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– ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas?

– Soy abogado.

– Una vez tuve un abogado -dijo la mujer-. Se quedó con todo mi dinero pero no pudo recuperar el coche que mi marido había puesto a mi nombre. El coche era mío, ¿lo entiendes? Mío. Y ahora lo tiene una puta. Un Chevrolet del 56 color rojo, como los coches de bomberos. Si no puede devolverme mi coche, ¿para qué me sirve un abogado? ¿Puedes conseguir que mi marido me lo devuelva?

– Sí -contestó Galip.

– ¿De verdad? -le preguntó la mujer esperanzada-. Claro que sí. Claro que sí, y yo me casaré contigo. Me salvarás de esta vida. O sea, de la vida en el cine. Estoy harta de ser artista. Este pueblo de subnormales no ve a las actrices como artistas, sino como putas. Yo no soy de esas actrices, soy una artista, ¿lo entiendes?

– Por supuesto…

– ¿Te casarás conmigo? -le dijo la mujer, alegre-. Si nos casamos podremos pasear en el coche. ¿Te casarás conmigo? Pero tendrás que quererme.

– Me casaré contigo.

– No, no, pregúntamelo tú a mí… Pregúntame: «¿Quieres casarte conmigo?».

– Türkán, ¿quieres casarte conmigo?

– ¡Así no! Pregúntamelo sinceramente, sintiéndolo ¡como en las películas! Pero antes ponte de pie, nadie pregunta eso sentado.

Galip se levantó como si fuera a cantar el himno nacional.

– ¡Türkán! ¿Quieres casarte conmigo? ¿Conmigo?

– Pero no soy virgen -replicó la mujer-. Sufrí un accidente.

– ¿Montando a caballo? ¿Deslizándote por una barandilla?

– No, planchando. Te ríes, pero ayer mismo oí que nuestro Sultán había dado órdenes de que te cortaran el cuello. ¿Estás casado?

– Sí.

– ¡Siempre me encuentran los casados! -dijo la mujer con un gesto sacado de Mi querida prostituta-. Pero no importa. Lo que importa son las Líneas Férreas del Estado. ¿Qué equipo crees que será el campeón este año? ¿Adonde crees que vamos a llegar así? ¿Cuándo crees que los militares dirán «ya basta» a esta anarquía? ¿Sabes? Estarías mejor si te cortaras el pelo.

– Nada de alusiones personales -contestó Galip-. Está feo.

– Pero ¿qué he dicho yo ahora? -respondió la mujer con una falsa sorpresa, abriendo enormemente los ojos y pestañeando como Türkán Soray-. Sólo te he preguntado si recuperarías mi coche si te casabas conmigo. No, si te casarías conmigo si recuperabas mi coche. Voy a darte la matrícula: 34 CG 19… «El 19 de mayo de Samsum salió y a toda Anatolia salvó.» Un Chevrolet del 56.

– ¡Hablame del Chevrolet! -le dijo Galip.

– Bueno, pero dentro de poco van a llamar a la puerta. Se acaba la visita.

– En turco es cita.

– ¿Perdón?

– El dinero no importa -respondió Galip.

– Opino lo mismo -dijo la mujer-. Mi Chevrolet 56 era del rojo de mis uñas. Una está rota, ¿no? Quizá mi Chevrolet también se haya estrellado contra algo. Antes de que ese miserable de mi marido se lo regalara a esa puta, vanía aquí cada día en mi coche. Pero ahora sólo lo veo por la calle en el coche, vaya. A veces lo veo dando la vuelta a la plaza de Taksim con un conductor y a veces en el muelle de Karakov esperando pasajeros con otro. A la mujer le gusta el coche y lo hace pintar cada día. Un día miro y de repente mi Chevrolet es de color castaño, al día siguiente le han puesto niquelados y faros nuevos y es color café con leche. Al otro día lo han adornado con flores, le han colocado una muñeca en el morro y es un coche de novia color rosa. En eso, una semana después, miro y lo han pintado de negro y dentro hay seis policías con bigotes también negros. ¿Que no te parece un coche de policía? Si hasta escribe «policía» encima, es imposible equivocarse. Por supuesto, cada vez le cambia la matrícula para que yo no me dé cuenta.

– Por supuesto.

