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13. Mira quién ha venido

«Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo

Mi querida prostituta, LÜTFI AKAJ

Después de salir de casa del ex marido de Rüya, Galip bajó a la calle principal pero no encontró ningún vehículo que le llevara. Los autobuses interurbanos, que pasaban de vez en cuando con una determinación imparable, ni siquiera reducían la velocidad. Decidió caminar hasta la estación de tren de Bakirkoy. Mientras caminaba hundiéndose en la nieve hasta la estación, que recordaba uno de esos refrigeradores de desecho que usan en las abacerías a modo de escaparate, se reencontró innumerables veces con Rüya en su imaginación: volvían a su vida cotidiana, la causa del «abandono» de Rüya, que había resultado ser muy simple y comprensible, había sido prácticamente olvidada, pero en aquella vida diaria que comenzaba de nuevo en sus sueños era incapaz de contarle a Rüya su encuentro con su ex marido.

En el tren, que salió media hora después, un anciano le contó a Galip una historia sobre lo que había vivido una noche de invierno igual de fría cuarenta años atrás. El viejo había pasado un invierno muy difícil con su escuadrón en un pueblo de Tracia en los años de restricciones en que esperábamos que la guerra también nos salpicara a nosotros. Una mañana recibieron una orden secreta, todo el escuadrón montó a caballo, se marchó del pueblo y después de un largo viaje, que duró todo el día, se encontraron próximos a Estambul, pero no entraron en la ciudad; primero esperaron en las colinas que dominan el Cuerno de Oro a que llegara la noche. Cuando cesó la actividad en la ciudad, bajaron a las calles oscuras, condujeron los caballos en silencio por el adoquinado cubierto de hierba a la luz pálida de las amortiguadas farolas y entregaron los animales en el matadero de Sütlüce. Con el estruendo del tren Galip apenas podía distinguir algunas palabras y sílabas de las sangrientas escenas de la matanza, cómo caían uno a uno los caballos, la estupefacción de los animales con los órganos internos colgándoles, como el sillón al que se le habían saltado los muelles, con las tripas extendiéndose por el sanguinolento suelo de piedra, la furia de los matarifes y cómo se parecían la triste mirada de los caballos que esperaban su turno y la expresión en el rostro de los soldados que abandonaban la ciudad como delincuentes a paso de maniobra.

En Sirkeci no había ningún vehículo delante de la estación. Por un momento Galip pensó en caminar hasta su despacho y pasar la noche allí, pero se dio cuenta de que un taxi daba la vuelta en redondo con la intención de recogerlo. No obstante, mucho antes de que el coche se acercara a la acera un hombre en blanco y negro, que parecía haber salido de una película en blanco y negro, con un maletín en la mano, abrió la puerta y se metió en él. Tras recoger a su pasajero, el taxista también se detuvo ante Galip y le dijo que podía dejarle en Galatasaray con «el señor». Galip se subió al taxi.

Cuando se bajó del taxi en Galatasaray lamentaba no haber hablado nada con el hombre salido de la película en blanco y negro. Pensó que mientras miraba los transbordadores del Bósforo, vacíos pero con las luces encendidas, que estaban amarrados al puente de Karakóy, podía haberle dicho: «Señor mío, en cierta ocasión, hace muchos años, en una noche de nieve como ésta…». Tenía la impresión de que si hubiera comenzado a contar la historia podría haberla terminado con toda facilidad y el hombre le habría escuchado con todo el interés que él esperaba.

Mientras miraba el escaparate de una zapatería de señoras (Rüya calzaba el treinta y siete) algo más allá del cine Atlas, se Ie acercó un hombre pequeño y delgado. Llevaba en la mano una de esas carteras de plástico imitación piel que usan los cobradores del gas de la ciudad. «¿Le gustan las estrellas?», le preguntó. Llevaba la chaqueta abotonada hasta el cuello, como si fuera un abrigo. Galip estaba pensando que se había encontrado con un colega del hombre que en las noches claras instala un telescopio en la plaza de Taksim y que permite que, por cien liras, los interesados observen las estrellas, cuando el hombre sacó un «álbum» de la cartera. Galip vio en las páginas que el hombre pasaba fotografías increíbles de algunas estrellas de cine, reveladas en buen papel.

