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Recordaba una por una las frases sobre la memoria de aquel artículo de Celâl escrito años antes porque, además, lo había leído esa mañana en la redacción. Marcó el artículo en algunos lugares mientras se tomaba el café. Tras salir del restaurante encontró un taxi que le llevara a Bakirkóy, a Sinanpasa.

A lo largo del prolongado trayecto, Galip se sintió arrastrado por la sensación de que la ciudad que veía no era Estambul sino otra completamente distinta. En el punto en que la cuesta de Gümüssuyu llega al Dolmabahce tres autobuses del ayuntamiento habían chocado unos con otros y estaban rodeados por el gentío. Las paradas de autobús y de taxis colectivos estaban completamente desiertas. La nieve había caído sobre la ciudad como una especie de opresión, las farolas brillaban más pálidas, el movimiento nocturno que hacía de la ciudad una ciudad había cesado, las puertas estaban cerradas y las aceras vacías, había regresado una suerte de noche medieval. La nieve sobre las cúpulas de las mezquitas, sobre los almacenes y sobre las casas de los arrabales no era blanca, sino azul. Al pasar pudieron ver a las putas de los alrededores de Aksaray con los labios morados y las caras azules, a los jóvenes que se deslizaban ante las murallas con escaleras de madera a modo de trineos, las luces azules de los coches de los policías que controlaban los autobuses al salir de la estación y que los pasajeros miraban con ojos temerosos. El viejo taxista le contó una lejana e increíble historia sobre un lejano e increíble invierno en que se heló el Cuerno de Oro. Galip, a la luz del interior del Plymouth modelo del 59, llenó de números, marcas y letras el artículo dominical de Celâl pero no pudo llegar a ninguna conclusión. En Sinanpasa el taxista le dijo que no podía ir más allá y él se bajó del coche y echó a andar.

El barrio de Güntepe estaba más cerca de la calle principal de lo que recordaba. Después de subir la ligera cuesta del camino que pasaba entre casas de cemento de dos pisos con las cortinas abiertas, herencia de las chabolas, y tiendas las luces de los escaparates apagadas, salió de repente a una plaza. En el centro estaba el busto (no era una estatua) de Atatürk cuyo cuadradito había visto aquella mañana en la Guía de la Ciudad. Confiando en lo que recordaba del plano se metió por una calle adyacente a la mezquita, de un tamaño respetable, en cuyos muros habían escrito consignas políticas.

No quería ni pensar en Rüya entre aquellas casas, de algunas de las cuales salía la chimenea de la estufa por el centro del cristal de la ventana, otras cuyos balcones se inclinaban ligeramente hacia delante, pero cuando diez años atrás había venido, también una noche, vio al acercarse en silencio a la ventana abierta de una de las casas lo que no quería ni imaginar y volvió atrás: en aquella calurosa noche de agosto Rüya, con un vestido estampado sin mangas, trabajaba en una mesa cubierta por pilas de papeles mientras, de vez en cuando, jugueteaba con su pelo retorciéndose un rizo; su marido, con la espalda vuelta hacia Galip, removía el té; una falena, que poco después moriría, trazaba sus últimos círculos, cada vez más irregulares, alrededor de la bombilla desnuda que había justo sobre sus cabezas. Entre marido y mujer había un plato de higos y un insecticida contra los mosquitos. Galip recordaba perfectamente el tintineo de la cucharilla en la taza de té y el canto de los grillos en unos arbustos algo más allá, pero cuando vio el letrero de CALLE DE REFET BEY colgado de un poste de la electricidad y medio cubierto de nieve, no se despertó nada en su interior que le ayudara a recordar dónde se encontraba el rincón en que se alzaba la casa.

