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El dueño de la casa, cuyas miradas a veces le recordaban a Galip al Conejo de la Suerte de una vieja revista infantil, se había levantado del sillón y caminaba arriba y abajo dejándose llevar por la violencia de sus palabras, lo cual le producía a Galip un adormilado mareo, había decidido, pues, que debíamos volver al origen, al principio de todas las cosas para frustrar «sus» planes. Ya podía verlo Galip Bey: la casa era exactamente la de un «pequeño burgués», la de «uno de la clase media», la de «un ciudadano tradicional». Sillones viejos a los que se les había puesto una funda estampada de flores, cortinas de tela sintética, platos esmaltados con filos de mariposas, un feo aparador en el que escondían un juego de licor que nunca usaban y alfombras descoloridas con el aspecto de pasta de orejones. Sabía que su mujer no era como Rüya, que no había estudiado, que no era para llevarse las manos a la cabeza: era como su madre, simple, sencilla, tranquila (la mujer le lanzó una sonrisa a Galip, cuyo significado secreto éste no supo interpretar, y luego otra a su marido), era la hija de su abuelo paterno. Y los niños eran como eran. De haber vivido, de haber cambiado, aquélla era la vida que habría llevado su propio padre. Escogiendo de manera consciente aquella vida, viviéndola de manera consciente, frustraba una conspiración de dos mil años, se negaba a ser otro y resistía en su «propia» identidad.

Todo lo que podía parecerle a Galip Bey fruto de la casualidad en aquella habitación había sido dispuesto con ese objeto. El reloj de pared había sido escogido especialmente porque ese tipo de casas necesitaban un reloj de pared con su tic-tac. El televisor estaba siempre encendido, como una farola, porque en ese tipo de casas y a aquellas horas siempre estaba encendido, y habían puesto sobre él un pañito de crochet porque era lo que ponían las familias así sobre el televisor. Todo era el resultado de un proyecto cuidadosamente pensado: el desorden de la mesa, los periódicos viejos tirados después de haber recortado los cupones, la mancha de mermelada en un costado de la caja de bombones reconvertida en caja de costura, incluso cosas que él mismo no había hecho, como la taza cuya asa, que recordaba a una oreja, habían roto los niños, o la ropa tendida a secar junto a la horrible estufa. A veces se detenía por un momento y observaba, como quien ve una película, lo que hablaba con su mujer y sus hijos, sus formas de sentarse a la mesa, y se sentía feliz cuando se daba cuenta de que sus palabras y sus gestos correspondían a los de las familias parecidas. Si la felicidad consistía en vivir de manera consciente la vida que se ha escogido, era feliz. Además, era aún más feliz si gracias a esa felicidad lograba frustrar una conspiración histórica de dos mil años de antigüedad.

Queriendo ver en aquel discurso un punto final, Galip, que sentía un cierto desmayo a pesar de tanto café, se levantó pretextando que comenzaba a nevar de nuevo y se dirigió hacia la puerta tambaleándose. El dueño de la casa prosiguió, interponiéndose entre Galip y su abrigo, cerca de la pared: lo lamentaba por Galip, que regresaba a Estambul donde había comenzado toda aquella decadencia. Estambul era la piedra angular: no ya vivir allí, poner siquiera el pie en la ciudad era una rendición, una derrota. Esa terrible ciudad hervía de las imágenes podridas que al principio sólo podíamos ver en los oscuros cines. Multitudes sin esperanza, coches viejos, puentes que se hundían lentamente, montones de latas, asfalto lleno de baches, enormes letras incomprensibles, letreros ilegibles, paneles sin sentido rotos, pintadas a las que se les había corrido la pintura, dibujos de botellas y cigarrillos, alminares sin plegarias, pilas de piedras, polvo, barro, etcétera, etcétera. No se podía esperar nada de aquella degeneración. Si algún día se hacía realidad una resurrección -de lo cual el dueño de la casa estaba seguro gracias a la existencia de tantos como él que resistían con su forma de vida-, seguro que comenzaría allí, donde todavía se protegía nuestra preciosa identidad, en aquellos barrios a los que se llamaba despectivamente «suburbios de cemento». Él había sido el fundador de uno de esos barrios, se sentía orgulloso de haber sido un pionero e invitaba a Galip a que se quedara allí, a vivir aquella vida, y en ese mismo momento. Podía quedarse esa noche y por lo menos podrían continuar la discusión…

