban días sin contestar al teléfono y de la que había regresado con las manos vacías, Galip le explicó sin respirar: no habían podido darles nuevas noticias porque el teléfono estaba averiado; Rüya había mejorado de su enfermedad esa misma noche y ahora se encontraba como un roble, no tenía nada y lo esperaba en un taxi que estaba un poco más allá, un Chevrolet del 56, con su abrigo morado, tan contenta de la vida; iban a ir juntos a Esmirna, a ver a un viejo amigo gravemente enfermo; el barco zarparía dentro de poco y Galip llamaba desde una tienda de ultramarinos que había de camino; le agradecía de veras al dueño que le permitiera utilizar el teléfono con tantos clientes como tenía; ¡Adiós! Pero la Tía Hâle todavía pudo preguntar: «¿Habéis cerrado bien la puerta? ¿Se lleva Rüya su jersey verde de lana?»