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Para cuando pudo acabar la historia ya le habían invitado a pasar, le habían dado unas zapatillas, que le estaban pequeñas, para que se las pusiera en lugar de los zapatos que se había quitado al entrar y le habían quemado la mano con una taza de café diciéndole que el té se estaba haciendo. Después de que Galip repitiera de nuevo el nombre de dicha persona para centrar la cuestión (se había inventado un nombre completamente nuevo para no dar lugar a ninguna casualidad desagradable), empezó a hablar el ex marido de Rüya. Mientras hablaba, Galip sentía que sus historias le envolvían como el sueño y que cada vez le resultaría más difícil salir de esa casa. Después recordaría que había pretendido convencerse pensando que escuchándolo un rato podría enterarse de algo sobre Rüya, aunque sólo fuera de algunas pistas, pero aquello se parecía a cómo se convence a sí mismo un enfermo al que van a operar a vida o muerte en el momento de la anestesia. Tres horas más tarde, cuando pudo acercarse a la puerta de la calle, que había llegado a pensar que nunca se abriría, se había enterado de lo siguiente por las historias del ex marido, espumeantes como las aguas de un torrente que avanza sin que nada se lo pueda impedir:

Creíamos saber mucho, pero no sabíamos nada.

Por ejemplo, sabíamos que la mayoría de los judíos de Europa Oriental y América provenían del pueblo del Estado Judío Jázaro que gobernó las tierras entre el Cáucaso y el Volga hace mil años. También sabíamos que los jázaros n eran sino turcos que habían aceptado el judaismo. Pero lo que no sabíamos era que los judíos eran tan turcos como judíos eran los propios turcos. Qué curioso, qué curioso era seguir las ondulaciones de esas dos naciones hermanas que a lo largo de veinte siglos de migraciones parecían bailar al ritmo de una música secreta, sin poder coincidir pero siempre rozándose tangencialmente, como dos hermanos siameses condenados si esperanza el uno al otro.

Galip se despejó de repente de aquel ensimismamiento en que se había sumido como si fuera un cuento de hadas cuando el otro le trajo un mapa de una habitación; se puso en pie, obligó a su cuerpo, relajado por el calor, a que se moviera y observó asombrado las flechas, marcadas con un bolígrafo verde, que había sobre aquel planeta fantástico que se extendía sobre la mesa. Teniendo en cuenta que las simetrías de la Historia de las que le hablaba eran una verdad indiscutible, ahora deberíamos prepararnos para un periodo de desdicha que duraría tanto como el que habíamos vivido de felicidad, etcétera.

Primero establecerían un Estado en los estrechos. Pero en esta ocasión, al contrario de lo que había ocurrido mil años antes, no se establecerían nuevas gentes en el nuevo país; simplemente convertirían la antigua población en «hombres nuevos» que estuvieran a su servicio. No hacía falta haber leído a Ibn Jaldun para suponer que, con ese objeto, nos privarían de nuestra memoria, nos convertirían en pobrecillos sin pasado, sin Historia, fuera del tiempo. Se sabía que en algunas oscuras escuelas misioneras en los callejones de Beyoglu y en las colinas del Bósforo se había hecho beber a los niños turcos ciertos líquidos de color lila para borrar nuestra memoria («Prestad atención al color», dijo la madre, que escuchaba con sumo cuidado a su marido). Después ese arriesgado método había sido considerado demasiado peligroso por el «ala humanitaria» de Occidente por sus inconvenientes químicos y se había recurrido a un método más moderado pero que había resultado mejor solución a largo plazo, el del «cine-música».

