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– Buenas noches, señor mío.

– Buenas noches -respondió Galip indeciso.

– ¿Quién es ése? -le preguntó uno de los policías señalando a Galip.

Galip no pudo escuchar el resto de la conversación Porque metieron a empujones al hombre en la comisaría.

Pasaba de la una cuando llegó a la calle principal; no había quien iba y venía por las aceras cubiertas de nieve. «En una de las calles paralelas al jardín del consulado inglés -pensó Galip- hay un sitio abierto toda la noche al que no sólo van los ricachones de Anatolia que han venido a Estambul a gastarse el dinero a manos llenas sino también los intelectuales». Ese tipo de informaciones las conseguía de Rüya, que las leía en las revistas de arte que hablaban de lugares parecidos usando un lenguaje aparentemente burlón.

Galip se encontró con Iskender ante el antiguo edificio del hotel Tokathyan. Se le notaba por el aliento que había bebido abundante raki. Había recogido en el Pera Palas al equipo de la BBC, los había paseado para «mostrarles el Estambul de las mil y una noches» (perros que rebuscan en los cubos de basura, vendedores de grifa y de alfombras, bailarinas del vientre, matones de cabaret, etcétera), y les había llevado a un club que había en un callejón. Allí un extraño tipo que portaba un maletín había iniciado una pelea por algo incomprensible que se había dicho, no con ellos, con otros, había llegado la policía y se lo habían llevado cogido del cuello, el otro se había escapado trepando por una ventana, y después de todo aquel follón los demás se habían sentado con ellos y así habían comenzado una noche que prometía ser divertida y a la que Galip podía unirse si es que le apetecía. Tras caminar un rato arriba y abajo por Beyoglu con Iskender, que buscaba cigarrillos sin filtro, llegaron a un cabaret en cuya puerta se leía «Club Nocturno».

Recibieron a Galip con alegría, desinterés y alboroto. Entre los periodistas ingleses había una hermosa mujer que estaba contando una historia. La orquesta no tocaba en ese momento y el prestidigitador, que acababa de comenzar su número, sacaba cajas del interior de otras cajas y otras del interior de aquéllas. La muchacha que le ayudaba tenía las piernas torcidas y un poco por debajo del ombligo se le notaban las cicatrices de los puntos de una cesárea. Galip pensó que la mujer no podía haber sido capaz de dar a luz a un niño sino sólo a un conejo adormilado como el que tenía en las manos. Después del número de «la radio desaparecida», plagiado de Zeki Sungur, volvieron a aparecer cajas de otras cajas y el público del cabaret perdió el interés.

Iskender traducía al turco lo que contaba la inglesa sentada en el otro extremo de la mesa. Galip escuchó la historia con la optimista confianza de que podría encontrarle sentido, aunque se hubiera perdido el principio, leyéndolo en el rostro de la mujer. Por el resto de la historia podía entenderse que una mujer (la misma que estaba contando la historia, pensó Galip) había querido convencer a un hombre al que conocía y amaba desde los nueve años de una verdad evidente, del sentido concreto que se desprendía de una inscripción en una moneda bizantina que le había dado un buzo, pero los ojos del hombre, incapaces de ver nada a causa del amor que sentía por la mujer, estaban cerrados a aquella magia de la que eran testigos y lo único que hacía era escribir poemas llevado por el entusiasmo de su amor. «Y así, gracias a la moneda bizantina que el buzo había encontrado en el fondo del mar, los dos primos pudieron por fin casarse. Pero mientras que la vida de la mujer, que creía en la magia del rostro que había visto en la moneda, cambió por completo, el hombre no entendió nada», dijo la mujer cuyas palabras traducía Iskender al turco. Y por esa razón la mujer vivió sola hasta el fin de sus días en la torre (Galip pensó que la mujer había abandonado al hombre). A Galip le pareció estúpido el silencio «humanitario» y respetuoso con aquellos «sentimientos tan humanos» con el que todos los que se sentaban alrededor de la larga mesa recibieron el final de la historia cuando comprendieron que había terminado. Quizá no quisiera que todos los demás celebraran como él que una mujer hermosa abandonara a un imbécil, pero si se tenía en cuenta la belleza de «la hermosa mujer», el fin de esa historia escuchada a medias, amargo y trágico (ya que todo se habían sumido en aquel silencio tan bobo y falso que había seguido a aquel discurso tan pomposo), resultaba en realidad cómico. Cuando acabó el cuento, Galip decidió que la narradora no era bonita sino sólo simpática.

