El escritor se esforzó todo lo que pudo para salir de aquella crisis que sacudía su mundo entero, introdujo un nuevo y firme orden en su vida y se obligó a recordar uno a uno sus sueños para encontrar la antigua armonía. Semanas después comprendió que había superado la crisis cuando, después de despertarse de un sueño tranquilo que se había iniciado con la llamada a la oración de la mañana, se levantó como un sonámbulo, se sentó ante su escritorio y comenzó a escribir frases con la vitalidad y la belleza que pretendía. Para conseguirlo había recurrido a un truco extraño que había descubierto sin darse cuenta.
Como el hombre al que había abandonado su esposa era incapaz de forjar los sueños que le hubiera gustado soñar, el escritor imaginó primero su antigua situación, aquélla en la que no compartía su cama con nadie y en la que sus sueños no se mezclaban con los de ninguna hermosa mujer. Imaginó con tal decisión e intensidad aquella personalidad que había dejado atrás que por fin ocupó el lugar de aquel que había creado su imaginación y así pudo dormir tranquilo recurriendo a sueños del otro. Y como poco tiempo después ya se había acostumbrado a esa doble vida, ni siquiera fue necesario que se esforzara para poder soñar o escribir. Escribía siendo otro que llenaba con las mismas colillas los mismos ceniceros y que tomaba el café en la misma taza, podía dormir tranquilo envolviéndose en el fantasma de su propio pasado en la misma cama y a las mismas horas.
Cuando un día su mujer regresó, de nuevo sin ofrecerle una excusa sólida (al parecer la mujer se había dicho: «A casa»), de nuevo comenzó para el escritor una etapa desacostumbradamente difícil. La indecisión que había asomado en sus sueños los primeros días después de que su mujer lo abandonara volvió a introducirse en toda su vida. Cuando conseguía dormirse tras muchos esfuerzos, le despertaban las pesadillas, vagaba por la casa desorientado como un borracho que se ha perdido en el camino de regreso a casa, sin conseguir un equilibrio entre su antigua personalidad y la nueva, yendo y viniendo entre ambas. Una de aquellas mañanas de insomnio el escritor se levantó de la cama, cogió una almohada, fue a la habitación donde tenía su mesa y sus papeles, que olía a radiador y a polvo, y en cuanto se tumbó acurrucado en el pequeño sofá que allí había se sumergió én un profundo sueño. A partir de esa mañana el escritor ya no durmió con su silenciosa y misteriosa mujer ni con sus incomprensibles sueños, sino allí, junto a su mesa y sus papeles. En cuanto se despertaba, todavía medio dormido, se sentaba ante su escritorio y podía continuar tranquilamente con sus historias, que parecían una continuación de sus sueños, pero ahora había algo más que le atemorizaba.
Antes de que su mujer lo abandonara había escrito un libro que los lectores habían considerado «histórico»; trataba de dos hombres que se parecían extraordinariamente y que acababan por ocupar el lugar del otro. El escritor se había convertido en el hombre que había escrito aquella historia cuando se envolvió con el fantasma de su antigua personalidad para poder dormir o escribir en paz y, como no podía vivir su propio futuro ni el de aquel fantasma, ¡se encontró a sí mismo escribiendo de nuevo y con el mismo entusiasmo la vieja «historia de que se parecían»! Tiempo después, este mundo en el que todo imita a algo, en el que todas las historias y todos los personajes son imitación y original de y para otros además de ser ellos mismos, en el que todas las historias se refieren a otras, comenzó a parecerle tan real al escritor que, pensando que aquellas historias escritas con un realismo tan «evidente» no convencerían a nadie, decidió sumergirse en un mundo irreal sobre el cual a él le gustara escribir y en el que a los lectores les gustara creer. Con ese objeto, el escritor, mientras su bella y misteriosa mujer dormía silenciosa en la cama, dedicaba las noches a pasear por los oscuros callejones de la ciudad, por los barrios periféricos de farolas rotas, por los subterráneos bizantinos, por los cafés de adictos y marginados, por cervecerías y cabarets. Lo que vio le enseñó que la vida «en nuestra ciudad» era tan real como un mundo imaginario. Por supuesto, aquello confirmaba que el universo era un libro. Le gustaba tanto leer aquella vida, recorrer todos los días durante horas los rincones más remotos, observar las caras, las marcas, las historias que aparecían en las nuevas páginas que a cada momento le ofrecía la ciudad, que ahora lo que temía era no poder regresar a su bella esposa dormida ni a la historia que había dejado a medias. La historia del escritor fue recibida en silencio porque insistía más sobre la soledad que sobre el amor y, más que en la propia historia, en la manera de contarla. Galip pensó que, puesto que todo el mundo tenía algún recuerdo de un «abandono sin motivo», lo que más despertaba la curiosidad en aquella historia eran, precisamente, las razones que podía haber tenido la mujer del escritor para abandonarlo.
La chica de alterne que comenzó a relatar la siguiente historia repitió varias veces que lo que se disponía a contar era auténtico y quiso estar absolutamente segura de que «nuestros amigos turistas» eran informados exactamente de tan importante punto porque quería que su historia no sólo fuera un ejemplo para Turquía, sino para el mundo entero. La historia comenzaba en una fecha no muy lejana en ese mismo cabaret. Dos primos se encontraban en él tras años sin verse y el amor de su niñez volvía a prender en ellos. Como la mujer era una chica de alterne y el hombre un bravucón (o sea, un chulo, dijo la mujer volviéndose hacia los «turistas»), no existía una cuestión de honra que pudiera dar lugar a que el hombre matara a la muchacha como habría sido de esperar en esos casos. Por aquel entonces tanto el cabaret como el país eran balsas de aceite, los jóvenes no se disparaban por las calles sino que se besaban y en los días de fiesta no se enviaban bombas sino cajas de bombones. Tanto la muchacha como el hombre eran felices. Como el padre de ella había muerto de repente, vivían en la misma casa aunque se acostaban en camas distintas y esperaban impacientes el día de su boda.
Cuando llegó el día, mientras la mujer y con ella todas las cabareteras de Beyoglu se maquillaban y se adornaban, el hombre salió a la calle después de afeitarse para la boda y allí fue atrapado por las redes de una bellísima mujer. Ella le sorbió el seso en un momento, se lo llevó a su habitación del Pera Palas y después de hacer el amor hasta hartarse le reveló su secreto: la desdichada era la hija ilegítima del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Había venido a Turquía como parte de un complejísimo plan destinado a vengarse de sus padres, que habían abandonado de tal manera el fruto de una noche de placer. Quería que nuestro bravucón se apoderara de un plano, la mitad del cual estaba en la Dirección General de