No había la menor duda de que el método del cine, con esos hermosos rostros de mujer salidos de iconos, con la música simétrica y poderosa de los órganos de iglesia, con las imágenes que se repetían hasta el punto de recordar cánticos reugiosos, con sus visiones atractivas y brillantes de bebidas alcohólicas, armas, aviones y ropas, resultaba más radical y daba mejores resultados que los que los misioneros habían probado en América Latina y África (Galip sintió curiosidad por quién había escuchado aquellas largas frases que, claramente, habían sido construidas con bastante anterioridad: ¿los vecinos del barrio? ¿Los compañeros del trabajo? ¿Pasajeros anónimos de taxis colectivos? ¿Su suegra?). En la época en que empezaron a funcionar los primeros cines en Estambul, en Sehzadebas y en Beyoglu, cientos de personas se habían quedado completamente ciegas. Los gritos desesperados de aquellos que se rebelaban, sintiendo la monstruosidad a la que los sometían, habían sido acallados por la policía y los loqueros. Y a los niños que en la actualidad mostraban la misma reacción sincera sólo podía calmárseles colocándoles en los ojos, cegados por las nuevas imágenes, unas gafas que daba la seguridad social. Pero siempre había quien no se dejaba engañar con tanta facilidad. Dos barrios más allá había visto una noche a un muchacho de unos dieciséis años disparando desesperado contra un cartel de un cine y enseguida comprendió el porqué. Otro, al que habían atrapado a la entrada de un cine con una lata de gasolina, pedía a los mismos que le estaban dando una paliza que le devolvieran sus ojos; sí, sus ojos, con los que podría ver las imágenes de antes… En los periódicos había salido que en una semana habían habituado al cine a un pastor de Malatya y que luego había perdido la memoria por completo hasta el punto de olvidar el camino de regreso a su casa con todo lo que sabía, ¿no lo había leído Galip? No daban de sí las horas del día para contar historias de hombres que se habían convertido en unos auténticos miserables incapaces de volver a su vida anterior porque lo único que deseaban eran las calles, la ropa y las mujeres que veían en la gran pantalla. En cuanto a los que se identificaban con los personajes que veían en el cine, eran tantos que ya no se les llamaba «enfermos» ni «delincuentes», nuestros nuevos señores incluso los hacían partícipes en sus asuntos. Todos nos habíamos vuelto ciegos, todos, todos…

El ex marido de Rüya y dueño de la casa le preguntaba ahora: ¿Es que de veras ningún funcionario del Estado había sido capaz de ver el paralelismo entre la decadencia de Estambul y la ascendencia de los cines? Le preguntaba: ¿Era sólo una alidad que en nuestro país los cines se abrieran en las mismas calles que los burdeles? Le preguntaba: ¿Por qué estaban tan oscuros los cines, siempre oscuros?

Allí, en aquella casa, diez años antes, Rüya y él habían intentado vivir con seudónimos e identidades falsas por una causa en la que creían de todo corazón (Galip se miraba las uñas de vez en cuando). Traducían a «nuestra lengua» comunicados que llegaban de un país al que nunca habían ido, escritos en la lengua de aquel país al que nunca habían ido e intentando adaptar el estilo al de la lengua de ese lejano país, escribían en aquella lengua nueva las profecías políticas que habían aprendido de gente a la que nunca habían visto y las pasaban a máquina y las multicopiaban para darlas a conocer a gente a la que nunca conocerían. Por supuesto, simplemente trataban de ser otros. ¡Cómo se alegraban cuando se enteraban de que algún conocido reciente se tomaba en serio sus seudónimos! A veces uno de los dos, cansado por las horas de trabajo en la fábrica de pilas, se olvidaba de los artículos por escribir y de los comunicados por franquear y durante largos minutos contemplaba el nuevo carnet que tenía en la mano. Les gustaba tanto decir con el entusiasmo y el optimismo de la juventud «¡He cambiado!», o «¡Por fin soy otro completamente distinto!», que creaban ocasiones en las que poder decirse esas frases el uno al otro. Gracias a sus nuevas identidades leían en el mundo significados que hasta ese momento habían sido incapaces de percibir: el mundo era una enciclopedia totalmente nueva que se podía leer de principio a fin; y la enciclopedia cambiaba según se la leía y ellos también; tanto era así que una vez que la habían acabado después de leerla de principio a fin, volvían de nuevo al primer tomo de la enciclopedia-mundo y se perdían entre sus páginas con la embriaguez de una nueva personalidad, que ni ellos mismos eran capaces de recordar qué número hacía. (Mientras el dueño de la casa se perdía entre las páginas de aquel símil de la enciclopedia, que, como todo lo demás, se veía que no era la primera vez que utilizaba, Galip vio ocultos en un estante del aparador los tomos de El tesoro del conocimiento, que un periódico había entregado en fascículos.) No obstante, ahora, años después, había comprendido que aquel círculo vicioso no era sino un engaño organizado por «ellos». Era de un optimismo estúpido creer que después de ser otro, y luego otro, y otro más, y otro, podíamos volver a la felicidad de la primera identidad. Comprendieron que por el camino habían perdido su relación de marido-mujer entre señales, cartas, comunicados, fotografías, caras y pistolas a los que ya no podían darles ningún sentido. Por aquel entonces la casa se levantaba solitaria en lo alto de una colina estéril. Una tarde Rüya metió unas cuantas cosas en su pequeña maleta y regresó con su familia, a la vieja casa, que consideraba más segura.