Cuando lo llamó Saim, Galip se estaba preguntando hasta qué punto podría cambiar el plano de una ciudad sobre la que nadie hubiera puesto nunca el pie sólo a fuerza de observarlo. Saim había proseguido con las investigaciones en su archivo después de que Galip le dejara aquella mañana y había encontrado algunas pistas que creía que podían ser útiles. Sí, Mehmet Yilmaz, el responsable de la muerte de la abuelita, podía estar todavía vivo, erraba como un fantasma por la ciudad, pero no con los nombres de Ahmet Kacar o Haldun Kara como habían pensado en cierto momento, sino con el nombre, que no olía a seudónimo, de Muammer Ergener. A Saim no le había sorprendido encontrárselo en una revista que defendía una «oposición» absoluta; lo que sí le había llamado la atención era que alguien que firmaba Salih Golbaji, que criticaba con dureza en la misma revista dos columnas de Celâl, utilizara el mismo estilo y cometiera las mismas faltas de ortografía. Después de pensar que aquel nombre y aquel apellido rimaban con los del ex marido de Rüya y que estaban formados por las mismas consonantes, al verlo en los números antiguos de una pequeña revista de educación llamada La hora del trabajo, ahora como jefe de redacción, Saim había apuntado para Galip las señas, en las afueras de la ciudad, de la dirección de la revista: Barrio de Güntepe, calle Refet Bey, Sinanpasa, Bakirkóy.
Galip se emocionó cuando después de colgar el teléfono encontró en la guía de la ciudad el plano del barrio de Güntepe, pero no se trataba del asombro que había esperado que le cambiara de la cabeza a los pies. El barrio ocupaba por completo la árida colina sobre la que se levantaba la pequeña ciudad de casuchas donde doce años antes, en su primer matrimonio, se había instalado Rüya con su marido para «trabajar» entre los obreros. Por lo que se entendía por el mapa, ahora la colina había sido dividida en calles, cada una de las cuales llevaba el nombre de un héroe de la Guerra de Liberación. A un lado se veía el verde de un pequeño parque, el alminar de Una mezquita y una plaza en cuyo centro había una estatua de Atatürk marcada con un cuadradito. Aquél era el último lugar que Galip habría podido soñar.
Volvió a telefonear al periódico y después de enterarse de que Celâl Bey no había regresado «todavía», llamó a Iskender. Le explicó que había localizado a Celâl, que le había contado que un equipo de televisión inglés quería entrevistarlo, que Celâl no se había opuesto demasiado a la idea pero que en estos momentos estaba ocupado. Mientras le explicaba todo aquello oía cómo lloraba una niña que no debía estar demasiado lejos del teléfono. Iskender le dijo que los ingleses se quedarían al menos seis días más en Estambul. Habían oído muchos elogios de Celâl y estaba seguro de que podrían esperarlo. Si Galip quería, podía llamarlos él mismo al Pera Palas. Galip dejó la bandeja de la comida ante la puerta y salió del edificio. Mientras bajaba la cuesta notó en el color del cielo una palidez que hasta entonces nunca había percibido. Como si fuera a caer una nevada color ceniza y fuera a ser recibida por la multitud del sábado como lo más natural del mundo. Quizá para acostumbrarse a aquello todos caminaban mirando al suelo por las aceras cubiertas de barro. Comprendió que las novelas policíacas que llevaba bajo el brazo le proporcionaban serenidad. Parecía que todo el mundo siguiera su vida de siempre gracias a que ese tipo de novelas habían sido escritas en lejanos y mágicos países y habían sido traducidas a «nuestra lengua» por infelices amas de casa arrepentidas de no haber continuado la educación que habían comenzado en institutos donde se enseñaban lenguas extranjeras; que gracias a ellas los hombres vestidos con trajes descoloridos que rellenaban mecheros en las entradas de los edificios, los jorobados que recordaban a ropa que hubiera perdido el color y los viajeros silenciosos de las paradas de los taxis colectivos debieran seguir respirando como siempre.
