Ella pareció enloquecer cuando, después de una noche en que el fotógrafo había podido hacerle unas fotografías aún más próximas y detalladas, el relojero de la increíble cara dejó de acudir al cabaret. Envió al fotógrafo a Karagümrük en su persecución pero el hombre no estaba ni en su tienda ni en la casa que le indicaron los vecinos del barrio. Cuando regresó una semana más tarde vio que la tienda se traspasaba y que había dejado la casa. A partir de ese momento a la mujer ya no le interesaron las fotografías que el fotógrafo le llevaba sólo «por amor» y no miraba ni siquiera de reojo la caras más interesantes, exceptuando la del relojero. Una mañana de aquel ventoso otoño que llegó tan temprano, el fotógrafo llevaba una curiosa «muestra» que creía que podría interesar a la mujer, pero cuando, después de llamar a la puerta, le abrió el siempre curioso portero y le informó alegre de que la señora se había mudado a otro lugar y no había dejado la dirección, el fotógrafo creyó con tristeza que aquella historia se había terminado; quizá ahora también comenzara él una nueva historia, que crearía pensando en el pasado.
Pero el auténtico final de la historia lo extrajo años después del titular de un periódico que leía distraído: «¡Le arroja vitriolo a la cara!». Ni el nombre, ni el rostro, ni la edad de la mujer que había arrojado el vitriolo se correspondían los de la mujer de Sisli, y su marido, que era a quien se lo había arrojado, no era relojero, sino fiscal de la República en la pequeña ciudad de Anatolia Central donde se había producido la noticia. Además, ninguno de los detalles que publicaba el periódico coincidía con las particularidades de aquella mujer con la que llevaba años fantaseando ni con las del apuesto relojero, pero en cuanto nuestro fotógrafo leyó la palabra «vitriolo» sintió que aquella pareja eran «ellos»; comprendió que llevaban años juntos, que le habían usado para fugarse y que habían recurrido a aquel truco para deshacerse de quién sabe qué hombre, tan infeliz como él mismo. Entendió cuánta razón tenía al ver en un periódico de escándalos que compró ese mismo día la cara absolutamente desfigurada del relojero y su expresión feliz ahora que había sido despojada por completo de significado y de las letras.
El fotógrafo, al ver que su historia, que había contado mirando especialmente a los periodistas extranjeros, era recibida con aprecio e interés, decidió coronarla con un último detalle, que reveló como si se tratara de un secreto militar: años después, el mismo periódico de escándalos volvió a publicar una fotografía de la misma cara deshecha como si fuera la de la última víctima de una guerra que desde hacía años se venía desarrollando en Oriente Medio y debajo habían añadido una frase muy significativa: «Y dicen que todo esto es por amor».
Los de la mesa, alegres, posaron juntos para el fotógrafo. Entre ellos había un par de periodistas y publicistas que Galip conocía de lejos, un tipo completamente calvo que le sonaba y algunos extraños que se habían unido a ellos desde el otro extremo de la sala. En la mesa se había formado esa amistad accidental y ese sentimiento de curiosidad mutua que se da entre las personas que comparten el mismo albergue por una noche o que sufren juntos un accidente sin demasiada importancia. El cabaret estaba silencioso y prácticamente vacío. Los focos del escenario se habían apagado hacía rato.
A Galip el cabaret le recordaba al lugar donde se había rodado Mi querida prostituta, en la que Türkan Soray hacía el papel de chica de alterne, y se lo preguntó a un anciano camarero al que pidió que se acercara. El anciano camarero, no porque todas las caras se habían vuelto hacia él, o quizá excitado por los relatos que había escuchado, aunque sin intervenir en la conversación, contó también una breve historia:
No, su historia no tenía relación con esa película pero sí con otra, más antigua, que se había rodado allí mismo, en ese cabaret, y que él había visto catorce veces la semana de su estreno en el cine Rüya. Cuando el productor y la bella protagonista le pidieron que apareciera en un par de escenas, el camarero lo aceptó entusiasmado. La cara y las manos que aparecían en la película, que vio dos meses después, eran las del camarero, pero la espalda, los hombros y la nuca de otra escena no eran los suyos y cada vez que contemplaba la película aquel camarero lo asustaba y, al mismo tiempo, le provocaba un placentero escalofrío. Además no podía acostumbrarse a que la voz que salía de su boca fuera la de otro, una voz que podía escucharse a menudo en otras películas. A los parientes y amigos que vieron la película no les interesó tanto como a él aquella escalofriante y perturbadora sustitución que parecía salida de un sueño, no comprendían ni eso que llaman trucos cinematográficos ni lo verdaderamente importante: que gracias a un pequeño truco se puede mostrar a otro como si fuera uno mismo o a uno mismo como si fuera otro.
El camarero esperó en vano durante años por si en los meses de verano, en los que hacían programa doble en los cines de Beyoglu, volvían a proyectar aquella película en la que él aparecía un instante. Creía que podría comenzar una nueva vida si podía verla una vez más, no porque volviera a encontrar su juventud, sino por una razón «evidente» que sus amigos no habían comprendido pero que sin duda entenderían los selectos componentes de la mesa: el amor; el camarero estaba enamorado de sí mismo.
Después de que se marchara el anciano camarero, en la mesa se discutió largo rato sobré cuál podría ser aquella otra razón «evidente». En opinión de la mayoría la razón era, por supuesto: estaba enamorado del mundo que había visto en sí mismo, o del «arte cinematográfico». La cabaretera puso punto final a la discusión diciendo que el camarero era «marica» como todos los viejos luchadores: le habían atrapado haciéndose cosas feas delante del espejo completamente desnudo y sobando a los pinches en la cocina. El viejo calvo que le sonaba a Galip se opuso a aquel «prejuicio sin fundamento alguno» que la cabaretera había hecho sobre los luchadores que practican nuestro deporte nacional y comenzó a relatar sus propias observaciones sobre la ejemplar vida familiar de aquellas excepcionales personas, que él había tenido la ocasión de observar de cerca en tiempos, especialmente en Tracia. Iskender aprovechó la ocasión para explicarle a Galip quién era el viejo: se había encontrado con aquel viejo calvorota en el vestíbulo del Pera Palas mientras intentaba localizar a Celâl uno de esos agitados días en que había estado tan desbordado de trabajo preparando el programa diario de los periodistas ingleses -sí, quizá la tarde de aquel día en que había telefoneado a Galip-. El hombre se unió a sus investigaciones afirmando que conocía a Celâl Bey y que también él lo buscaba por un asunto personal. En los días siguientes se lo encontró de nuevo aquí y allá y los ayudó, tanto a él como a los periodistas ingleses, en todo tipo de asuntillos gracias a su amplio abanico de relaciones (era militar jubilado). Y además le gustaba poder decir un par de palabras en su medio inglés. Estaba claro que se trataba del típico jubilado que quiere hacer algo útil en su tiempo libre, interesado por nuevas amistades y que conoce bien Estambul. Una vez hubo terminado con los luchadores tracios, el viejo anunció que había llegado el momento de la verdadera historia y comenzó su relato: