XI. El beso
«Si se pudiera añadir de una manera adecuada a la clasificación que hace Averroes de antimnemónicos, o cosas que debilitan la memoria, el hábito de leer revistas y periódicos…»
Biografía literaria, S. T. COLERIDGE
Hace exactamente una semana alguien me dio recuerdos para ti. «Por supuesto que se los daré», le dije, pero ya lo había olvidado antes de subirme al coche. No los recuerdos, sino al hombre que me los dio. Y no es que lo lamentara. En mi opinión, un marido inteligente debe olvidar a todos los hombres que le dan recuerdos para su mujer. Por si acaso. Sobre todo si su mujer es ama de casa: de hecho esa desafortunada criatura a la que llamamos ama de casa no ve en toda su vida a otro hombre que no sea su cargante marido, excepción hecha de los tenderos del mercado y los hombres de su círculo familiar. Así pues, si alguien le manda recuerdos, ella piensa en tan educada persona, y tiene tiempo para hacerlo. Realmente son educados esos tipos. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que existía antiguamente una tradición parecida? En aquellos viejos tiempos felices las personas educadas enviaban sus recuerdos a todo un harén, que al menos era impreciso y carecía de identidad. Los tranvías antiguos eran mejores porque hombres y mujeres iban separados. Aquellos de mis lectores que saben que no estoy casado, que no me he casado jamás y que nunca me casaré porque soy periodista, habrán comprendido que estoy intentando despistarles desde la primera frase. ¿Quién es ese «tú» a quien hablas? ¡Abracadabra! Su viejo columnista va a hablarles de la Memoria que lentamente está perdiendo; pasen ustedes conmigo a oler las rosas que se están marchitando en mi jardín y Emprenderán. Pero no se acerquen demasiado, deténganse a un par de pasos, no tanto, por Dios, por Dios, y prosigamos tranquilamente, sin que se nos noten las trampas, con nuestros numeritos de escritura, que no tienen nada de especial.
Hará unos treinta años, en los primeros años de mi profesión, era reportero en Beyoglu e iba de puerta en puerta intentando atrapar la noticia. Buscaba en los cabarets, entre los traficantes de grifa y los gángsteres de Beyoglu, por si encontraba un nuevo asesinato o una historia de amor que hubiera acabado en suicidio, iba de hotel en hotel leyendo los registros de recepcionistas a los que untaba una vez al mes con un billete de dos liras y media por si había llegado a Estambul algún extranjero famoso o por si había pasado por nuestra ciudad algún occidental interesante a quien pudiera presentar a mis lectores como un extranjero famoso. Por aquel entonces el mundo no rebosaba de famosos, como ahora; a Estambul no venía ninguno. Y aquellos a los que yo presentaba como famosos, a pesar de que en sus países no fueran en absoluto conocidos, se quedaban extraordinariamente sorprendidos al ver sus fotografías en el periódico, sorpresa que siempre acababa en ingratitud. Y eso que uno de ellos realmente alcanzó en su país la fama y la notoriedad que yo le había predicho en mi periódico: veinte años después de que yo publicara la noticia de que el famoso modisto Tal estuvo ayer en nuestra ciudad, se convirtió realmente en un renombrado modisto -y existencialista- francés, pero ni me dio las gracias. Era un occidental desagradecido.
Uno de aquellos días en los que me dedicaba a famosos sin particularidad alguna y a gángsteres (ahora se les llama mañosos) locales, conocí a un anciano farmacéutico que podía resultar una noticia curiosa. Aquel hombre padecía las enfermedades de insomnio y pérdida de memoria que yo sufro ahora. Lo horrible de la conjunción de ambas enfermedades es que, aunque pensamos que podemos compensar la una (la pérdida de memoria) con la otra (con el tiempo extra consecuencia del insomnio), ocurre exactamente lo contrario: en las noches de insomnio, como ahora me pasa a mí, los recuerdos del anciano huían de tal manera que el pobre hombre creía encontrarse absolutamente solo a mitad de la noche en medio de un tiempo que no pasaba, en un planeta sin identidad, sin personalidad, sin olores, sin colores, en «la cara oculta de la Luna» de la que tanto se hablaba entonces en los artículos traducidos de revistas extranjeras.
En lugar de tratarse la enfermedad escribiendo artículos, como yo, inventó una medicina en el laboratorio de su farmacia. Organizó una rueda de prensa a la que asistimos dos personas (tres contando al farmacéutico), un reportero drogadicto de un periódico vespertino y yo, y, después de llenar de manera ostentosa un vaso con el líquido rosado que estaba presentando a la opinión pública y bebérselo, realmente alcanzó ese sueño que llevaba años buscando. La opinión pública, llevada por el entusiasmo de que un turco hubiera inventado por fin algo, nunca pudo saber si el anciano farmacéutico había alcanzado el paraíso de sus recuerdos como le ocurrió con el sueño, puesto que no se despertó nunca.
En su entierro, creo que dos días después, bajo un cielo sombrío, sólo pensé en qué sería lo que quería recordar. Todavía sigo pensándolo. Los fardos que según envejecemos arroja nuestra memoria como si fuera un animal de carga de mal genio que quisiera llevar cada vez menos peso, ¿son los que menos le gustan? ¿Los más pesados? ¿O los que se caen con mayor facilidad?
Se me ha olvidado cómo se refleja en nuestros cuerpos la luz que se filtra a través de visillos de tul en pequeñas habitaciones en los más bellos rincones de Estambul. Se me ha olvidado en la puerta de qué cine trabajaba el revendedor de entradas loco de amor por la pálida muchacha griega de la taquilla. Se me han olvidado hace mucho los nombres de los queridos lectores que tenían los mismos sueños que yo en la época en que interpretaba sueños en este periódico suyo y los secretos que les revelaba en las cartas que les enviaba.
Años después, cuando nuestro columnista vuelve la mirada a ese tiempo perdido, buscando en una noche de insomnio una rama a la que agarrarse, viene a su mente un día terrible que pasó en las calles de Estambuclass="underline" en cierta ocasión me dejé arrastrar por un deseo que envolvió todo mi cuerpo y toda mi alma, el deseo de un beso.
Un sábado por la tarde, mientras contemplaba en un viejo cine una película americana de detectives (La calle escarlata), quizá más vieja aún que el cine, vi una escena de un beso, tampoco demasiado larga. Era una escena de beso vulgar, igual a las del resto de las películas en blanco y negro, de las que nuestros censores cortaban a los cuatro segundos, pero no sé lo que me ocurrió, se elevó en mi interior de tal manera el deseo de besar así a una mujer, presionando sus labios con los míos, sí, presionándolos con todas mis fuerzas, que creí que iba a ahogarme de infelicidad. Tenía veinticuatro años pero todavía no había besado a nadie en los labios. No, no es que no me hubiera acostado con mujeres en los burdeles, pero, de la misma forma que ellas nunca besan, yo tampoco había querido besarlas en los labios.