Al bajarse en Harbiye del autobús al que se había subido en Eminónü, Galip vio a la multitud que se agolpaba ante el cine Konak. Era el público de la matinée de las 2.45 del sábado por la tarde. Veinticinco años atrás Galip, con Rüya y otros compañeros del colegio, se había encontrado también entre esa misma multitud de estudiantes con gabardina y granos en la matinée, había bajado por las escaleras, como ahora cubiertas de serrín, había observado las fotografías de la película anunciada para la «próxima semana» iluminadas por pequeñas lámparas y había vigilado con una paciencia silenciosa con quién hablaba Rüya. Por aquel entonces parecía que la sesión previa no acabaría nunca, las puertas no se abrirían, nunca llegaba el momento de sentarse junto a Rüya y de que se apagaran las luces. Cuando se enteró de que quedaban entradas para la sesión de las 2.45 Galip se dejó llevar por una sensación de libertad. El interior de la sala estaba caliente y falto de aire por la respiración del gentío que acababa de abandonarlo. Galip comprendió que iba a quedarse dormido en el momento en que se apagaran las luces y comenzaran los anuncios. En cuanto se despertó, Galip se incorporó en su butaca. En la pantalla había una mujer bella, muy bella, y tan preocupada como hermosa era. Luego vio un río ancho y tranquilo, luego una granja, una granja americana entre campos verdes. Después la bella y atribulada muchacha comenzó a hablar con un hombre maduro que Galip nunca había visto antes en ninguna película. Galip comprendía que sus vidas estaban llenas de problemas tanto por lo que decían como por sus serios y tranquilos movimientos y rostros. Más que entender, lo sabía. La vida estaba llena de problemas, de amarguras, de penas profundas que hacían que todos los rostros se parecieran, y cuando uno se acababa empezaba otro, y cuando te acostumbrabas al segundo, aparecía uno nuevo. Y aunque llegaban de repente, sabíamos desde mucho antes que esos sufrimientos estaban de camino y nos preparábamos para recibirlos, no obstante, cuando el problema caía sobre nosotros como una pesadilla nos arrastraba a una cierta soledad; una soledad desesperada e irrenunciable, aunque pensáramos que podríamos ser felices cuando la compartiéramos con otros. Por un momento Galip sintió que su problema y el de la mujer de la pantalla eran uno solo; o bien no había tal problema pero sí existía un mundo común: un mundo bien ordenado donde la gente no esperara demasiado pero nadie sufriera ofensas de otros, limitado en su lógica y en su falta de lógica, un mundo que invitara a la modestia. Según avanzaban los acontecimientos, mientras la mujer sacaba agua de un pozo, mientras viajaba en una vieja camioneta Ford, mientras acostaba hablándole sin parar al niño pequeño que había tomado en brazos, Galip la sentía tan cercana como si se estuviera observando a sí mismo. Lo que despertaba en su corazón el deseo de abrazarla no era su belleza, ni su naturalidad, ni sus maneras espontáneas, sino la profunda convicción que sentía de que la mujer y él vivían en el mismo mundo: si pudiera abrazarla, aquella mujer delgada y morena compartiría también esa convicción. A Galip le daba la impresión de estar viendo solo la película, de que nadie más veía lo que él. Poco después, cuando en la calurosa ciudad, cruzada por una ancha carretera de asfalto, surgió una pelea y un hombre inquieto, rápido, fuerte y «con personalidad» comenzó a dominar los acontecimientos, Galip notó que iba a terminarse la comunión que compartía con la mujer. Los subtítulos le entraban palabra a palabra por los ojos y sentía el rebullir de la gente en la sala, llena hasta la bandera. Se levantó y regresó a casa entre la oscuridad que se había desplomado de repente antes de tiempo y bajo la nieve que caía con lentitud.
Mucho después, cuando se acostó sobre el edredón azul de cuadros, como un tablero de damas, se dio cuenta medio dormido de que había olvidado en el cine las novelas policiacas que había comprado para Rüya.
10. El ojo
«El número de páginas que escribió diariamente durante esa época de su vida nunca fue inferior a cinco.»