Por lo que Galip pudo entender de lo que le decía Iskender, el hombre alto que comenzó a contar otra historia a su vez era un escritor cuyo nombre había oído aquí y allá. El hombre de gafas previno a su audiencia que, puesto que lo que se disponía a contar se refería también a un escritor, no lo confundieran con él. Como el escritor sonreía de una forma extraña mientras decía aquello, en parte vergonzoso, en parte como si quisiera ganarse la simpatía de los que compartían su mesa, Galip estaba indeciso en cuanto a las intenciones del nuevo narrador.

Según contó el escritor, aquel hombre había pasado largos años solo en su casa escribiendo novelas y cuentos que no enseñaba a nadie y que, aunque los hubiera enseñado, nadie le habría publicado. Estaba obsesionado con su trabajo (aunque en aquel entonces no se consideraba trabajo) y se entregó de tal manera a él que la soledad se convirtió en una especie de costumbre; no se relacionaba con las demás personas, no porque no le gustaran o porque desaprobara sus formas de vida, sino porque era incapaz de apartarse de su escritorio tras la puerta cerrada. A fuerza de vivir solo sentado en su mesa, la costumbre de «alternar en sociedad» del escritor se atrofió tanto que, en una ocasión en que salió después de años, cuando se mezcló con la multitud se asustó, se retiró a un rincón y estuvo esperando durante horas el momento de volver a su mesa. Cada día, después de pasar más de catorce horas a la mesa, se acostaba poco antes del amanecer cuando se oían una tras otra las primeras llamadas a la oración desde los alminares de las colinas de la ciudad, y soñaba con su amada, a la que sólo había visto una vez en tantos años y por casualidad, pero no soñaba con ella con un sentimiento del tipo al que todo el mundo llama «amoroso» o «sexual», sino con la nostalgia de una compañera imaginaria que se convirtiera en lo contrario de su soledad.

El escritor, que afirmaba que sólo conocía el «amor» por los libros y no era demasiado entusiasta en lo que se refería a la sexualidad, se casó años después con aquella mujer extraordinariamente bella con la que soñaba. Aquel matrimonio no trajo demasiados cambios a su vida, de la misma forma que no los trajeron sus libros, que por aquel entonces comenzaban a publicarse. Seguía pasando catorce horas al día sentado solo a su mesa, seguía creando con paciencia, lentamente, cada una de las frases de sus historias, observaba durante horas los papeles en blanco que tenía sobre la mesa mientras imaginaba los detalles de sus nuevos cuentos. El único cambio en su vida eran los paralelismos que establecía entre los sueños de su mujer, que dormía en silencio, hermosa y callada cuando él se acostaba poco antes del amanecer, y lo que él forjaba por pura costumbre mientras escuchaba la llamada a la oración de la mañana. Al escritor le daba la impresión de que existía una relación entre sus sueños y los de su esposa mientras fantaseaba acostado junto a ella. Como la armonía que se establecía entre sus respiraciones sin que se dieran cuenta y que recordaba a las modulaciones de una melodía modesta. El escritor estaba satisfecho de su nueva vida, no le resultaba difícil dormir junto a alguien tras largos años de soledad, le gustaba fantasear escuchando la respiración de la bella mujer y creer que sus sueños se mezclaban.

Para el escritor comenzó una época difícil cuando su mujer lo abandonó un día de invierno sin darle ninguna excusa lo bastante sólida. Ya no podía soñar como antes mientas escuchaba desde la cama la llamada a la oración de la mañana. Los sueños que con tanta facilidad creaba antes de su matrimonio y durante él y que le procuraban un sueño tranquilo, ya no alcanzaban el nivel de «verosimilitud» o «brillantez» que hubiera deseado. Era como si en sus sueños hubiera una incapacidad, una indecisión que no le descubriera sus secretos, que le arrastrara a terribles callejones sin salida, como si se tratara de una novela que quisiera escribir pero no pudiera. Durante los primeros días después de que su mujer lo abandonara aquella caída en la calidad de sus sueños llegó a tal extremo que el escritor, que siempre se había dormido con las llamadas a la oración de la mañana, ahora no podía hacerlo hasta mucho después de que los primeros pájaros cantaran en los árboles, las gaviotas abandonaran los tejados en los que se habían reunido para pasar la noche y pasaran el camión de la basura y el primer autobús del ayuntamiento. Y lo peor era que aquella deficiencia en sus sueños comenzó a aparecer también en las páginas que escribía. El escritor veía que no podía darle la vitalidad que pretendía ni a la más simple de las frases aunque la escribiera veinte veces.