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"Ahmet Mithat Efendi", Enciclopedia del Islam, VAKANÜVIS ABDURRAHMAN SEREF

El caso que voy a contar me ocurrió una noche de invierno. Me encontraba en una época pesimista: había superado los primeros y difíciles años de mi oficio de periodista pero lo que hacía para poder mantenerme en pie aunque fuera precariamente hacía mucho que había secado el entusiasmo de mis inicios en la profesión. En las frías noches de invierno, mientras me decía «¡Por fin lo he conseguido!», era consciente de que estaba vacío por dentro. Ese invierno, como padecía el insomnio que habría de perseguirme a lo largo de toda mi vida, algunos días me quedaba trabajando en el periódico hasta muy tarde con la secretaria del turno de noche y preparaba algunos artículos que era incapaz de escribir entre la confusión y el alboroto del día. La sección de «Increíble pero cierto», tan de moda por aquel entonces en los periódicos y revistas europeos, le venía como anillo al dedo a aquel trabajo nocturno. Abría cualquier periódico europeo, recortado ya aquí y allá hasta el punto de haberlo dejado hecho trizas, examinaba con cuidado las fotografías de la sección de «Increíble pero cierto» durante un rato (siempre he considerado inútil el conocimiento de una lengua extranjera, incluso perjudicial para mi imaginación) y enseguida tomaba la pluma para escribir lo que me lnspiraban las fotografías en una suerte de arrebato artístico.

Esa noche de invierno, después de mirar por un momento la fotografía de un monstruo de rostro extraño (tenía un ojo arriba y otro abajo) que había visto en una revista francesa (L'Illustration), garabateé de un plumazo algunas ideas sobre «el cíclope»: tras resumir el pasado de esa criatura temeraria, que asusta a las jovencitas en el Dede Korkut, que se convierte en el ser traidor llamado Polifemo en la epopeya de Hornero, que es el mismísimo Deccal en la Historia de los profetas de Bujari, que entra en los harenes de los visires en Las mil y una noches, que aparece un momento vestido de púrpura en el Paraíso de Dante antes de que el poeta se encuentre con su querida Beatriz, que tan conocida me resulta, que en el Mesnevi de Mevlâna Celâlettin corta el paso a las caravanas y que en el Vathek, libro que tanto me gusta, se disfraza con los ropajes de una mujer negra, escribí a qué se parecía ese extraño y único ojo que tenía en medio de la frente como un pozo oscuro, por qué nos produce escalofríos y por qué debemos temerle y protegernos de él, y dejándome llevar por una ola de excitación añadí de repente a mi breve «monografía» un par de historias que surgieron de mi pluma: la del Cíclope que vivía en uno de los barrios pobres a orillas del Cuerno de Oro y del que decían que por las noches se introducía en sus turbias aguas sucias de barro y fuel para ir quién sabe dónde y que se encontraba con aquel otro Cíclope, aunque afirmaban que se trataba del mismo, tan elegante que le llamaban «el Lord» y que desmayaba de terror a tantas muchachas cuando al comienzo de la noche se despojaba de su gorro de piel en los lujosos burdeles de Pera.

Después de dejarle el artículo al dibujante, al que le encantaban esos temas, acompañado de una breve nota («¡No les dibujes bigotes, por favor!»), salí del periódico poco después de medianoche y, como no quería volver de inmediato a mi casa, fría y solitaria, decidí caminar un rato por las callejuelas del viejo Estambul. Como solía, no estaba satisfecho de mí mismo, pero sí del artículo y del cuento. Creía que si fantaseaba sobre esa pequeña victoria literaria acompañándola con un largo paseo quizá me libraría algo de esa sensación de infelicidad que se cernía sobre mí como una enfermedad crónica.

Caminé por callejones que se cortaban en curvas irregulares, cada vez más estrechos y oscuros. Caminé escuchando el sonido de mis propios pasos entre ventanas de ciega oscuridad de casas sombrías cuyos caídos miradores las aproximaban entre sí. Caminé por aquellas calles completamente olvidadas que ni siquiera se atreven a pisar las manadas de perros callejeros, los somnolientos serenos, los drogadictos ni los mismos fantasmas.