Caminó dos veces a todo lo largo de la calle, en uno de cuyos extremos unos niños se tiraban bolas de nieve mientras que en el otro una farola iluminaba en un cartel de cine basante grande a una mujer sin ninguna particularidad espedí a la que habían dejado ciega tachándole los ojos. En su segundo paseo recordó a su pesar la ventana, el pomo de la puerta que diez años antes no se atrevió a tocar y las desagradables paredes sin encalar que en el primer paseo se había permitid ignorar con toda la tranquilidad de su corazón amparándos en que todas las casas tenían dos pisos y ninguna tenía número. Le habían añadido un piso. Le habían construido un muro al jardín. El cemento había ocupado el lugar de la tierra. El piso inferior estaba absolutamente a oscuras. La luz azulada de una televisión, que se filtraba entre las cortinas del segundo piso, que tenía una entrada aparte, y el humo de lignito, de un amarillo sulfuroso, despedido por el tubo de una estufa, que salía del muro como un cañón, prometían al huésped de Dios que llamara a la puerta a medianoche que allí podría encontrar comida caliente, una estufa encendida y una gente también calurosa que veía estúpidamente la televisión.

Mientras Galip subía con precaución por la escalera cubierta de nieve en el jardín de la casa vecina un perro ladró como un mal augurio. «¡No hablaré demasiado con Rüya!», se decía Galip, pero no estaba excesivamente seguro de si se lo decía a sí mismo o al ex marido en su imaginación. Le rogaría que le aclarara las razones que no le había explicado en su «carta de despedida» y luego le pediría que fuera a casa lo antes posible y que recogiera todas sus cosas, sus libros, sus cigarrillos, sus calcetines desparejados, sus cajas vacías de medicinas, sus horquillas, las fundas de sus gafas de miope, sus chocolatinas a medio comer, sus prendedores para el pelo, su Pato Donald de madera recuerdo de la infancia y que se lo llevara todo y se fuera. «Cualquier cosa que me recuerde a ti me entristece tanto que no lo puedo soportar.» Por supuesto no podría decirle todo aquello delante de ese tipo, así que lo mejor sería convencer rápidamente a Rüya para ir a algún sitio donde pudieran sentarse a hablar como «gente civilizada con la cabeza sobre los hombros». Una vez que hubieran ido a ese sitio y tratándose de «cabeza» lo que había que tener sobre los hombros, era bastante posible que pudiera convencer a Rüya de otras cosas. Pero ¿cómo podría encontrar en ese barrio un sitio donde ir que no fuera un café sólo para hombres? Hacía que había sonado el timbre de la puerta.

Al oír primero la voz de un niño («¡Mamá, la puerta!») después la de una mujer llamando la atención sobre la misma realidad evidente, voz esta que no tenía el menor parecido ni de cerca ni de lejos con la de su mujer, su amada desde hacía veinticinco años, su amiga desde hacía treinta, Galip comprendió la enorme estupidez que había cometido al pensar que podría encontrar allí a Rüya. Por un momento pensó en escapar y esfumarse, pero la puerta se abrió. En cuanto lo vio, Galip reconoció al ex marido, pero éste no a Galip. Un hombre de mediana edad y estatura mediana; era tal y como lo había imaginado y tal y como no volvería a imaginarlo.

Mientras Galip le daba al ex marido, que intentaba acostumbrar la vista a la oscuridad del peligroso mundo exterior, el tiempo suficiente para que lo reconociera, asomaron desde el interior, una a una, las cabezas de su nueva mujer primero, después la de un niño y luego la de un segundo. «¿Quién es, papá?» Papá había encontrado la inesperada respuesta a la pregunta y estaba pasando un momento de estupefacción. Galip decidió que aquélla era su única oportunidad para escapar de allí sin entrar en la casa y comenzó a hablar sin respirar: lamentaba muchísimo haberles molestado a medianoche pero se encontraba en una situación muy apurada; había ido hasta esa casa, a la que algún otro día volvería simplemente por amistad (con Rüya, incluso), porque ahora tenía un problema muy urgente y necesitaba información sobre una persona, o quizá sólo sobre un nombre. Un estudiante universitario, cuya defensa había aceptado, era acusado de un homicidio que no había cometido. No, claro que había un muerto, pero el verdadero asesino, del que se decía que vagaba por la ciudad como un fantasma usando un seudónimo, en tiempos…