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Y no es que no lo hiciera. Como si comentara la posición de las fichas de un juego de tres en raya en un tablero de mármol casi azul marino, me decía: «Ese yo que se apoya en el muro de la mezquita quiere ser Él». Ese hombre quiere llegar a ser ese Él al que envidia. Y Él aparenta ignorar que no es sino una creación de ese yo que le imita. Por esa razón hay tanta confianza en la mirada del «ojo». Él parece haber olvidado que el hombre apoyado en el muro de la mezquita ha creado el «ojo» con la intención de alcanzarlo, pero el hombre apoyado en el muro es consciente de esa verdad apenas perceptible. Si hace un movimiento, si le alcanza a Él, si se convierte en Él, entonces el «ojo» se encontrará en un callejón sin salida o bien en el vacío, con todo lo que conlleva, y etcétera, etcétera.

Pensaba en todo aquello observándome desde fuera. Luego, ese «yo» al que observaba comenzó a caminar siguiendo el muro de la mezquita, y cuando éste se acabó, continuó a lo largo de repetidas casas de madera con miradores, solares vacíos, fuentes, tiendas con las rejas echadas y cementerios en dirección a su casa y a su cama.

De la misma forma que nos sorprendemos momentáneamente cuando, mientras caminamos por una calle bulliciosa mirando las caras y las manchas de color de la gente, nos miramos en el escaparate de una tienda o en el amplio espejo que hay detrás de una hilera de maniquíes, yo me encontraba continuamente estupefacto mientras me observaba desde fuera. Pero, exactamente igual que si fuera un sueño, sabía que no había nada demasiado sorprendente en que ese «yo» al que observaba desde el exterior fuera yo mismo. Lo sorprendente era la proximidad asombrosamente suave, dulce y llena de cariño que sentía por esa persona. Sentía cuán frágil era, cuán digno de pena, cuán desesperado y triste. Sólo yo sabía que no era como parecía y, como un padre, incluso como un dios, me habría gustado albergar bajo mis alas, proteger a ese niño conmovedor, a ese siervo de Dios, a esa buena y pobrecilla criatura. Después de andar largo rato (¿qué pensaba? ¿Por qué estaba triste? ¿Por qué estaba tan cansado y acobardado?), salió a la calle principal. De vez en cuando miraba absorto los apagados escaparates de las tiendas de ultramarinos y las confiterías. Se había metido las manos en los bolsillos. Luego bajó la cabeza. Caminó desde Sehzadebasi hasta Unkapani sin prestar atención a los coches ni a los taxis libres que pasaban a su lado ocasionalmente. Quizá tampoco tuviera dinero.

Al cruzar el puente de Unkapani miró por un momento al Cuerno de Oro: un marinero, difícil de distinguir en la oscuridad, bajaba tirando de un cable la larga y estrecha chimenea de un remolcador que se disponía a pasar bajo el puente. Mientras subía por la cuesta de Sishane cruzó un par de palabras con un borracho que bajaba; excepto uno, no le interesó ninguno de los bien iluminados escaparates de la calle Istikláclass="underline" contempló largo rato el de un platero. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Me lo preguntaba temblando de preocupación, observándolo con cariño.

En un puesto de Taksim compró cigarrillos y cerillas abrió el paquete y encendió uno con esos lentos movimientos que tan a menudo vemos en nuestros tristes conciudadanos ¡ah, esa delgada y angustiosa columna de humo que salía de su boca! Yo lo sabía todo, lo conocía todo, todo lo había visto, vivido y pasado, pero me sentía inquieto y tenía miedo, como si por primera vez me enfrentara a una vida, a un hombre, me hubiera gustado decir: «¡Ten cuidado, niño!»; le daba gracias a Dios porque no le había pasado nada malo, cada vez que le observaba cruzar la calle, cada vez que daba un paso, veía indicios de un posible desastre en cada calle, en cada oscura fachada, en cada ventana con las luces apagadas.