Galip se puso el abrigo, se despidió de la silenciosa madre y de los distraídos hijos, abrió la puerta y se dispuso a salir. El dueño de la casa, después de mirar un momento con atención la nieve del exterior, silabeó una palabra de una manera que a Galip le gustó: «Blanco». Había conocido a un jeque que siempre vestía de blanco, pero después de haberlo conocido había tenido un sueño blanquísimo. En aquel sueño blanquísimo estaba con Mahoma en el asiento de atrás de un Cadillac blanquísimo. Delante había un conductor al que no podía ver la cara y, vestidos de blanco, los nietos de Mahoma, los pequeños Hasan y Hüseyin. Mientras el Cadillac brillaba en Beyoglu, lleno de carteles, anuncios, cines y burdeles, los nietos volvían la mirada hacia atrás, hacia su abuelo, con mueca de disgusto en sus rostros.

Galip estaba a punto de bajar las escaleras cubiertas de nieve, pero el dueño de la casa prosiguió: no, no es que le diera a los sueños más importancia de la que se merecían. Simplemente había aprendido a interpretar ciertas señales sagradas. Quería que tanto Galip Bey como Rüya se beneficiaran de lo que había aprendido, porque a otros sí les había servido. Le resultaba muy agradable oír repetidos palabra por palabra de boca del Presidente del Gobierno ciertos análisis, «análisis mundiales», que había publicado con seudónimo tres años antes, en los días más activos de su vida política. Por supuesto, «aquellos hombres» disponían de amplias redes de inteligencia que seguían todo lo que se publicaba en el país, incluso las revistas de menor tirada, y que si era necesario dirigían la información a las altas esferas. Hacía poco le había llamado la atención un artículo de Celâl Salik y comprendió que había tenido acceso a dichos escritos por los mismos canales, pero el suyo era un caso perdido: buscaba una solución errónea a un proceso ya resuelto, buscaba en vano en aquella columna por la que se había vendido.

En ambos casos lo interesante era que tanto el Presidente del Gobierno como el famoso columnista usaran, pasando quién sabe por qué caminos, las ideas de un hombre absolutamente convencido de ellas, pero según algunos tan acabado, tan agotado, que ya ni llamaban a su puerta. En determinado momento había pensado demostrar ante la prensa aquel desvergonzado plagio de ideas explicando cómo aquellos dos hornos tan respetables se habían apropiado palabra por palabra e ciertas expresiones suyas e incluso de ciertas frases de un artículo de una revista de una fracción política que nadie leía. Pero las condiciones no eran todavía las adecuadas para un aque parecido. Tenía que esperar con paciencia; pero sabía, lo sabía tan bien como su propio nombre, que algún día esas personas llamarían a su puerta. Y el hecho de que Galip Bey hubiera ido hasta aquel alejado barrio en una noche de nieve con una excusa nada convincente sobre un seudónimo, era una señal de aquello: quería que Galip Bey supiera que era capaz de interpretar correctamente aquellas señales. Cuando Galip bajó por fin a la calle nevada le hizo en voz baja sus últimas preguntas: ¿era Galip Bey capaz de reinterpretar nuestra historia desde aquel nuevo punto de vista? ¿Podía acompañarle el dueño de la casa hasta la calle principal por si no era capaz de llegar solo sin perderse? ¿Por cierto, cuándo podría Galip volver a visitarles? Bueno, ¿podría darle muchos recuerdos a Rüya?