Cuando sentí que un ojo me observaba desde algún lugar no me preocupé demasiado en un primer momento. Aquello debía ser una ilusión relacionada con el artículo que había garabateado poco antes, me decía, porque, aunque lo hubiera creído, ningún ojo me observaba desde la ventana lateral del mirador combado que colgaba sobre el estrecho callejón ni desde la oscuridad del solar vacío. Lo que sentía que me vigilaba era una ilusión imprecisa y no quise darle mayor importancia. Pero en aquel largo silencio en el que no se oía otra cosa que los silbatos de los serenos y los aullidos de las manadas de perros atacándose unas a otras en barrios lejanos, la sensación de ser vigilado fue incrementándose lentamente hasta llegar a tener una intensidad tal que poco después comprendí que no podría librarme de aquella opresión asfixiante comportándome como si no existiera.

¡Un ojo que lo veía todo y que en todas partes me encontraba me vigilaba con todo descaro! No, no tenía nada que ver con los protagonistas de los cuentos que me había inventado; no era terrible, feo ni ridículo como ellos; tampoco era extraño ni frío; incluso, sí, resultaba conocido: el ojo me conocía y yo a él. Desde hacía mucho tiempo teníamos noticia de a existencia del otro, pero como no habíamos notado abier-arnente nuestra mutua presencia, habían sido necesarios ese sentimiento especial que noté esa noche, esa calle precisa por la que estaba andando y la violenta impresión de la apariencia de la calle.

Como sé que no significaría nada para aquéllos de mis lectores que no conozcan bien Estambul, no voy a dar el nombre de esa calle sobre el Cuerno de Oro. Piensen en una calle adoquinada, con casas oscuras de madera, la mayor parte de las cuales soy testigo de que siguen en pie treinta años después de mi «experiencia metafísica», con sombras de miradores e iluminada por la luz de una mortecina farola cortada por las ramas retorcidas de los árboles. ¡Con eso basta! Las aceras eran estrechas y sucias. El muro de una pequeña mezquita de barrio se extendía hacia una oscuridad interminable. En el punto oscuro donde se unían la calle y el muro -la perspectiva-, ese absurdo (¿qué otra cosa podría decir?) ojo me esperaba. Espero que ya se me haya entendido: si el «ojo» me esperaba no era para nada malo, qué sé yo, no era para asustarme, ni para estrangularme, ni para apuñalarme, ni para matarme, sino, como comprendí mucho después, más bien para introducirme lo antes posible en esa experiencia metafísica que recordaba a un sueño, para ayudarme.

No se oía un ruido. Desde el primer momento sabía que aquella experiencia tenía que ver con todo lo que mi profesión de periodista me había arrebatado y el vacío de mi interior. ¡Uno tiene las pesadillas más reales cuando está cansado! Pero no era una pesadilla, era un sentimiento mucho más neto, transparente, casi matemático. «Sé que estoy vacío por dentro.» Eso fue lo que pensé. Me detuve y me apoyé contra el muro de la mezquita. «¡Sabe que estoy vacío por dentro!» Sabía lo que yo pensaba, sabía lo que había hecho hasta ese momento, pero ni siquiera eso tenía importancia porque el «ojo» señalaba a otra cosa, a algo muy evidente. Yo lo había creado, ¡y él a mí! Creí que aquella idea me cruzaría la mente por un momento y desaparecería, como esas palabras estúpidas que a veces le salen a uno de la pluma, pero allí se quedó. Y así entré por la puerta que había abierto el pensamiento a un universo nuevo -como ese conejo inglés que cae al vacío por un agujero en el campo.

Al principio yo creé ese «ojo». Para que me viera y me vigilara, por supuesto. Yo no quería salir de su mirada. Me había formado bajo esa mirada, a partir de esa mirada, y estaba satisfecho de ella porque yo existía sólo porque era consciente de que era observado en todo momento. Era como si pudiera dejar de existir si el ojo no me observaba. Aquello era una verdad tan evidente que se me olvidó que yo lo había creado y me sentía agradecido a ese ojo que me permitía existir. ¡Quería obedecer sus órdenes! De esa manera podría alcanzar una existencia más agradable, pero era difícil hacerlo, aunque, por otro lado, dicha dificultad no era algo que produjera dolor sino algo cómodo, un aspecto de la vida al que había que enfrentarse de manera natural. Por esa razón el universo mental en el que caí mientras estaba apoyado en el muro de la mezquita no era como una pesadilla sino una especie de felicidad trenzada de recuerdos e imágenes conocidas, como los cuadros de esos pintores inexistentes cuyas extravagancias resumía en la sección de «Increíble pero cierto».