– Por supuesto -continuó la mujer-. Los policías y los conductores son amantes de la mujer, pero ¿crees que el cornudo de mi marido ve lo que tiene delante? Un día se marchó y me abandonó tal cual. ¿Te han abandonado a ti así alguna vez? ¿A cuántos estamos hoy?

– A doce.

– ¡Cómo pasa el tiempo! Y tú, mira, sigues haciéndome hablar. ¿O es que quieres algo especial? Dime, me has gustado, eres un hombre formal, no importa. ¿Llevas mucho dinero encima? ¿De verdad eres rico? ¿O eres un verdulero como Izzet? No, abogado. Pregúntame una adivinanza, vamos a ver, señor abogado… Bueno, yo te la preguntaré: ¿en qué se diferencian el Sultán y el puente del Bósforo?

– No lo sé.

– ¿Y en qué se diferencian Atatürk y Mahoma?

– No lo sé.

– ¡Te rindes muy fácilmente! -le dijo la mujer. Se apartó del espejo de la cómoda en el que se estaba mirando y susurró al oído de Galip las respuestas entre risitas. Luego rodeó el cuello de Galip con sus brazos-. Casémonos -murmuró. -Vayámonos a la montaña de Kaf. Seamos el uno del otro. Seamos distintos. Tómame, tómame, tómame.

Se besaron con el mismo aire de comedia. ¿Tenía algo aquella mujer que recordara a Rüya? No, pero Galip se sentía feliz. Al caer en la cama, la mujer hizo algo que le recordó a Rüya pero no exactamente como ella. Cada vez que Rüya le introducía la lengua en la boca Galip pensaba que su mujer se había convertido de repente en una persona completamente distinta y aquello le inquietaba. Cuando la imitación de Türkán Soray introdujo su lengua, que era más larga y pesada que la de Rüya, en la boca de Galip, no lo hizo con una cierta sensación de triunfo, sino con dulzura y como si bromeara y entonces Galip sintió que no era la mujer que tenía en sus brazos la que se convertía en otra totalmente distinta, sino él mismo y aquello lo excitó. La mujer le rechazaba continuando con su representación y, como ocurría en aquellas escenas de besos nada realistas de las películas nacionales, comenzaron a rodar de un extremo al otro de la enorme cama, uno arriba, el otro abajo, primero uno encima, luego el otro. «¡Me estás mareando!», dijo la mujer imitando a algún fantasma ausente y aparentando estar de veras mareada. Galip comprendió por qué ella había considerado necesaria aquella escena del dulce rodar cuando notó que desde aquel extremo de la cama se les veía reflejados en el espejo. Mientras la mujer se desnudaba y después hacía lo mismo con Galip observaba con placer la imagen en el espejo. Luego ambos contemplaron en el espejo hasta hartarse las habilidades de la mujer, como si observaran a una tercera persona, como los miembros del jurado de una competición de gimnasia que evalúan los ejercicios obligatorios de una participante, aunque bastante más divertidos. En un momento en que Galip no miraba al espejo la mujer dijo meciéndose con los silenciosos muelles de la cama: «Los dos nos hemos convertido en personas distintas. ¿Quién soy yo? ¿Quién soy? ¿Quién soy?», le preguntó, pero Galip no le dio la respuesta que ella quería escuchar. Se había abandonado completamente. Oyó cómo la mujer decía «Dos por dos, cuatro» que le susurraba «¡Escucha, escucha, escucha!» y que hablaba usando el pasado inferencial, como si contara un sueño o un cuento, de un cierto sultán y de su desgraciado príncipe heredero.

– ¡Y qué si yo soy tú y tú eres yo! -le dijo la mujer mientras se vestían-. ¡Tú has sido yo y yo tú! -le sonrió con una mirada astuta-. ¿Te ha gustado Türkán Soray?

– Sí.

– Entonces sálvame de esta vida, sálvame, sácame de aquí, llévame contigo, vayamos a otro lugar, huyamos, casémonos, comencemos una nueva vida.

¿A qué película, a qué obra pertenecía aquel fragmento? Galip se encontraba indeciso. Quizá aquello fuera lo que realmente quería la mujer. Le había dicho a Galip que no creía que estuviera casado porque ella conocía bien a los hombres casados. Si se casaban, si Galip conseguía recuperar el Chevrolet del 56, saldrían juntos de paseo por el Bósforo, comprarían obleas con miel en Emirgan, contemplarían el mar en Tarabya, comerían en Büyükdere.

– No me gusta Büyükdere -repuso Galip.