¡Gracias a Dios por fin cruzó la puerta de un edificio en Nisantasi (se llamaba Sehrikalp) sin que nada le ocurriera! Cuando entró a su casa en el ático creí que se dormiría llevándose a la cama aquellos problemas suyos que yo quería comprender y a los que me gustaría encontrar una solución. No, se sentó en un sillón y estuvo un rato hojeando el periódico y fumando. Luego paseó arriba y abajo entre los viejos muebles, la mesa desportillada, las cortinas descoloridas, sus papeles y sus libros. De repente se sentó a la mesa, se movió inquieto en la chirriante silla y se inclinó para escribir algo en un papel en blanco con una pluma que tomó.

Al momento estaba a su lado; era como si estuviera sobre aquella mesa tan desordenada. Lo observaba desde muy cerca: escribía con un cuidado infantil, con el placer de alguien que está viendo una película que le gusta, pero con la mirada vuelta hacia sí mismo. Yo lo miraba con el mismo orgullo con que un padre observa cómo su querido hijo toma el lápiz para escribirle por primera vez una carta. Apretaba ligeramente los labios al acercarse al final de las frases, sus ojos avanzaban temblándole sobre el papel siguiendo las palabras. Cuando vi que estaba a punto de terminar una página leí lo que había escrito y me estremecí con un profundo dolor.

No había escrito palabras que describieran su espíritu, y que yo me moría por conocer, sino simplemente estas frases que ustedes acaban de leer. Ése no era su mundo, sino el mío; no eran sus palabras, sino esas palabras mías por las que ustedes han pasado la mirada a toda prisa (no tan rápido, por favor).

Quise oponerme, decirle que escribiera sus propias palabras pero era incapaz de hacer otra cosa que observarlo, exactamente igual que en un sueño: las palabras y las frases se sucedían provocándome cada una de ellas algo más de dolor.

Durante un rato se detuvo al principio de un párrafo. Me miró, me dio la impresión de que me veía, fue como si nuestras miradas se enfrentaran. Ya saben, en las revistas y en los libros antiguos hay escenas en que el autor habla tranquilamente con su musa; algún ilustrador bromista ha dibujado en un margen una pequeña y simpática musa del tamaño de una estilográfica y un escritor pensativo que se sonríen. Pues así nos sonreímos. Por supuesto, esperaba con optimismo que todo se aclararía después de aquella mirada tan significativa. Él comprendería la verdad y escribiría historias de su mundo, por el que yo tanta curiosidad sentía, y yo leería tranquilamente las pruebas de que por fin había logrado ser él mismo.

No, no ocurrió nada de eso. Por un momento me sonrió feliz y después se detuvo como si ya estuviera aclarado lo que tuviera que aclararse, tan entusiasmado como si hubiera resuelto un problema de damas, y escribió sus últimas palabras, que dejaban todo lo relativo a mi mundo en una oscuridad incomprensible.

11. Perdimos la memoria en el cine

«El cinematógrafo no sólo estropea los ojos de los niños, sino también sus mentes.»

Milliyet, 7 de junio de 1952, R. C. ULUNAY

En cuanto Galip se despertó se dio cuenta de que nevaba de nuevo. Quizá lo hubiera notado mientras dormía porque lo había sentido en el sueño que recordaba cuando se despertó pero que olvidó en el momento en que miró por la ventana. Galip se vistió después de lavarse con el agua que el calentador era incapaz de calentar como era debido. Tomó papel y lápiz, se sentó a la mesa y trabajó un rato en sus pistas. Mucho después de haberse afeitado se puso la chaqueta de espiguilla, que según Rüya tan bien le sentaba y que era igual que otra que tenía Celâl, su grueso abrigo de tela basta, y salió a la calle.

La nevada había amainado, sobre los coches aparcados y las aceras había cuatro dedos de nieve. Los que regresaban de sus compras del sábado por la tarde, con sus paquetes en la mano, caminaban con cuidado, como si pisaran la superficie suave de un planeta al que comenzaran a acostumbrarse.

Al llegar a la plaza de Nisantasi le alegró ver que la calle principal estaba despejada. En un puesto de periódicos instalado por las noches en la entrada de una tienda de ultramarinos escogió el Milliyet del día siguiente de entre las revistas de mujeres desnudas y escándalos. Se metió en el restaurante de la acera de enfrente, se situó en un rincón desde el que no pudiera ver a los que pasaban por la calle y pidió una sopa de tomate y albóndigas a la parrilla. Mientras esperaba la comida puso el periódico sobre la mesa y leyó atentamente el artículo dominical de Celâl.