No, por supuesto, las fotografías no eran de las propias estrellas famosas, sino de mujeres que se les parecían, que llevaban la misma ropa, los mismos adornos y, lo más importante, que imitaban sus poses, sus posturas, su manera de fumar, la de redondear los labios o la de inclinarse hacia delante como si fueran a besar. En la página de cada una de las estrellas había, pegada junto al llamativo nombre, recortado de algún titular de un periódico, una fotografía a todo color tomada de una revista del corazón y a su alrededor se habían añadido algunas «atractivas» poses de la mujer que se parecía a la estrella o, mejor dicho, que intentaba parecerse a ella.

Al ver que le interesaban las fotografías el hombre delgado de la cartera atrajo a Galip hasta el callejón estrecho y solitario que daba al cine Yeni Melek y le alargó el álbum para que él mismo lo hojeara. A la luz de un extraño escaparate que exponía, colgados del techo con delgados hilos, brazos y piernas cortados, guantes, paraguas, bolsos y medias, Galip examinó con interés a las Türkan Soray cuyos vestidos de gitana se abrían hasta arriba al bailar o que encendían cansadas un cigarrillo, a las Müjde Ar que pelaban un plátano, que miraban picaramente a la cámara o que lanzaban una carcajada atrevida, a las Hülya Kocyigit que, con las gafas puestas, cosían un sujetador que se habían quitado o que se inclinaban hacia delante mientras fregaban los platos y que luego lloraban con gran preocupación. El dueño del álbum, que le observaba a él con el mismo interés, se lo arrebató de repente de las manos, con la misma decisión que un profesor que atrapa a un estudiante con un libro prohibido, y lo guardó en la cartera.

– ¿Te llevo a verlas?

– ¿Dónde están?

– Pareces todo un señor. Ven, vamos a ver.

Mientras caminaban por los callejones Galip dijo que le gustaba la Türkan Soray para responder a las insistentes preguntas que le apremiaban a que se decidiera.

– ¡Es ella misma! -le dijo el hombre de la cartera como si le confesara un secreto-. Se va a alegrar, le vas a gustar mucho.

Entraron en una antigua casa de piedra junto a la comisaría de Beyoglu en cuya fachada se leía «Amigos» y subieron al primer piso, que olía a polvo y tela. En la habitación en penumbra no había ni máquinas de coser ni telas, pero, por alguna extraña razón, Galip sintió el impulso de decir «Sastrería los Amigos». La segunda habitación, plenamente iluminada y a la que entraron por una puerta blanca y muy alta, le recordó a Galip que tenía que pagarle al chulo.

– ¡Türkan! -llamó el hombre metiéndose el dinero en el bolsillo-. Türkan, mira, ha venido Izzet y pregunta por ti.

Dos mujeres que jugaban a las cartas se volvieron riendo y miraron a Galip. En la habitación, que recordaba la escena de un viejo teatro a punto de desplomarse, sonaba una cansina música de «pop local» y había esa soporífera falta de aire exclusiva de los lugares donde las chimeneas de las estufas no tiran bien y un olor a soporífero perfume. Tumbada en un sofá en la misma postura que adoptaba Rüya cuando leía novelas policíacas (con una pierna sobre el respaldo del sofá), una mujer, que no se parecía a ninguna estrella ni a Rüya, hojeaba una revista de humor. Que Müjde Ar era Müjde Ar se entendía por el letrero que llevaba en el pecho en el que ponía Müjde Ar. Un anciano vestido de camarero se había quedado dormido ante los participantes en un debate televisivo que discutían la importancia de la conquista de Estambul en la historia del mundo.